Ningún asunto sintetiza mejor los fracasos de la vieja guardia del Partido Demócrata que nuestro inhumano sistema de inmigración. Después de tres años de advertencias acerca de que Donald Trump representa una amenaza fascista para la República, la mayoría de los demócratas del Congreso (autodenominados “guerreros de la resistencia”) cedió a las presiones conservadoras y avaló los campos de concentración de Trump, votando un proyecto de ley de ayuda fronteriza de emergencia que le da al presidente todo lo que quería, recibiendo muy poco a cambio.

La presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, defendió el proyecto de ley como un mal necesario, una medida imperfecta a corto plazo para mejorar las condiciones en los campos. En una declaración, explicó: “Para obtener más rápidamente los recursos para los niños, aprobaremos el proyecto de ley del Senado a regañadientes”. En otras palabras, para proteger a los niños detenidos en centros de detención, los líderes del Congreso del Partido Demócrata han determinado que deben otorgar un cheque en blanco a una administración que ha argumentado en el tribunal que los niños no necesitan pasta de dientes, jabón, toallas, duchas o incluso una noche de sueño. Es un grave fracaso de liderazgo que Pelosi no se uniera a los miembros progresistas disidentes de la cámara, incluidas las socialistas demócratas Alexandria Ocasio-Cortez y Rashida Tlaib, en la condena y rechazo al proyecto de ley.

No se equivoquen: la llegada de estos fondos no mejorará las condiciones en la frontera. De hecho, las empeorará, lo que aumentará la capacidad del gobierno para detener a los migrantes y no ofrecerá al Congreso ninguna supervisión de las deplorables condiciones de vida en los campamentos. El proyecto de ley que fue aprobado por la Cámara de Representantes y el Senado excluyó incluso las modestas disposiciones que hubieran limitado a 90 días el tiempo que un niño podía pasar en detención, y que hubiesen cancelado los contratos con compañías privadas que no respeten las normas federales después de seis meses.

Si bien el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por su sigla en inglés) y la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP, por su sigla en inglés) le dicen al Congreso que no tienen recursos, gastan un promedio de 775 dólares por día por migrante detenido. Incluso suponiendo que de alguna manera es razonable que el gobierno gaste más dinero encarcelando a alguien que lo que costaría alquilar una habitación en un hotel de lujo, las condiciones que la reciente delegación de demócratas progresistas dejaron en claro no son la consecuencia imprevista de la falta de fondos. La crueldad es el punto. Como informó ProPublica, a principios de esta semana, casi la mitad de los empleados de CBP pertenecen a un grupo de Facebook en el que abundan los comentarios intolerates, donde bromean sobre las muertes de migrantes y lanzan veneno misógino a las congresistas de izquierda que se han manifestado en contra de las políticas fronterizas de Trump. ¿Es sorprendente que no traten a los migrantes con una decencia básica?

La historia draconiana de los demócratas

El hecho de que tantos políticos demócratas estén dispuestos a trabajar con los republicanos en la militarización de la frontera no es nuevo, ni siquiera especialmente sorprendente. Durante la mayor parte de las últimas tres décadas, los demócratas han rendido un homenaje retórico a la importancia de los inmigrantes y sus familias para Estados Unidos, al tiempo que se ciñen a la agenda de inmigración conservadora una y otra vez.

Durante la década de 1990, la Casa Blanca de Bill Clinton hizo todo lo posible por superar las críticas conservadoras inclinándose a la derecha. Mientras que Pete Wilson, Pat Buchanan y otros integrantes de la línea dura del Partido Republicano demonizaron implacablemente a los inmigrantes, Clinton y sus partidarios hicieron todo lo posible para demostrar que se podía contar con los demócratas para aplicar la ley de inmigración.

En un discurso, Clinton condenó la Proposición 187 de Wilson (que negaba a los niños indocumentados el acceso a las escuelas públicas y otros servicios gubernamentales), no porque estuviera mal, sino porque no era práctica. Clinton además argumentó que Wilson estaba explotando el tema para obtener beneficios políticos, cuando los republicanos tenían la culpa: “Hizo que el problema [de la inmigración] sucediera cuando estaba en el Senado. Y cuando regresó aquí y tuvo a su presidente [George W Bush] en Washington, nunca hizo esfuerzos por conseguir más dinero ni se hizo responsable”.

Durante su mandato, Clinton no sólo aceptó los argumentos conservadores de que la inmigración era un problema, sino que argumentó que era un firme defensor de la frontera. Al principio, en su primer mandato, financió tres campañas de deportación en California (Operación Gatekeeper), Texas (Operación Hold the Line) y Arizona (Operación de Protección). Luego, en 1996, trabajó con los republicanos y aprobó una ley de inmigración draconiana que redujo las admisiones de asilo y casi triplicó la tasa de deportaciones. La ley también hizo que sea mucho más difícil para los inmigrantes no autorizados que ya están presentes en el país legalizar su estado.

Si la meta del Partido Demócrata hubiera sido simplemente conseguir algunos votos nacionalistas y establecer compromisos con sus representantes políticos en el Congreso, la posición de Clinton podría haber tenido sentido político, independientemente de sus implicaciones morales. Pero Clinton no sólo quería los votos de los nacionalistas blancos en el Congreso, sino que también quería los votos de los latinos que ellos odiaban.

Las claras contradicciones de esta posición llegaron a un punto crítico durante la administración de Barack Obama. Como senador, Obama había votado a favor de la Ley del Cerco Seguro en 2006, junto con muchos otros demócratas en el Congreso. Al igual que McCain, Obama aprobó un camino hacia la ciudadanía para los inmigrantes indocumentados en 2008, al tiempo que sigue insistiendo en una mayor militarización de la frontera. Sin embargo, a pesar del historial de Obama en relación con la inmigración, la coalición que lo llevó a la Casa Blanca fue impulsada por los hijos de inmigrantes asiáticos y latinoamericanos.

Ante este dilema político, Obama giró gradualmente hacia la izquierda en materia de inmigración. En el período previo a su campaña de reelección, emitió la Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA, por su sigla en inglés), una orden ejecutiva diseñada para proteger de la deportación a los jóvenes que emigraron de niños pequeños. Dos años después, extendió la estadía de deportación a sus padres en la orden ejecutiva de la Acción Diferida para los Padres Estadounidenses, aunque esta política fue rápidamente derrotada en los tribunales. Aun así, las deportaciones continuaron, ya que el gobierno creía que una dura política fronteriza ayudaría a que los republicanos no consiguieran aprobar la reforma migratoria. Sólo en 2012, el mismo año en que Obama firmó DACA, unos 150.000 niños con ciudadanía perdieron a uno de sus padres en las políticas de deportación de Obama.

Activistas destacados criticaron al presidente durante su segundo mandato, especialmente después de que un esfuerzo por elaborar un proyecto de ley de reforma migratoria bipartidista muriera en la Cámara de Representantes. Obama, aparentemente cegado por las críticas, se sintió “herido” cuando los principales grupos de defensa de los derechos de los inmigrantes lo calificaron de “deportador en jefe”.

Pero la indignación de los activistas reveló una verdad que se remonta al menos a la campaña de reelección de Clinton en 1996: el enfoque del Partido Demócrata en la política de inmigración es completamente incoherente. Los demócratas buscan construir una coalición electoral duradera que se centre en la inevitabilidad de una nación de mayoría minoritaria, mientras que castiga violentamente el movimiento a través de las fronteras que ha facilitado el cambio demográfico.

Hacia una política de inmigración de izquierda

Clinton y Obama ampliaron los poderes de la máquina de deportación con la esperanza de recibir el crédito de un Partido Republicano virulentamente nacionalista que no confiará en los liberales a la hora de garantizar la seguridad fronteriza ni aceptará límites a los poderes del Estado para encarcelar a los migrantes o construir el muro. Mientras tanto, los sondeos de opinión muestran que los jóvenes votantes latinos, la gente que está en el corazón del camino demográfico hacia la realineación electoral de los demócratas, considera que el tamaño actual de la población inmigrante es perfectamente razonable, y muchos creen que el país no sólo no tiene muchos inmigrantes, sino que tiene pocos. La inmigración está lejos de ser el único problema que preocupa a los votantes latinos, pero tiene poco sentido ignorarlos en un intento desesperado de complacer a los conservadores endurecidos.

Los abusos a los derechos humanos en los centros de detención de inmigrantes desató un escándalo casi unánime en los círculos dominantes del Partido Demócrata. Ahora es momento de evaluar la historia reciente del partido en materia de inmigración. Como lo han enfatizado periodistas experimentados en el tema, como Aura Bogado y Julio Ricardo Varela, muchos de los peores abusos de las políticas de inmigración de la época de Trump estuvieron vigentes durante la presidencia de Obama, incluido el encarcelamiento de migrantes que buscan asilo por largos períodos de tiempo, la separación de padres de sus hijos, y la ubicación de solicitantes de asilo en hieleras (cuartos extremadamente fríos).

Los demócratas deben condenar tales políticas y promover una política de inmigración humana que finalmente reconozca que los derechos de los inmigrantes son derechos de los trabajadores.

Los demócratas también deben tratar a los ejecutores del sistema de inmigración como los villanos que son: personas que encarcelan a niños, les niegan el saneamiento básico y los mantienen en jaulas; personas que tiran el agua dejada en el desierto para que más inmigrantes perezcan de sed; personas que han violado a mujeres y niñas en cautiverio, todas sin enfrentar ninguna consecuencia por sus acciones.

Mientras los políticos demócratas ceden y tratan de volver al terreno intermedio cómodo de la predicación de la inclusión mientras castigan a los que cruzan las fronteras, debemos continuar presionando por la claridad moral en la frontera. La Patrulla Fronteriza y el ICE no protegen a nadie. Aterrorizan a los migrantes y fomentan la explotación de los trabajadores. Deben ser detenidos.

Miles Culpepper es candidato a doctor en Historia por la Universidad de California. Se especializa en las relaciones entre Estados Unidos y América Latina.

Una versión más extensa de esta columna fue publicada originalmente en Jacobin. Traducción: Natalia Uval.