[Esta es una de las notas más leídas de 2019]

Un bebé murió mientras dormía. Ocurrió durante la noche de la nostalgia, del sábado al domingo, en un hogar de la zona de Ciudad del Plata. Fue una muerte súbita, esa amenaza que acecha a toda madre de hijos menores de un año: no se sabe a qué obedece, ni cuándo se podría producir. “La explicación que dan los médicos es que es como una vela que se apaga”, me dijo una vez una compañera de trabajo que intentaba hacerme entender que algo así de horrible no era tan raro, que hasta tenía nombre ( ese nombre que es apenas una descripción: muerte súbita) y estaba estudiado. Acababa de morirse la beba de otra compañera y todos los que habíamos asistido al crecimiento de la panza, al nacimiento y a los primeros meses de la criatura estábamos desconsolados. La madre era una trabajadora gráfica, que no pocas veces llegaba a su casa de madrugada después de cerrar el diario. Recuerdo el velatorio de la niña. El cajoncito minúsculo, los padres inmóviles, mudos, congelados frente a su niña muerta. Una vela que se apaga. Aunque hasta ahora agradezco la intención de la compañera que buscaba consolarme, no puedo evitar darme cuenta de que esa explicación no explica nada. Describe, una vez más, un hecho consumado: ahí, donde había vida, ahora no hay. Fin.

Durante la madrugada del 25 de agosto se apagó la vida de una bebé que había quedado en su casa, al cuidado de su hermana. La madre había salido a trabajar. La niña habría muerto de todos modos, seguramente, aunque ella hubiese estado ahí, pero resulta que no estaba, así que ahora, a la muerte de la hija se le suman la imputación por omisión de los deberes inherentes a la patria potestad, la libertad vigilada durante ocho meses, la imposibilidad de salir a parar la olla y, sobre todo, el escarnio público. No se sabe todavía qué va a pasar con los demás hijos que estaban a su cargo y que, al momento en que escribo esto, están con unos familiares. Son tres niños, de 12, 8 y 6 años. Tres bocas que alimentar, tres personitas dañadas irremediablemente por este hecho y vapuleadas desde antes por una vida llena de dificultades. Nadie pudo probar, sin embargo, que esa madre no los cuidaba. Los niños estaban sanos, iban a la escuela, tenían los controles médicos al día. Quedaban solos, a veces, con la mayor al mando. Que levante la mano la madre que nunca dejó al hermano mayor a cargo de los más chicos, la que nunca se distrajo, la que siempre, a cada minuto, tuvo la vista clavada en ellos, en todos sus hijos y en cada uno al mismo tiempo. Y los padres, claro. Que levanten la mano los que nunca los perdieron de vista, los que estuvieron presentes todo el tiempo, los que saben en qué fecha hay que vacunarlos, los que les sacaron los piojos, los llevaron al cumpleaños de un compañerito y los esperaron dando vueltas durante las dos o tres horas que duró la fiesta, con los hermanitos a cuestas. Los que siempre hicieron todo bien. Los que siempre tuvieron un trabajo decente.

Hace unos años, la cocinera y conductora argentina Maru Botana perdió a un hijo, también bebé. El niño murió súbitamente mientras sus padres estaban de viaje. Son cosas que pasan, aunque los padres sean intachables, aunque las familias sean “bien constituidas”, aunque no haya privaciones económicas de por medio. La casa de Maru Botana no fue incendiada por vecinos indignados, no fue expuesta durante horas en la televisión, no fue tratada como una escena de crónica roja. La de esta madre, en cambio, fue un espectáculo en todos los hogares. Su vida fue puesta en debate y su tragedia alimentó el odio de esa turba infame y furiosa que son los comentaristas de noticias policiales.

La mujer imputada por omisa no fue formalizada por la muerte de su hijo, sino por no haber estado allí en el momento en que la muerte se produjo. Lo que cabe preguntarse es si habría sido imputada de todos modos en el caso de haber sido, como mi compañera de trabajo de hace muchos años, una trabajadora gráfica en lugar de una prostituta. O una cocinera famosa que conduce programas en la televisión. Se le cobra a esta mujer que no está cuidando a sus hijos, pero no se sacan algunas cuentas que son elocuentes: a los 28 años tiene una hija de doce, además de tres hijos más chicos. Fue madre a los 16 años.

Evidentemente, si la Justicia determinó su formalización es porque hay leyes que lo exigen o que, al menos, lo permiten. Que nadie vaya a creer que yo estoy poniendo sobre una persona individual, llamada a impartir justicia, la responsabilidad del absurdo al que se llegó. No. Lo que opera en este caso es un sistema. Y es el mismo sistema en el que es normal, en el que está perfectamente naturalizado que una chica de 16 años sea madre, que no haya padre al que reclamarle nada, que se espere siempre de la mujer que sea sostén económico y afectivo, guardiana y confidente, que brinde cuidado, protección y comida en la mesa. Un sistema paternalista que les dice a las mujeres cómo tienen que vivir, que las castiga cuando no consiguen cumplir con el mandato y que no les perdona que se les note la pobreza. A este sistema, que es el que hizo las leyes que hoy penalizan a una madre que acaba de perder un hijo (pero que no preven que haya que buscar a ningún padre para cobrarle la ausencia y el abandono), le llamamos patriarcado. Y lo vamos a tirar.