Un año después de la muerte de Stéphane Mallarmé se publicó libro Poésies (1899), que incluía el llamado “soneto en x”. El poema es una de las cumbres del arte verbal de su autor, lo que equivale a decir una de las cumbres de la poesía occidental, y podría resumirse como la descripción de un cuarto con una ventana abierta. Cerca de la ventana hay una cómoda y un espejo decorado con ninfas y unicornios, y en el espejo se refleja la ventana y, más allá, la noche, o, más específicamente, la parte de la noche en que brilla la Osa Mayor. Entonces, además del convocado por su maravilla verbal (está basado en dos variantes de la rima que Mallarmé juzgó la más extrema de la lengua francesa y se deja leer como un encantamiento antiguo, además de incluir el insuperable alejandrino “aboli bibelot d’inanité sonore”), en el misterio del poema es esencial su ambient music de quietud sobrenatural o naturaleza muerta. Quizá se ha terminado el mundo y brilla, al final, la constelación; quizá alguien ha muerto o ha culminado un ritual para invocar a los Grandes Antiguos. Se trata, en última instancia, de un instante fijo en el tiempo, de una descripción minuciosa extendida a lo largo de los 14 versos del soneto, que dice todo y no dice suficiente, o dice lo que necesitamos para pensar que se ha dicho todo y no entendimos nada.

No sé, ni importa, si el estadounidense-argentino Mike Wilson tuvo en mente este poema cuando concibió y escribió Ciencias ocultas, su sexta y más reciente novela, que coincide con el “soneto en x” al tratarse, por decirlo así, de una larga descripción: 117 páginas en el caso de la novela. Hay una habitación con ventanal, alfombra y biblioteca en la que dos mujeres, un hombre y un perro contemplan un cadáver, y hay un narrador fantasmal que repasa minuciosamente todo lo que rodea a estos protagonistas. Dicho así podrá generar el retroceso espantado de más de un lector, pero lo cierto es que Ciencias ocultas también es un thriller, o una forma muy peculiar de thriller, que lleva al lector a través de una ansiedad y una tensión capaces de descargarse en cualquier momento bajo la forma de una tormenta eléctrica o, mejor, un nuevo Big Bang. Por mencionar dos imágenes convocadas en más de una ocasión por el texto, que abunda en naufragios, calamidades y acontecimientos extraordinarios, acaso como contrapeso de la casi inmovilidad de la imagen fundamental, de la que aquí y allá, a medida que avanzamos en la novela, vamos obteniendo un nuevo pliegue, un nuevo movimiento que quizá no conduzca a ninguna parte pero, misteriosamente, lo contiene todo: lo que hay dentro de la habitación y de todo un mundo, cuya historia es lo que Ciencias ocultas –con una magia análoga a la del poema de Mallarmé– logra convocar.

Si bien no se trata de una pauta verbal incomprensible o ilegible, ya que la lógica de la descripción minuciosa es evidente desde las primeras páginas, la ilusión que crea la novela de Wilson es situar al lector en la tensa frontera entre entender todo y no entender nada (o no entender el porqué y el para qué, el borde télico del concepto del libro). Esa sensación sólo puede resolverse avanzando y, por eso, la novela se lee para saber qué está pasando. Y si alguna vez se dijo que las novelas se leen para saber qué va a pasar y las nouvelles para saber qué pasó, o al revés (según quién proponga la fórmula), de alguna manera Mike Wilson se instala en un género posible (no me animo a decir nuevo, pero sí novedoso) en el que leemos preguntándonos qué está pasando y por qué se nos está contando esto.

Eso que pasa, entonces, es el hilo doble que conecta todo lo que se nos cuenta y describe: la manera en que cada cosa en la habitación (que es, como en el momento basal del relato policial, la de un misterio de cuarto cerrado) nos lleva a una apertura expansiva hacia el afuera (con sus referencias a los sentineleses aislados, a los shakers del siglo XVIII y a los tapices medievales rastreados al menos hasta 1680, por nombrar sólo tres) como a la conexión misteriosa del adentro, el enigma final de quién mató, de quién es el muerto, de quiénes lo contemplan y, en última instancia, de quién narra. De lo que podemos saber y lo que queda más allá: de las ciencias que invocamos para saberlo.

Parece inevitable buscar el amparo de ciertas analogías para anclar el vértigo que produce un texto de la intensidad de Ciencias ocultas, y así es posible, por ejemplo, pensar que la novela de Wilson, como aquel cuento de Jorge Luis Borges ambientado en el interior profundo de la República Oriental, es una metáfora del insomnio, de la minuciosidad que da el insomnio a la percepción de los ambientes. En última instancia, este insomnio no es arbitrario, ya que retoma una de las líneas argumentales más claras (y más desoladoras) del libro, y remite, a su vez, a la manera en que, como lectores, hemos de abordarlo. Como las variaciones compuestas por Bach para el conde Hermann Carl von Keyserlingk, la novela de Wilson es música para insomnes: ya James Joyce había dicho que su Finnegans Wake (1939), una obra acaso sí de alguna manera ilegible, que había sido compuesto para un “lector ideal que sufre de un insomnio ideal”.

Algún lector habrá recordado también La vida, instrucciones de uso (Georges Perec, 1978), que prolifera como una larga descripción de un edificio de apartamentos; lo más interesante de Ciencias ocultas en este sentido no es su manera minuciosa o su producción a escala de lo que hizo Perec en más de 600 páginas, sino la modulación hacia el weird propuesta por uno de los términos a los que tienden tantas descripciones y relatos derivados de estas: historias de dioses antiguos que esperan en las profundidades del mar, durmiendo y no-muertos, alargando sus tentáculos para enroscarlos alrededor de los mástiles de tantos barcos, entre incautos y fascinados por el llamado ineludible (y no sigo porque está claro a dónde voy). Este costado enciclopédico del weird (casi total, diría, dado el espectro enorme de referencias y conexiones temáticas que hace la novela) es quizá la propuesta conceptual más importante del libro, que le da un lugar singular y destacadísimo en el panorama de la literatura latinoamericana contemporánea.

Precisamente, es una serie de modulaciones específicas del weird (es decir, de lo inquietante, sin ser del todo de horror, de la especulación con la maravilla, que no es del todo ciencia ficción, del relato alucinante o mágico, que no es del todo fantasía) lo que late en el corazón de la narrativa latinoamericana más reciente, y lo viene siendo, además, desde hace ya cierto tiempo, aunque sólo en el último par de años ha terminado de salir a la luz. Y lo ha hecho con la obra de Mike Wilson, pero también con la del colombiano Luis Carlos Barragán, la ecuatoriana Solange Rodríguez Pappe, el uruguayo Pablo Dobrinin, los chilenos Jorge Baradit y Álvaro Bisama y la boliviana Liliana Colanzi, por nombrar sólo un puñado.

Ciencias ocultas. Mike Wilson. Fiordo, Buenos Aires, 2019. 128 páginas.