En su primera semana de exhibición en Argentina (la semana pasada) esta película se acercó al medio millón de entradas vendidas, superó la taquilla de la poderosa competencia que es la nueva de Quentin Tarantino, y sentó el récord del más amplio y exitoso lanzamiento de una película argentina en todos los tiempos. En Uruguay se estrenó esta semana con unas 60 funciones diarias en ocho departamentos. La vi en una función vespertina a la que llegué media hora antes, y me tuve que conformar con ubicarme en la primera fila, la única en que quedaba algún asiento disponible.

Me da una sensación de confort y regocijo la existencia, en el país vecino, de una industria cinematográfica que, aun bajo los embates de una política cultural destructiva, tiene el resto para seguir largando productos así. Este regocijo no es meramente por el costado funcional (“gracias a una industria sólida, los técnicos y artistas tienen trabajo y pueden desarrollarse, y de ahí queda el resto económico y el espacio cultural para hacer películas menos comerciales pero más relevantes”), aunque ese factor también cuenta. Es que es importante también, junto a productos más reflexivos y a contracorriente, la función del cine de entretenimiento, y se requiere mucho talento, pericia e imaginación (además de plata) para lograr una película así, capaz de plantarse entre los productos de Hollywood y aun así figurar entre las mejores opciones.

Pero no se trata de una imitación de Hollywood. La odisea de los giles no podría ser más argentina en la temática, en el humor, en el conjunto de referencias y problemáticas de la anécdota. Por más que el lenguaje cinematográfico sea estrictamente “clásico”, no se nota nunca ese tipo de énfasis provinciano ansioso por demostrar su lucimiento en un terreno ajeno. La cinematografía es funcional, discreta, sin necesidad alguna de tratar de establecer seudocertificados de “buen cine profesional” (ángulos y movimientos de cámara llamativos, montaje y dirección de arte de tipo publicitario). Hay quizá dos detalles deficientes: la música melosa y manipuladora en una escena sentimental (el último diálogo entre Rodrigo y Florencia), y la necesidad de cumplir, en forma medio escolar, con la premisa de guion de generar un pozo emotivo pasando la mitad del desarrollo (el tercer acto), para que luego algún gesto decidido y ejemplar, con un matiz heroico, de algún personaje, termine conduciendo a que se compongan las fuerzas que permiten el clímax.

El contexto remueve traumas profundos: la ruinosa crisis de 2001. En los créditos iniciales, el “Danubio azul” funciona como ironía (una danza enajenada cuando el país rumbea hacia el desastre), como doble referencia a 2001: odisea del espacio (la palabra “odisea” en el título y el hecho de que la acción se ubica en un 2001 mucho menos glamoroso que el que supuso aquella obra de Stanley Kubrick de 1968), y además remite a un momento clave, más adelante en la acción, cuando Manzi está en la fiesta de casamiento y suena ese mismo vals. Todo transcurre en Alsina, un pueblito de 1.500 habitantes en la provincia de Buenos Aires. Un grupo de amigos reúne 150.000 dólares para un emprendimiento cooperativo, y al día siguiente de depositarlos en el banco descubre que quedaron retenidos en el corralito y quizá no se recuperen nunca. Esa situación particular, en este caso, está reenfocada en un marco más tangible, porque los personajes terminan descubriendo que Manzi, un abogado sátrapa, en connivencia con el gerente del banco y debidamente informado de la inminencia del corralito, retiró los dólares y los escondió en una bóveda subterránea, significativamente oculta en un campito con vacas en medio de la pampa despoblada. Eso les da a ese grupo de “giles” la perspectiva (que otros millones de afectados por la crisis no tuvieron) de des-robar la plata, atenuando el daño y operando un castigo contra el villano (debidamente caracterizado como un yupi con barbita tipo candado acompañado por una rubia menemista).

El camino para todo esto está lleno de complicaciones y requiere inteligencia, planificación y coordinación. El comentario político-social se combina con el esquema de thriller inherente al cine de robo, y además es como esas comedias deportivas en las que un grupo de personas muy poco calificadas se proponen llevar a cabo una proeza y nos reímos de su torpeza, de su contraste con el perfil de vencedores que suele corresponder a quienes se meten en tales aventuras, y con la forma inesperada en que las carencias de esos losers terminan sirviendo para que alcancen el éxito. Hay varios chistes buenísimos, y por lo menos un par de momentos de tremendo suspenso: uno es la primera vez que suena la alarma de la bóveda, y el otro es, in crescendo, la operación de rescate de la plata (el acto final de la película).

Todo el reparto rinde muy bien bajo la segura dirección de Borensztein (realizador de Un cuento chino, 2011). Se destaca la participación de la increíble Verónica Llinás, y Ricardo Darín confirma, una vez más, el espectacular carisma que lo convirtió en una estrella mundial. En la banda musical predominan canciones famosas de rock argentino, que contribuyen al carácter ligero, ambientado y argentinísimo del film.

La actitud general de la película es claramente crítica de los procederes de la derecha, y trata de ubicarse en una posición plural de izquierda, con dos personajes muy destacados que son un anarco y un peronista y que funcionan perfectamente en tándem pese a que se pasan discutiendo de política. La película se estrena en un contexto de crisis económica en Argentina que puede sentirse como un eco de 2001. En forma significativa, el epílogo señala que todo se arregló, en forma feliz para los protagonistas, a mediados de 2003 (que es, sabemos, cuando asumió la presidencia Néstor Kirchner).

La odisea de los giles. Dirigida por Sebastián Borensztein. Basada en un libro de Eduardo Sacheri. Con Ricardo Darín, Luis Brandoni, Chino Darín. Argentina/España, 2019. En varias salas.