Cuando fue publicado por primera vez, hace más de 20 años, por la editorial mexicana Joaquín Mortiz, este libro se llamaba Historias del Lontananza (1997). Ese nombre da una idea más aproximada de lo que el lector va a encontrar en él, un poco porque el artículo delante del nombre hace sospechar que Lontananza es un sitio, un territorio específico y reconocible, a diferencia de la mera lontananza, que es una línea de fuga inalcanzable, y otro poco porque hace explícita la condición de conjunto de relatos de este libro imprescindible.
Cuenta la leyenda que el bar Lontananza, que hasta hoy existe en la calle Aramberry de Monterrey, es la cantina más antigua de la ciudad. Se dice también que el difunto José Ángel Nápoles, conocido como Mantequilla, el campeón del mundo peso wélter que en 1974 le disputó, sin éxito, el cetro de campeón de los medianos a Carlos Monzón, estaba entre los parroquianos que dejaban correr el tiempo entre sus mesas. Pero el Lontananza de David Toscana (Monterrey, 1961) no es un refugio de celebridades. Ni siquiera de ex celebridades. Aquí los perdedores han sido siempre anónimos, sin lustre alguno, y en el mejor de los casos fueron promesas que nunca llegaron a cumplirse. Amaro, sin ir más lejos, protagonista del primer cuento, “Bienvenido a casa”, se dispone a llegar esa noche hasta la cantina aunque sea evidente que está empezando una tormenta. Sabe que allí estarán los otros, sus amigos, los que esa noche van a beber a su cuenta porque saben que anda con plata en el bolsillo. No importa que los días después de esa noche se presenten inciertos, vacíos. No importa que Imelda, su mujer, se ponga pesada con el asunto del aguacero que ya se viene. No importa nada porque lo único que importa es ser, por una noche, el rey de la fiesta. El que va a pagar la ronda para todos, porque fue despedido y aceptó los billetes que el patrón le puso en la mano para no cumplirle con la liquidación real, que hubiera sido mayor, pero también, tal vez, más demorada. “Un poeta local”, en cambio, es la historia de un triunfador efímero, un exitoso autor de loas a los héroes y de sonetos por encargo que tiene la triste ocurrencia de irse a estudiar a una escuela de escritores en la que aprende, para su desgracia, que lo nuevo es el verso libre y que las palabras grandilocuentes ya no se pueden usar. En “La brocha gorda” nos toca sufrir por Rubén, el dueño de una pinturería en decadencia que espera con ilusión el pedido que volverá a ponerlo en carrera, mientras inventa formas de esquivar a los cobradores que un día sí y otro también se le apersonan a recordarle que tiene deudas con el fisco, con los proveedores, con el banco y hasta con el dueño del local. Pero la maestría de David Toscana hace que estos cuentos, nueve en total, no sean melosos retratos costumbristas sino historias de dignidad involuntaria, de coraje o de inesperada piedad, narradas con respeto por los personajes y, justo es decirlo, por el lector.
Toscana es ingeniero, pero en 1994, cuando ya tenía un libro publicado (Las bicicletas, de 1992), fue seleccionado para el International Writers Program de la Universidad de Iowa, una residencia de artistas por la que pasaron escritores de todo el mundo y que es la versión para extranjeros del prestigioso Iowa Writers’ Workshop. Estando allí, en Iowa, leyó Cuentos con walkman, una antología de autores chilenos menores de 25 años seleccionados por Alberto Fuguet (1964) y Sergio Gómez (1962) que se había publicado en Santiago el año anterior. Tuvo entonces la idea, según dicen Fuguet y Gómez en el prólogo de lo que se publicaría luego como McOndo, de compilar una antología similar, pero de autores jóvenes de toda América Latina. La antología salió en 1996, compilada nuevamente por Fuguet y Gómez, y con su prólogo-manifiesto dio lugar a un movimiento que se expresaba fundamentalmente en el rechazo a las formas canónicas del realismo mágico que habían caracterizado al boom de la literatura latinoamericana. Sin embargo, Toscana, que había sido el de la idea, terminó abjurando del asunto y tomando distancia de las ideas expuestas por los compiladores en el prólogo. En su novela El último lector, de 2005, el protagonista, un viejo bibliotecario, piensa, mientras mira una pila de libros que ya nadie lee, en todas las almas que “nacieron para ser condenadas” o exterminadas “mucho antes de llegar a la imprenta”, y recuerda también a las almas “de todos esos hijos de la gran puta que predican que Latinoamérica ya no da para las letras si no se le disfraza de gringuez”, una descripción en la que cuesta no reconocer a los agringados chicos de McOndo.
Además de Lontananza (un conjunto que no deja de ser, en cierto modo, una novela), Toscana publicó el mencionado Las bicicletas, Estación Tula (1995), Santa María del Circo (1998), Duelo por Miguel Pruneda (2002), El último lector (ganadora de los premios Antonin Artaud, del Bellas Artes de Narrativa Colima para Obra Publicada y del José Fuentes Mares), El ejército iluminado (2006, Premio Casa de las Américas de Narrativa José María Arguedas), Los puentes de Königsberg (2009), La ciudad que el diablo se llevó (2012), Evangelia (2016) y Olegaroy (2017, Premio Xavier Villaurrutia).
Lontananza. De David Toscana. Banda Oriental, Montevideo, 2019, 126 páginas.