La política fiscal es la rama de la política económica que administra y gestiona ingresos y gastos públicos. Se le reconocen básicamente dos roles: uno de estabilización o soporte de la actividad ante desvíos en el ciclo económico, y uno de redistribución de recursos entre los distintos estratos de la sociedad.

El uso de recursos públicos para alcanzar objetivos de política está fuertemente afectado por concepciones ideológicas, en particular en lo que refiere a la relevancia otorgada a cada uno de los roles, y a qué tanta participación se le concede al Estado en la actividad. En general, quienes le asignan alta importancia al rol redistributivo prefieren que el Estado tenga una alta participación, mientras que quienes entienden que el mercado es más eficiente asignando recursos no ven razonable que el Estado tenga un rol destacado, por lo que le reservan un papel subsidiario, limitado a mantener la casa en orden.

En la historia uruguaya reciente pueden hallarse aplicaciones de ambos criterios. Por ejemplo, durante la década de 1990, la política fiscal se encuadró en el paquete de reformas denominado Consenso de Washington, impulsado por el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Tesoro de Estados Unidos. Entre sus premisas, el Consenso recomendaba una disciplina fiscal rigurosa basada en recortes del gasto, una apertura comercial y financiera irrestricta, un Estado mínimo, desregular mercados e inversión, y privatizar o abrir a la competencia a las empresas públicas. El Estado era considerado un problema y el mercado la solución, el déficit fiscal debía reducirse a cualquier costo y los temas de equidad y redistribución eran secundarios.

Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía en 2001, analizó el impacto de la aplicación de tales medidas y encontró que en general resultaron perjudiciales, e incluso que a los países les fue mejor cuando optaron por no utilizarlas. Uruguay no fue la excepción. Sin entrar en detalles, puede decirse que en nuestro país la férrea disciplina fiscal, la apertura irrestricta y la desregulación hicieron que la política fiscal fuera muy volátil y poco eficaz, por lo que no logró estabilizar la actividad ante amenazas externas. A su vez, como su rol redistributivo era residual, en esta década la política fiscal de hecho consolidó el patrón de distribución regresivo heredado de la década de 1980. Tardíamente, los impulsores del Consenso reconocerían que muchos de los países que no lograron desarrollarse padecían no de mucho, sino de demasiado poco Estado.

Más adelante, con el cambio de orientación en el gobierno, a partir de 2005 el país adoptó una política fiscal que enfatizó tanto el rol estabilizador como el redistributivo. Entendiendo necesaria una fuerte presencia del Estado en la actividad, la nueva gestión se concentró en potenciar el gasto público, para lo cual debía también optimizarse la captación de ingresos.

En este período los ingresos públicos se incrementaron por una mayor actividad, pero también por una profesionalización en la gestión del Banco de Previsión Social (BPS), la Dirección General Impositiva y la Dirección Nacional de Aduanas, que impactó fuertemente sobre la evasión y la informalidad. La evasión de IVA pasó de 40,3% a 14,0% entre 2000 y 2017, la recaudación aduanera más que se triplicó en igual período, y los cotizantes al BPS pasaron de 898.000 a 1,47 millones entre 2000 y 2018. Del lado del gasto se impulsaron programas de educación, salud, seguridad, vivienda, asistencia social, cuidados, cultura, deportes. Se invirtió en infraestructura educativa, de seguridad, de energía, comunicaciones y vial, entre otros rubros, y se redefinieron y potenciaron los incentivos a la inversión privada. Como resultado, a la fecha Uruguay ha consolidado el período de crecimiento con distribución del ingreso más extenso de su historia.

En tal contexto, ante un nuevo período electoral, resulta importante analizar el enfoque de los principales partidos en materia de política fiscal. En principio, los programas del Partido Nacional y el Partido Colorado resultan confusos en su orientación fiscal. En ambos casos se percibe un gran descontento con el volumen del gasto público ejecutado, a partir de lo cual proponen varias medidas de recorte, poco detalladas, por cientos de millones de dólares, una estricta regla fiscal para topear la evolución del gasto y un límite a la injerencia del Estado en algunos rubros. Pero esta intención de acotar el alcance estatal se contradice con otras propuestas, que de hecho implican un mayor gasto: la introducción de nuevas políticas (muchas de las cuales están siendo aplicadas hoy en día), la intención de profundizar el alcance de varias de las políticas actuales, y la creación de nuevas instituciones públicas, en muchos casos con vastas competencias. Respecto del financiamiento de tales medidas, ambos proponen hacerlo a partir de ganancias de eficiencia, lo cual resulta poco razonable por su volumen, y más considerando que de acuerdo con un reciente informe del Banco Interamericano de Desarrollo, Uruguay es uno de los países de América Latina y el Caribe que menos malgasta. La lógica indica entonces que una de las dos intenciones (recortar o ampliar el gasto) será priorizada sobre la otra. Dado el grado de enojo con el gasto público, que consta en ambos programas y que se ha reforzado con los discursos de campaña, podría inferirse que el ajuste será priorizado a la conservación o mejora de las políticas. En este escenario, restaría conocer qué políticas serían suspendidas o recortadas de ser necesario, y qué tanto se vería afectado el rol redistributivo del Estado con tales recortes.

Por su parte, el Frente Amplio percibe el desafío de otra forma. No incorpora en su programa descontento por el gasto que insumieron las políticas aplicadas, sino que las reivindica y propone renovarlas para superar su alcance. Defiende el rol del Estado en la elaboración y conducción de dichas políticas, así como en la regulación y orientación del sector privado. Sí entiende que su financiamiento debe ser sostenible, y que la estabilidad macroeconómica y financiera y la credibilidad deben ser preservadas, pero no apunta a hacerlo a partir de recortes, sino con algunas reformas clave, mejorando la fiscalización tributaria y los estímulos productivos, conservando así el balance entre el rol estabilizador y el rol redistributivo de la política fiscal. Es decir, entendiendo que un patrón de crecimiento sostenible requiere que ambos roles guarden un fino equilibrio y evolucionen en forma conjunta, ya que existen sobrados ejemplos de fracaso cuando alguno de ellos no se prioriza adecuadamente.

Germán Benítez es licenciado en Economía por la Universidad de la República y candidato a diputado por Marea Frenteamplista en Montevideo (1983/738).