Hay tremenda metáfora en la base de esta película. En el “futuro cercano” en que se ubica la acción, Clifford McBride es un héroe, “el mayor astronauta que haya existido”. Partió hace 29 años en una misión, pero desapareció luego de 16 años de viaje. Su hijo Roy siguió su vocación, y es también un astronauta excepcional. En lo personal, lleva las secuelas del vínculo no resuelto con su papá, y entonces emprende su viaje “hacia las estrellas” (eso quiere decir en latín ad astra) para averiguar qué pasó con él. El entorno espacial, entonces, es una especie de versión hiperbólica de un drama íntimo, en el que un varón emprende un proceso psicoanalítico para superar sus traumas, carencias y ansiedades vinculados con un padre adorado pero trabajólico y abandónico. Al decidir vestir la historia como una aventura espacial, su autor, James Gray –que hasta entonces había sido un director independiente–, declaró que pretendía hacer “la descripción más realista de un viaje espacial que se haya puesto en una película”. De paso, se alimentó también de la influencia de Apocalypse Now (1979, de Francis Coppola), es decir, una misión-viaje llena de aventuras para encontrar y tratar de controlar a un héroe que se rebeló contra el sistema.

Ad astra contiene tres de las mejores escenas de acción y suspenso que haya visto en el cine en los últimos años: el accidente en la antena espacial; el ataque pirata durante el traslado en la superficie lunar; y la exploración de la estación espacial biomédica noruega (esta escena tiene visos de cine de terror). La primera escena sirve para introducir las habilidades sobresalientes de Roy, y además es una forma dramática de establecer las “descargas de energía que amenazan el sistema solar”, que van a disparar la trama. Las otras dos están totalmente descolgadas de la historia, y parecen agregados desesperados de última hora en una película cara que no tiene los atractivos suficientes como para recuperar la inversión. Si fue efectivamente Gray quien las dirigió, debería ser contratado de inmediato para hacer películas de aventuras, pero sobre guion ajeno y con un productor muy controlador que se encargue de cercenar eventuales pretensiones autorales.

Esta película, por desgracia, es algo muy distinto. Por un lado, traduce la catastrófica ajenidad, actualmente tan arraigada, de los intelectuales de formación humanista con respecto a lo científico y lo tecnológico. La impresión es que al autor de esta película jamás se le dio por abrir un libro de Carl Sagan: los pretextos y métodos encontrados para entroncar su gran metáfora espacial son risibles. Se supone que estamos en un futuro en que se viaja de Marte a Neptuno en 79 días (¡eso implica una velocidad promedio de 626 km por segundo!), y sin embargo Roy tiene que trasladarse a Marte para grabar un mensaje que será transmitido a su papá (¿por qué no se retrasmitió desde la Tierra?). La “descripción más realista de un viaje espacial” desconsidera totalmente que las gravedades de Marte y de la Luna son muy inferiores a la de la Tierra, y que en lugares donde no hay atmósfera no hay ruidos. ¿Cómo puede ser que la tal superdescarga energética provoque daños catastróficos en la Tierra, luego de cruzar los 4.000 millones de kilómetros desde Neptuno, pero no haya ocasionado daño alguno a la estación espacial en el lugar mismo en que se generó? El módulo espacial cruza los anillos de Neptuno (descritos, en forma improbable, como un aro de rocas flotantes) sin sufrir daño alguno, como si fuera un niño jugando en una piscina de bolas de plástico. Al regresar a su nave, Roy casi se estrella contra ella, en vez de, sencillamente, usar su equipo de paseo espacial para frenar. Para regresar a la Tierra, Roy decide aprovechar el efecto propulsor de la onda de choque de una explosión atómica, brillante idea salvo por un detalle: al no haber atmósfera, no se produciría una onda de choque y la nave sería sencillamente destrozada por el bombardeo de escombros a velocidades altísimas.

Los absurdos van más allá del terreno científico. En su viaje a Marte, las autoridades designan para vigilar a Roy a un octogenario enfermo (esto se perdona, ya que sirve para que veamos al gran Donald Sutherland). Roy embarca en forma clandestina en el cohete a Neptuno, y esa travesura lleva a que se mueran todos los tripulantes de la nave. Sin embargo, al regresar, nadie parece recordar el hecho o imputarlo criminalmente. ¿Y qué diablos pretendían los piratas lunares?

Si Ad astra no aparentara pretensiones de verosimilitud, quizá todas esas pifias podrían pasar como licencias poéticas. Pienso, por ejemplo, en Intensa mente, la película de Pixar de 2015, en que un pequeño drama íntimo se convertía, como aquí, en un periplo épico que se ubicaba dentro de la mente de la protagonista. Pero Intensa mente tiene un tono fantasioso y de comedia, mientras que en Ad astra todo es grave, “artístico”, el título es en latín. Hasta 2001: odisea del espacio (1968), que tiene la reputación de ser la más pretenciosa de las películas de ciencia ficción, tenía sus momentitos de humor. Aquí, la única pizca de ironía la da el video de los Nicholas Brothers cuando Roy arriba a la estación neptuniana. En su papel de un profesional forzado a relegar sus emociones, a Brad Pitt le queda medio corto el cometido de poner cara de nada y transmitir un aura vaga de inteligencia, rectitud moral y melancolía (sólo la escena en que Roy graba su segundo mensaje al padre y se le nota conteniendo una emoción intensa justifica la presencia de ese actorazo, que, excepto por eso, figura apenas como señuelo de taquilla). Por lo demás, todo está bañado en una música desoladora, miradas tristes, flashes de memoria resnaisianos, la barba eternamente sin afeitar de Pitt, y una conquista espacial que no parece aportar más que soledad, multiplicación de conflictos y bellas fotografías de planetas yermos.

Ad astra. Dirigida por James Gray. Estados Unidos, 2019. Con Brad Pitt, Tommy Lee Jones, Donald Sutherland. En varias salas.