Creo que todos somos conscientes de que el Frente Amplio (FA) debe procesar, luego de cerrado el ciclo electoral, una profunda autocrítica. Este proceso, sin dejar de ir al hueso, tiene que ser respetuoso de nuestros matices y sin duda fraterno y de buena fe. Esto de la buena fe es imprescindible, ya que muchas veces caemos en la tentación de utilizar debates relevantes para arrimar agua para alguno de nuestros molinos. En esto de la autocrítica, todos somos responsables y las culpas están bastante repartidas.

Pero este artículo se propone ir hacia algunos rincones que algunos llamarán existenciales, otros culturales, o profundamente ideológicos.

Hay ideas que llegan, se aquerencian y se instalan como una verdad revelada, pero si se preguntara nadie sabría contestar cuándo y mucho menos quiénes las trajeron de la mano; a partir de un momento, forman parte de nosotros.

Esas ideas se parecen a una presencia inquietante, similar a la de las lloronas a las que se convocaba a llorar al muerto en los velorios, y entre los deudos corría la pregunta de quiénes eran esas personas que nadie podía reconocer.

Un buen ejemplo de esto es la idea de que en la vida política, para ser un referente hay que ostentar algún cargo público, ya sea parlamentario o de gobierno nacional o departamental.

Definitivamente esto no siempre fue así. Se me ocurre una larga lista de destacados militantes de izquierda que aportaron muchísimo al FA y nunca ocuparon ningún cargo público.

Esa creencia, convertida en una verdad incuestionada, desde mi punto de vista fue consolidando una serie de prácticas que terminan generando profundas confusiones.

En algún momento se terminan entreverando los objetivos personales con los colectivos, ni qué hablar los compromisos militantes con cosas mucho más prosaicas, como la búsqueda de un empleo.

En mi opinión, esto nos fue mimetizando demasiado con prácticas propias e históricas de los partidos tradicionales, en las que el ser parte de un partido político era la oportunidad para ingresar al Estado y, por tanto, para mejorar muchas veces la posición social.

Un partido político, y mucho más uno de izquierda, jamás puede confundirse con una agencia de colocaciones.

Un partido político, y mucho más uno de izquierda, jamás puede confundirse con una agencia de colocaciones. Lo más dramático: se fue debilitando demasiado aquello tan honroso de asumir un compromiso militante a cambio de nada; simplemente el ser parte de un conjunto de hombres y mujeres que se proponen con lealtad aportar sus capacidades y el tiempo de que disponen para construir un país y un mundo mejores.

De la mano de esta idea se fue instalando otra: la de que un dirigente político puede ser candidato a cualquier cosa –a ministro, a legislador, a integrante de un ente o servicio descentralizado, a intendente, etcétera–. No importa la especificidad de cada una de estas funciones, parecería que un dirigente político podría desempeñar a cabalidad cualquiera de ellas.

Sin embargo, la mayoría de las responsabilidades reseñadas requieren aptitudes, experiencias y formaciones diferentes. No todos estamos preparados para hacer cualquier cosa, ni todos nos preparamos a lo largo de la vida para desempeñar cualquier actividad.

Esto resulta evidente para la mayoría de la sociedad, y, desde mi punto de vista, entre otras muchas causas viene reforzando el descreimiento en la política y en los partidos políticos de sectores cada vez más amplios de la población.

Cuánto nos hubiera ayudado o nos ayudaría si la frase “no, compañeros, esa responsabilidad no es para mí” estuviera mucho más extendida.

Estas dimensiones muy brevemente desarrolladas pueden contribuir y deberían ser parte de esa tan necesaria autocrítica, ya que, como dice la canción, si no cambiás vos, no cambia nada.

Marcos Otheguy es senador del Frente Amplio.