En Berlín, la Segunda Guerra Mundial es una herida que supura cada día. Los viejos cuarteles de las SS fueron transformados en un sitio de la memoria que llaman “La topografía del terror”. Ahí, una exposición permanente denuncia las atrocidades y es, a la vez, un acto de contrición por la complicidad de las mayorías. Por miedo o por encantamiento –el marxismo le llamaría la tormenta perfecta de la suma de condiciones objetivas y subjetivas–, muchos se dejaron arrastrar por la propaganda del Tercer Reich. Una foto muestra una manifestación de apoyo a Adolf Hitler en una fábrica. Todos los trabajadores hacen el saludo nazi, menos uno. Cruzado de brazos, mira con hosquedad desde su acto de rebelión solitaria. Los historiadores removieron cielo y tierra para dar con su nombre. El héroe tiene que tener identidad en medio de tantos cómplices anónimos.

Hay una parte oscura del pasado con la que se tiene que lidiar. El problema es que la historia avanza en zigzag. Así que apenas terminada una guerra empezó otra, que George Orwell bautizó Guerra Fría. Aunque la nueva y larga contienda se extendió por el mundo como un gas, en ningún sitio como en Berlín las trincheras fueron más visibles. ¿Qué hacer cuando tu nuevo enemigo es aquel que derrotó a tu parte oscura (la Unión Soviética destruyó por sí sola 75% de las divisiones del Ejército alemán) sin volver a conectar, de algún modo, con tu parte oscura?

Ocultar es un arte. Pero cuando se quiere ocultar masivamente se lo vuelve una ciencia. Exige, entonces, método. Cuando eso que se quiere sustraer a la mirada es demasiado grande y evidente (el rol soviético en el fin del nazismo), se lo cubre con otra cosa (el rol de Estados Unidos). Si esa otra cosa es más pequeña, se la sobredimensiona.

Por eso cuando la muestra de “La topografía del terror” habla del final de la guerra, excluye la famosa foto del soldado soviético colocando la bandera roja en lo más alto del Reichstag. Tampoco está diez cuadras más allá, en el propio Reichstag, en la exhibición sobre la historia del edificio, que se puede visitar al inicio del recorrido por la cúpula vidriada del Parlamento. Un prodigio de la técnica que permite flotar sobre el símbolo de la democracia alemana y ascender en espiral mientras la audioguía va indicando los sitios que se ven desde ese mirador semiesférico (incluido, eso sí está, el monumento a los 2.000 soldados rojos caídos en la liberación de Berlín). La cúpula usa la luz natural ayudada por espejos para iluminar la sala de sesiones. Un sistema computarizado evita que su reflejo deslumbre a los legisladores. Más sencillo es el sistema que evita que los visitantes vean la foto sustraída. En su lugar, tanto la muestra del Reichstag como la muestra de “La topografía del terror” colocan imágenes en las que aparecen militares estadounidenses. Pero la foto del soldado soviético está tan presente en la memoria visual del siglo XX que su ausencia no hace más que amplificarla. Habrá que ver qué pasa en el siglo XXI.