Es imposible acercarse a una obra siendo libre de cualquier prejuicio. Ya sea porque nos la recomendó una amiga querida o porque leímos que se hablaba de ella en la prensa, porque nos llamó la atención la portada o lo que leímos en la contratapa, porque oímos al autor o a la autora hablar en la radio o vimos un documental sobre su vida en Youtube, al libro se llega siempre con una idea previa, sobre todo cuando se trata de un clásico.

Si hemos prestado atención a la iconografía que rodea a cualquier poeta, la lectura a menudo se restringe, al menos en un principio, a buscar los indicios que corroboren esa imagen pública, creada más o menos (más más que menos) a consciencia por críticos, historiadores, fotógrafos, el poeta mismo. La figura de Emily Dickinson (1830-1886), por supuesto, o el mito de Emily Dickinson (“mito” la llamaban, de acuerdo con una carta de la época, en su ciudad natal) no son la excepción.

Es difícil adentrarse en su obra sin tener ya su imagen, el recuerdo de sus años de reclusión voluntaria, el estricto blanco que eligió vestir, las flores que juntaba con paciencia en un herbolario que la sobrevive, los libritos que armaba con pedazos de hojas manuscritas cosidas entre sí, y, poco después, traspasar esa austeridad, ese renunciamiento del “mundo” y esa castidad empecinada de su escritura. Es difícil no leer esos poemas brevísimos rodeados de guiones, de sintaxis rara, mínima, por fuera de la figura casi fantasmal que parece justificarlos tan bien, exigirlos. Sin embargo, que yo sepa, muchas mujeres del siglo XIX vivieron recluidas, otras tantas habrán vestido de blanco, una cantidad considerable habrá coleccionado flores y permanecido soltera en la casa paterna, por fuera de la sociedad, amparada en el puritanismo de los Estados Unidos de la época: Emily Dickinson, huelga decirlo, sólo hubo una.

En un artículo publicado en Brecha hace unas semanas, Alma Bolón resumía la cuestión: si bien es evidente que “las circunstancias vitales del autor inevitablemente se hacen presentes en su obra”, decía, lo hacen “de una manera que oscila entre lo obvio y lo inasible”. Como se sabe, esto nunca ha desalentado a los críticos. Los hay, en ese sentido, desde los que ven con reproche su “falta de mundo” hasta los que, como Borges, notan, discutiblemente, que “prefirió soñar el amor y acaso imaginarlo y temerlo”, que “en su recluida aldea de Amherst buscó la reclusión de su casa”, que “publicar no era, para ella, parte esencial del destino de un escritor”. La mayoría, al final, parece sentir, si no ya el impulso de explicar su obra a través de su vida, al menos de dejar constancia de sus particularidades y esperar que el lector haga el resto. En otro sentido, de intención opuesta, es lo que también hacen Sandra Gilbert y Susan Gubar en el capítulo dedicado a la poeta de su célebre La loca del desván: la escritora y la imaginación literaria del siglo XIX (1979), cuya mejor crítica es Lucia Aiello.

Evidenciar el cliché

Si bien puede parecerlo, el motivo de esta reseña no es cuestionar la construcción de imágenes en torno a un autor, que puede ser una consecuencia casi inevitable de la práctica crítica: cada vez que uno se enfrenta a un escritor, de cualquier época, por más alejado que quiera mantenerse de las tentaciones biograficistas, por más “puro” que quiera que sea su contacto con la obra (o, para usar la terminología correcta, “el texto”), de algún modo siempre termina creando un ícono, que a fuerza de repetirse puede convertirse en cliché. En tal caso, evidenciar el cliché es lo que se convierte en un desafío.

Siguiendo con la poeta que nos convoca, a eso parece haber venido, en parte, Dickinson, serie creada por Alena Smith que se estrenó en noviembre del año pasado en el servicio de streaming de Apple y Apple TV+, y que cuenta con un elenco conformado, principalmente, por Hailee Steinfeld, Toby Huss, Jane Krakowski, Adrian Enscoe, Anna Baryshnikov y Ella Hunt, que dan vida a los miembros de la familia.

Aunque en la superficie parece ser casi un juego literario, una fanfiction sobre la vida de una de las mayores poetas estadounidenses en clave feminista y políticamente correcta (discusión incluida, en uno de los mejores capítulos, sobre la representatividad de las así llamadas minorías en los medios) con guiños constantes a la cultura pop y un deliberado anacronismo –que incluye una banda de sonido con figuras como Billie Eilish o Lizzo, la presencia del rapero Wiz Khalifa en el papel de la Muerte y un cruce virtuoso de palabras y comportamientos actuales y “de época” mezclados–, pronto la serie logra ser bastante más.

Proyecciones

Efectivamente, en su clave menor de comedia adolescente con detalles fantasiosos y dark, Dickinson parece comprender bastante, por ejemplo, sobre la construcción social de un autor, el lugar de la mujer en los Estados Unidos de la preguerra, las sutilezas de las relaciones interpersonales en un mundo signado por la religión y, sobre todo, respecto de los procesos creativos. Con un uso por un lado riguroso y por otro desenfadado de datos de la vida de la poeta, la serie logra captar con ventura la complejidad y las contradicciones de Dickinson: no la cuestiona, como muchos críticos, por lo que en ella hubo de “pose”, pero tampoco la justifica, quizás porque entiende que no hay nada que justificar ahí. Su creadora ha admitido, de hecho, haberse documentado mucho, y precisamente su tratamiento de la relación amorosa y sexual de la protagonista con Sue Gilbert –que es centro de la reciente película Wild Nights with Emily– ha sido elogiada por estudiosas como Martha Nell Smith (editora, junto a Ellen Louise Hart, de una colección de cartas de Dickinson a la que fuera su cuñada), pero eso no le impide también dar su visión personal sobre la poeta, alterar un poco el orden de los hechos, ni ficcionar el imposible encuentro con una ambiciosa y excéntrica Louisa May Alcott y otro con Henry David Thoreau, falso ermitaño y nene de mamá, que, a la vez que sirven como soportes cómicos (a veces hasta el absurdo), funcionan como contrastes para ver el ethos autoral de la protagonista.

Por otra parte, su uso cuidadoso de versos de la poeta, que se intercalan en cada episodio, da una visión impactante (conjetural, por supuesto, pero eso no importa) de su proceso de escritura. En este sentido, si bien en los capítulos hay elementos que podrían “justificar” o “ilustrar” ciertas imágenes y metáforas, esto nunca se muestra como obvio, en una relación causa y efecto simple. El capítulo “I have never seen ‘Volcanoes’” (nombrado según el primer verso del poema 175) funciona mejor que ningún otro como ejemplo. Si bien hay, efectivamente, una escapada de la protagonista y Sue a oír una charla universitaria sobre el Vesubio (con travestismo incluido), también suceden otras cosas en ese día que, en lugar de cerrar el debate interpretativo en torno al poema, lo abren y, cuando es dicho y aparece sobreimpreso en la pantalla con su letra, sólo se ve que los sucesos del día ni lo agotan ni lo explican. Porque si Dickinson misma puso la palabra central del poema entre comillas (no dice, en efecto, que vio volcanes, sino “Volcanes”), tal vez lo que sugería era esa suspensión, la tensión irresoluble de la mímesis, lo que Smith parece comprender tan bien en esta serie que incluso en sus defectos se muestra inteligente.