Las últimas tres han sido semanas rojas en Chile: cinco muertes se suman a la larga lista de violaciones de los derechos humanos en el contexto de la protesta social. Cabe recalcar que dos de estas muertes responden a asesinatos directos perpetrados por agentes del Estado en servicio y, por ende, implican dos posibles situaciones igual de problemáticas para un Estado supuestamente “democrático”: o no existe control sobre la Policía uniformada, o, por el contrario, existen órdenes directas de sobrepasar los derechos de los manifestantes. No es posible que como ciudadanos quedemos inmóviles ante la muerte ni que esta se oculte –como en tantas otras ocasiones– en los anales de la historia. Se hace indispensable esbozar reflexiones críticas respecto del negacionismo estructural del Poder Ejecutivo y su protección absoluta a las Fuerzas Armadas y de orden.

En este sentido, es insostenible que, en un supuesto modelo democrático, sea tolerable que un presidente de la República falte deliberadamente a la verdad y niegue la veracidad de las graves y sistemáticas violaciones de los derechos humanos ocurridas en Chile (documentadas por cinco informes internacionales). Esto no es un error político o un error comunicacional, sino que representa justamente la noción de realidad con la que la elite se encuentra gobernando en Chile, donde el orden público se construye por el orden público, como si fuera arte de magia y no el resultado de un diálogo ciudadano. Lo problemático de que aquella visión controle la hegemonía de la violencia estatal es que todo aquel que no comparta “el orden por el orden” es paradójicamente considerado un sujeto “violento o extremista” sin derecho, e incluso despersonificado por la fuerza pública.

Lo que realmente les molesta a los representantes del statu quo es la capacidad crítica que se ha despertado en la sociedad civil, porque esto significa un inminente conflicto por la redistribución del poder sociopolítico. En este sentido es que las violaciones de los derechos humanos no son el resultado de una situación aislada, sino que cristalizan nociones de realidad inmensamente discriminatorias y represivas, en las que, por medio del miedo, la tortura, los asesinatos y la impunidad, la elite emite un duro mensaje: no entregará ni un centímetro de poder.

Pero ¿dónde ha ido explotando el conflicto? El modelo neoliberal ha estructurado un espacio público que no necesariamente cumple la función de facilitador de opinión política. Cuando menciono a la opinión política no necesariamente me refiero a una identificación partidista, sino a un posicionamiento respecto de situaciones que aquejan a la sociedad en su conjunto. Lo que significa plaza Dignidad (ex plaza Italia, lugar insignia del estallido social) es justamente una puesta en tensión de la configuración neoliberal del espacio público; representa un espacio simbólico donde históricamente se ha generado y construido política. Muchos y muchas manifestantes confluyen constantemente a la plaza Dignidad a defender el simbolismo del legítimo derecho de pensar y construir.

Plaza Dignidad es un espacio socioterritorial donde, física y cotidianamente, se contraponen ambas nociones de realidad. La principal diferencia es que los manifestantes no cuentan con los recursos que posee la fuerza pública, y tampoco encarnan aquella construcción cultural institucional, altamente represiva y “purificadora” de la sociedad. Esto inevitablemente desemboca en un conflicto, en el que no existen nociones de uso proporcional de la fuerza pública, en tanto Carabineros no ve personas manifestándose, sino que –como mencionó el general Enrique Bassaletti, de Carabineros– ve “células cancerígenas” que deben ser eliminadas y que tensionan el tan ficticio orden. Esto es justamente lo que les pasó a los cinco muertos de estas semanas; no fueron errores ni situaciones aisladas –van 31 muertos–, es el resultado de la lógica potenciada desde el Ejecutivo.

Lo más problemático de la situación es que Carabineros, para cumplir su cometido, recurre a las mismas prácticas de la dictadura cívico-militar de Augusto Pinochet. Ya no opera con relación a mandatos constitucionales, leyes o protocolos, sino que responde netamente a las dinámicas de poder institucional internas (órdenes), que cristalizan una servidumbre histórica a las elites socioeconómicas. Esta lógica de acción –tristemente– no es una excepción en la historia de Chile, sino que representa la tendencia de acción de las Fuerzas Armadas y de Orden, es más extraño encontrar períodos históricos en los que de verdad hayan actuado conforme a la legislación nacional y a los convenios internacionales, que encontrar múltiples situaciones de matanzas y torturas (Santa María de Iquique, la mal denominada “pacificación” de la Araucanía, el mismo asesinato de Diego Portales, el golpe Militar de 1973 o, más cercanos, la Operación Huracán, el asesinato de Camilo Catrillanca, Alex Lemún, y así podemos seguir exponiendo incontables casos).

No ven personas cuando miran a los manifestantes. Han despersonificado al actor y no les tiembla la mano para ordenar más represión; no se abrirán pacíficamente a un proceso de redistribución del poder sociopolítico.

¿Cuál es el denominador común? Las Fuerzas Armadas y de Orden, al servicio de la protección de la propiedad privada por sobre la vida de ciudadanos y personas. Un par de días después de la muerte de Mauricio Fredes, se incendió la iglesia de Carabineros, ubicada en la zona céntrica de Santiago de Chile; inmediatamente el Ejecutivo salió a condenar el hecho, y no sólo eso: presionó al Congreso para que apruebe legislaciones para proteger la propiedad privada. ¿Y qué pasó con los cinco muertos? ¿Cuál fue el acto político de justicia? ¿Dónde está ley antiabuso de Carabineros?

Esto demuestra, una vez más, que lo que sucede en la plaza Dignidad y en el resto del país no es una coincidencia ni un error, sino la cristalización máxima de la noción del orden por el orden del gobierno, desde el mismo presidente, que cuenta con 6% de aprobación, hasta su comité de ministros. En esta noción es más importante un inmueble que la vida de las personas, porque justamente no ven personas cuando miran a los manifestantes. Han despersonificado al actor y no les tiembla la mano para ordenar más represión; no se abrirán pacíficamente –ni nunca se han abierto en la historia– a un proceso de redistribución del poder sociopolítico.

La muerte de cinco ciudadanos no puede quedar impune. La lógica de acción no puede continuar. Carabineros ni siquiera cesó de disparar gases lacrimógenos para retirar los cuerpos de manifestantes. Basta ya de este tipo de accionar. No podemos permitir que se mutile, viole, torture y asesine. El eslogan de campaña de Sebastián Piñera, “los niños primero”, ¿dónde quedó?

Lo que está sucediendo es grave y atenta contra la democracia. No son errores humanos: asesinar a alguien con un velo de impunidad es la cristalización de una lógica represiva, militarizada y asesina contra ciudadanos con opinión política. Es persecución. En Chile estamos retornando a los momentos más oscuros de la historia.

Iván Ojeda es estudiante de Sociología de la Universidad de Chile.