¿Cuál es? Le puse diez litros de nafta al auto, que los buenos morlacos me valió, para que el coso este me pinche las baldosas como los cobardes: por mensaje telefónico. “Hoy no hay noche de tango, chiques”, dice el mascarito, justo antes del semáforo de General Flores y Chimborazo. Clavé los frenos con rabia. Bien pude seguir y que la adrenalina vibrara entre la puta artrosis, pero frené. La vida es como la azucena: dura poco, pero la queremos.

Casi lo mismo que cuando se tiran al área y te cobran penal, cambié la pisada en el camino. Hay que aprovechar la fulera. Me acuerdo de cuando un ciruja me dijo eso, allá en un bar de Jacinto Vera, viejo y cascarriento bar, pero querible. No tenía para las copas, el amigo, y algún bondadoso le invitó la estación. Pidió clarete, no mintió. Los que mienten se hacen los giles. Los cirujas no. Bebió de la copa como el mejor, tenía más pose que Gardel en La casa es seria. Lo dijo con espíritu burlón: hay que aprovechar la fulera, amigo. Y me clavó los ojos, pálidos, desorientados pero sabios, marrones, cansados. Ahí aprendí que los diarios del lunes son del lunes y que los días libres son carnaval. Aquella vez le dejé dos copichuelas pagas y me fui.

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No me vas a creer pero es verídico: al tipo lo veo ahí, en el cornudo semáforo, acarreando sus harapos o qué sé yo en algo que parecía una bicicleta. El viejo de ojos pálidos, pelo crespo como un fuelle y con ropajes desgastados miró como un águila. Me hice el nunca visto, igual que esos canallas que la pegan y se hacen los lungos codito arriba de la ventanilla. En mi defensa diré que fue muy rápido todo, que las luces cambiaron, que atrás venía una chorrera de autos, que el mongo de la tanguería me cortó el mambo y lo estaba odiando fuerte. A la cuadra me sentí un paparulo de estación. Waldemar, el hombre se llamaba Waldemar. Así me contó en Jacinto Vera.

¿Cuál es? ¿Cuál hago? Si ya tenía el permiso de la patrona para mover las cachas sin ella, fiel bailarina del dos por cuatro. ¿La trampa? No sé, che. La carnestolenda la abandoné hace un tiempo. Algo quedó latiendo cuando el Diego, de mañana, me avisó que la tabla del Velódromo estaría buena. “Tremendos cantores”, dijo, y me conquistó. Porque será muy linda la parafernalia, pero yo siempre old school: la murga es cantar, pregonar, como el botija que fui vendiendo diarios, ’ta que los parió.

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Pisé a fondo después del verde. General Flores a toda turbina y ya veré cómo engancho con Garibaldi. De ahí al Velódromo es un toque. Le digo al gordo que voy para ahí, que fermé la bouche.

Juré no volver al circo de las murgas cuando el bobo me mandó el aviso. 25 de marzo de 2018 y el gil mandó a parar. Enchufado casi un mes, comiendo por un tubito, la vida se transformó en hastío. Zafé, pescao, pero por esas cosas. Ahora creo que estuvo mejor seguir respirando. Ayer no sé. “No aguanta luchas arduas la brevedad humana”, diría el gran Juvenal.

Soy antiguo, me pesan los lustros. Pero, ¿vos sabés cómo te pega el maquillaje? ¿Fuiste el cantor o la cantora del barrio? ¿La botijada te pedía besos? ¿Aprendiste dos tangos o la retirada inmortal de Curtidores de Hongos? Allá en el sesenta y tanto, cuando pibe, eso se respiraba en la casa. Mamá cantaba y chiflaba todo el día mientras hacía las cosas. El viejo continuaba la tonada cuando llegaba del laburo. No éramos la familia ideal, burguesa, parisina, perfumada, pero teníamos un resquicio de felicidad en esa farsa que llaman carnaval. Así crecí, pensé, antes de meter el coche en el Parque Batlle, mientras un tropel de gente iba rumbo a esas lucecitas de colores donde los bichos nos sentimos como extasiados.

El tango lo vivo con locura, sobre todo el baile, pero al carnaval lo siento como a esa agua que se escurre por las sedientas grietas de la tierra. ¿El agua lo desea o la tierra lo pide? No te hagas, dale que vos sabés.

De la guantera saqué el perfume. Eché un poco en cada muñeca, me las pasé por detrás de las orejas, me besé el pulgar y salí. Un coro gordo vibró entre los árboles. El cuidacoches habló en ruso, una camioneta pasó a fondo, el ciclista puteó al aire mientras las chiquilinas hacían ejercicios frente a la pista de atletismo. La última vez que escribí en este pasquín (alto: el otro día festejamos que ahora escribe Christian Font. Es bueno ese muchachote. Seguimos) puse “Arranque para el tablado, quiere. Hágame el grandísimo favor. No sea papafrita”. A la patrona le gustó. Capaz lo uso mañana, nuevamente, para no quedar como un perejil por lo de esta noche. Es que no puedo más de las ganas. De última, entendelo, porque como dijo Juvenal, viejo querido, sin probarlo, nunca sabremos si lo bueno es bueno o apenas un tal vez.

Soto Olascoaga, viejo periodista de carnaval.