Desde la crisis financiera mundial, los progresistas se han preguntado cómo forjar un nuevo consenso económico que sustituya al neoliberalismo. La “democracia económica” está emergiendo como una idea que podría ser la base de este consenso.

Los movimientos que rodean a Bernie Sanders en Estados Unidos y al Partido Laborista en Reino Unido están intercambiando ideas. Ambos han propuesto “fondos de propiedad inclusiva” (inspirados en el Plan Meidner sueco, de la década de 1970) que darían a los trabajadores una creciente participación colectiva en las empresas que cotizan en bolsa. Los gobiernos municipales son pioneros en las formas de democratizar la riqueza a nivel local –desde mantener el dinero público circulando en la economía local (Preston, Inglaterra) hasta desafiar los modelos extractivos del turismo (Barcelona)–. Estos experimentos se describen de forma variada como “socialismo municipal” o “construcción de riqueza comunitaria”.

Pero, ¿cuáles son los principios subyacentes de estas diversas iniciativas políticas? ¿Se suman a un nuevo paradigma que puede competir con el fallido modelo de libre mercado y con el resurgimiento del nacionalismo de extrema derecha?

La primera idea compartida en el corazón de estos nuevos enfoques es la propiedad democrática. De diferentes maneras, tratan de reinventar el principio socialista de la propiedad común de los medios de producción. No se trata de volver a un modelo de Estado socialista de arriba hacia abajo, aunque la propiedad estatal desempeñe un papel. Tampoco se trata simplemente de modelos de propiedad de los trabajadores de abajo hacia arriba como las cooperativas, aunque también tienen su lugar.

La nueva democracia económica se pregunta cómo podemos construir un ecosistema pluralista de propiedad democrática, con activos propiedad de diferentes públicos a diferentes escalas. Esto incluye modelos de propiedad pública, comunitaria, cooperativa y común, a nivel nacional, municipal y comunitario.

La nueva izquierda y la democracia económica

La nueva izquierda valora la diversidad y la descentralización como una forma de mejorar la participación democrática y la rendición de cuentas. A raíz de la crisis financiera, también se reconoce cada vez más que la diversidad de los sistemas puede hacer que la economía sea más resistente y menos vulnerable a las crisis. Para ver lo que esto significa en la práctica, podemos observar los sistemas energéticos alemán y danés. Aquí se ha logrado una rápida transición a la energía renovable gracias a un apoyo estatal específico. Pero el nuevo sistema no se basa únicamente en la propiedad estatal a gran escala. En su lugar, una gran parte de la nueva capacidad eólica y solar es propiedad de los municipios y las cooperativas comunitarias. Esto se ha denominado “democracia energética”.

Por supuesto, muchos de estos modelos de propiedad en sí mismos no son nuevos. La propiedad pública y cooperativa ha desempeñado un papel clave en la mayoría de las principales economías europeas durante décadas.

En el sur global, los movimientos sociales han luchado por ellos frente a la privatización, impuesta por el Fondo Monetario Internacional (FMI), de bienes esenciales como el agua y los servicios sociales. También han sido pioneros en soluciones de propiedad a nivel de base, como el Banco Cooperativo SEWA en India, establecido en 1974, que ofrece una alternativa al microcrédito de explotación para las mujeres que trabajan por cuenta propia.

Las secuelas de la crisis financiera trajeron a Europa la política de austeridad y vieron el advenimiento de movimientos similares, sobre todo en los países más afectados, como Grecia. Estos se inspiraron a menudo en los enfoques de la “economía solidaria” en regiones como América Latina, con cocinas de alimentos y centros de asesoramiento de propiedad comunitaria que se adentraban en la brecha dejada por un Estado maltrecho.

Entonces, ¿qué es lo realmente nuevo del concepto emergente de democracia económica de hoy en día? En primer lugar, se basa en un nuevo análisis a gran escala de lo que está mal en la economía mundial y cómo corregirlo. Se centra en el “capitalismo rentista”: la idea de que la elite económica actual extrae la riqueza de los demás principalmente controlando los activos (tierra, agua, el suministro de dinero) en lugar de crear riqueza estimulando la actividad productiva. De ello se deduce que el camino hacia una economía más igualitaria radica en socializar o democratizar el control de estos activos.

En segundo lugar, ofrece un nuevo enfoque sistémico. Los actuales movimientos populistas de izquierda –en Grecia, España, Reino Unido y otros lugares– representan a menudo la unión de dos tradiciones diferentes: la «vieja izquierda» de los partidos socialistas tradicionales y la «nueva izquierda» de los movimientos sociales horizontalistas. Reconocen que el cambio transformador no puede ser realizado simplemente de arriba hacia abajo por el Estado, pero tampoco puede dejarse en manos de un mosaico de soluciones dirigidas por la comunidad. Se toma en serio la necesidad tanto del poder estatal como del empoderamiento popular. Evidentemente, esto plantea tensiones y cuestiones que aún no se han resuelto completamente.

Por qué los mercados no son democráticos

Esto nos lleva a otro principio fundamental de la nueva democracia económica: el de la participación democrática. Esto es lo que realmente marca la diferencia de la socialdemocracia del siglo XX. Por ejemplo, el acuerdo de posguerra de Reino Unido no se basó realmente en ideas sobre la democracia, y menos aún en la democracia participativa. La idea era, por el contrario, que los tecnócratas keynesianos podían planificar la economía más eficientemente que los actores privados. La propiedad pública aseguraría que los frutos de la industria sirvieran al bien común, como lo determinó el gobierno de la época. La gestión y la estructura de las industrias nacionalizadas se dejaron en gran medida sin cambios.

Este modelo fue criticado tanto por la izquierda –por quienes abogaban por un mayor empoderamiento de los trabajadores y los ciudadanos–, como por la derecha, sobre todo por Hayek. El economista liberal austríaco argumentó que las elites tecnocráticas nunca podrían igualar el conocimiento tácito encarnado en millones de opciones de mercado individuales, y que su supervisión era inherentemente opresiva. La nueva izquierda se hace eco de algunas de estas críticas, pero lo más importante es que ve la respuesta en las instituciones democráticas participativas, no en los mercados.

La propiedad democrática, entonces, no es suficiente. También necesitamos una participación democrática en la toma de decisiones, tanto en las empresas públicas como en la economía en general.

De hecho, la lógica de mercado de “una libra, un voto” es antitética a la lógica democrática de “una persona, un voto”. En la práctica, ha llevado a una abrumadora concentración de riqueza y poder en un pequeño número de grandes corporaciones mundiales. Este sistema ha demostrado ser más que capaz de oprimir a aquellos que no tienen los recursos para hacer oír su voz.

¿Cómo podría la participación democrática ser real en la economía?

La propiedad democrática, entonces, no es suficiente. También necesitamos una participación democrática en la toma de decisiones, tanto en las empresas públicas como en la economía en general. Por ejemplo, de nuevo en Reino Unido, Jeremy Corbyn argumentó que “deberíamos tener a los pasajeros, a los trabajadores ferroviarios y al gobierno manejando los ferrocarriles cooperativamente. Este modelo debería reemplazar la fórmula de arriba hacia abajo por un dictado central”. Esto también requiere una remodelación del Estado y del propio gobierno democrático.

Podemos en España, y el gobierno de la ciudad de Barcelona, se han hecho particularmente notables por poner la política participativa en el centro de su agenda. En todo el mundo, muchos se han inspirado en el potencial del presupuesto participativo –que se originó en Porto Alegre, Brasil– para poner a los ciudadanos en control de las decisiones de gasto. También hay un creciente entusiasmo por las asambleas de ciudadanos como forma de deliberar sobre problemas complejos como el cambio climático o la reforma constitucional.

Por último, muchos pensadores actuales están innovando al aplicar estos principios a los sistemas del siglo XXI, en particular a la tecnología y al “patrimonio digital común”. En un mundo en el que los datos son un producto básico clave y las plataformas en línea son una infraestructura fundamental, la propiedad de estas cosas determina los resultados económicos. Nick Srnicek ha propuesto un “fondo nacional de datos” basado en la propiedad común de los datos, que podría hacerse de acceso abierto y utilizarse para ayudar a financiar los fondos de riqueza social. El gobierno de la ciudad de Barcelona está desarrollando una nueva tecnología de código abierto para aprovechar grandes datos para el bien común en lugar de permitir que sean captados por corporaciones privadas.

La actual ola de interés en la “democracia económica”, por lo tanto, ofrece algo nuevo e importante. Pero si se va a convertir en la base del próximo sistema, debe enfrentarse a una serie de retos que deberemos explorar.

Christine Berry es economista. Esta columna fue publicada en Nueva Sociedad.