Lejos de los aplausos y las risas, de las miradas y los encuentros, el ritual se reinventa: la cuarentena nos enfrenta a una nueva puesta en escena. Ahora, desde la pantalla, el cuerpo emocionado del actor abre un nuevo campo de experiencia, exposición y entrega. Y si solíamos escuchar que el teatro era una expresión contra la corriente, un arte que miraba allí donde los demás apartaban la vista, tal vez el presente motive nuevos lenguajes para reafirmar valores, para comunicarse. Y, de pronto, revertir aquello que apuntaba un teórico alemán, de que estamos “infinitamente a disposición, pero tan escasamente presentes”.

Junto a las restricciones de circulación –aunque no todos tengan la posibilidad de aislamiento de la clase media, y mucho menos la posibilidad de trabajar desde su casa–, los artistas se enfrentaron a una nueva crisis, y muchos comenzaron a buscar alternativas para acercarse al público.

Salvadora, la editorial uruguaya especializada en dramaturgia que surgió en 2017, decidió organizar un ciclo de teatro leído en vivo en su cuenta de Instagram (disponible por 24 horas), todos los días a las 20.00, para amortiguar el impacto de la crisis (en sus redes están las cuentas bancarias para los que puedan colaborar) y ampliar la experiencia teatral.

Terrorismo emocional, de Josefina Trías: hoy Trías, junto a Roxana Blanco, Cecilia Yáñez, Jenny Galván y Mariana Lobo leerán fragmentos de este texto editado por Salvadora. La obra que se basaba en este monólogo –que se estrenó en 2018 y aún continuaba en cartel– se presentaba como una puesta híbrida entre autoficción, diario, poema en prosa y crónica de una separación. Y el eje recaía en Clara, una muchacha que acababa de separarse de una larga relación y que, al volver a la casa de sus padres, comenzaba a vislumbrar la posibilidad de reencauzar su ruptura en algo creativo. Con referencias a la literatura, la música y el arte contemporáneo, este unipersonal reelaboró nociones vinculadas a la creación, y estereotipos y modelos impuestos al cuerpo y a la mujer: junto a un puñado de personajes –el ex novio, su padre, su madre, el ginecólogo– la protagonista ensaya cómo escribir un texto y cómo representar una vida.

Un bar, de Alejandra Marín Solera (mañana): en sintonía con la emergencia sanitaria, esta pieza escrita por la escritora y actriz costarricense Marín Solera transcurre durante cinco días de crisis, fragmentados en la memoria de una joven bartender: en su narración irrumpen mensajes de Whatsapp, variantes de la poesía y el humor, y el bullying de sus amigos cercanos.

Shejitá, de Analía Torres (sábado): esta obra, que se estrenó en marzo, será leída por Jessica Yaniero, Sofía Ferreira, Mariella Chiossoni, Germán Weinberg y Joaquín Rojas. La historia se desarrolla en la cocina de una casa de campo, en la que tres mujeres sobreviven en la pobreza. Lo único que les queda es un galpón que alquilan a una comunidad judía para que practique el shejitá, ritual de faenado para obtener carne kosher, que aquí, además, se asocia a un universo oculto y desconocido que el espectador deberá intuir. La autora adelanta que se trata de una experiencia estética y sensorial que reflexiona sobre los roles sociales: junto al abordaje de lo femenino en el contexto rural, la obra despliega un mecanismo de secretos y sugestiones.

Cheta, de Florencia Caballero Bianchi (domingo): este texto dramático, que será leído por Alejandra Artigalás, Bruno Travieso, Matilde Nogueira y Jonathan Parada, se enmarca en la crisis de 2002, y para poder elaborar la historia reciente del país, transita por diversas imágenes de la memoria individual y colectiva de sus protagonistas. La autora planteó a la diaria que esta obra registraba su historia y la de su generación y, en paralelo, la violencia que implicó la decisión de tomar conciencia de quiénes eran y en dónde se encontraban. Por eso, Cheta también es la “imagen distorsionada que a veces tenemos de nosotros mismos, nuestra clase socioeconómica y nuestras afiliaciones ideológicas”. Y contaba que, hace unos años, cuando participaba en un seminario del Instituto Nacional de Artes Escénicas, intervino para hablar sobre cómo la interpelaban la memoria y las marcas del año 2002. Uno de los encargados del curso que impartían los británicos Sean Holmes y Simon Stephens le dijo que su inglés sonaba “posh”, y enseguida una colega acotó que su español también sonaba “concheto”. “Les respondí que eso era muy curioso, porque hasta los 25 años viví en una de las zonas más pobres de Montevideo. En ese momento surgió el relato sobre cómo mis padres se criaron entre Las Acacias, el Marconi y el Coppola, y sobre su convicción de que no bastaba con trabajar y luchar por conseguir algo de justicia social, sino que había que estar ahí, formando parte de eso que querían construir. Y cómo, finalmente, yo me fui”.

Salvadora editora continuará con el ciclo, mientras los trabajadores de la cultura –a los que, además de pertenecer a un sector precarizado, la cuarentena les cercena su tarea– reclaman medidas de emergencia, y la pandemia sigue arrasando con la certidumbre que signaba la vida de tantos.