Ha sido uno de los músicos más empeñados en impedir el acceso gratuito sin autorización a sus canciones, pero el jueves de la semana pasada, quizá motivado por la pandemia, Bob Dylan liberó en internet una composición nueva, “Murder Most Foul”. Es la primera original que se le conoce desde 2012, tras una serie de tres álbumes (el último de ellos, triple) con más de medio centenar de versiones de viejos standards estadounidenses, casi todos popularizados por Frank Sinatra.

También es la grabación más extensa en su trayectoria, con casi 17 minutos de duración, pero el mensaje que la acompañó fue breve: “Saludos a mis fans y seguidores, con gratitud por todo su apoyo y lealtad a lo largo de los años. Esta es una canción inédita que grabamos hace un tiempo y que pueden hallar interesante” (casi uruguayo, ese uso distanciado de “interesante”). Luego hay una frase final, en la que pidió que nos mantuviéramos a salvo y “observant”, sin que se sepa si su intención fue exhortarnos a cumplir con las normas sanitarias o con las religiosas, o tal vez a estar alertas. Y que Dios nos acompañe.

No sorprende, claro, que lo escrito por Dylan admita varias lecturas: “murder most foul” es una cita de Hamlet que se ha traducido como “el asesinato más cruel”, aunque bien podría ser el más infame o vil, y también el título de una película policial de 1964, relativamente basada en una novela de Agatha Christie.

De todos modos, la sorpresa mayor no fue el regalo, ni la duración. Tampoco que se trate de una composición bastante atípica para Dylan, entre recitada y entonada sobre una base acústica en tres acordes, de piano florido, cuerdas y adornos de percusión. Ni que, pese a lo estragada que está su voz, este anciano siga encontrando pequeños trucos expresivos para usarla. Lo más inesperado fue que la canción se convirtiera en un gran acontecimiento, y que causara oleadas de emoción y reflexión en personas de diferentes países y generaciones, algo que no pasa ya casi nunca con las canciones, y que no pasaba con una de Dylan desde hacía décadas.

Entendámonos: sus “fans y seguidores” son –somos– una multitud en escala internacional, con un núcleo duro que se dedica intensamente a postular y discutir interpretaciones de todas sus canciones, pero esta vez se trata de un impacto más amplio (pero menos “universal”, como veremos luego), más básico y en cierto modo más profundo. Esto se debe, por supuesto, al texto.

Son 82 versos pareados, y se refieren desde el comienzo a uno de los hechos más perturbadores en la historia estadounidense: el asesinato de John Fitzgerald Kennedy, el mismísimo JFK. “Era un día oscuro en Dallas, en noviembre del 63. / Un día que vivirá en la infamia. / El presidente Kennedy estaba en la cresta de la ola. / Buen día para estar vivo y un buen día para morir”. Dylan puede escribir como un buen periodista cuando quiere, y esta vez se esfuerza, además, por enunciar con claridad cada una de las casi 1.400 palabras de su letanía. Se entiende muy bien lo que dice, aunque no pase lo mismo –vaya novedad– con el sentido de algunas frases, o del texto completo, y esto contribuye a aumentar el impacto. Habla de un acontecimiento que conmovió a millones, y que hasta hoy es motivo de todo tipo de teorías más o menos conspirativas, desde una triple frontera entre los datos precisos, las insinuaciones y la recreación poética. Dylan no siempre quiere escribir como un buen periodista.

A esa ambigüedad le agregó varias complejidades literarias. La voz narrativa cambia con frecuencia, del personaje Dylan al personaje Kennedy y a otras voces no identificadas. El estilo de la primera estrofa es bastante directo y por momentos brutal, pero desde la segunda, in crescendo, hay citas y alusiones que remiten a docenas de canciones populares y alguna composición clásica, a películas o libros, a personas reales y a hechos de importancia cultural como los festivales de rock en Woodstock y Altamont de 1969. Así se ramifican los posibles significados de cada mención y de las relaciones entre todas ellas, multiplicando el margen de error en la exégesis, incluso porque ante tantas referencias –para todo público y para minorías– muchos creen verlas donde quizá no las hay, o pasan por alto que ciertas palabras o frases fueron elegidas, probable y simplemente, sobre todo para resolver rimas.

¿No dije todavía que “Murder Most Foul” fascina? Ya es hora de decirlo. ¿“Fascina” en qué sentido, atrae o engaña? ¿Y/o? Mantengámonos en el terreno de la ambigüedad. ¿Es, como se ha dicho, la mejor canción de Dylan? Ni de cerca.

En la esquina de Trump y Coronavirus, la evocación de JFK y de décadas de cultura pop ha calado hondo en muchísimas personas, por aquello de pensar en qué momento se jodió, no el Perú sino “América”. Pero cala mucho, mucho más hondo en los estadounidenses: “América” no es América ni el mundo; Kennedy no fue para todo el mundo (ni siquiera en Estados Unidos) la gran esperanza blanca. Además, sin entender inglés ni conocer el contexto, debe ser tan entretenido como los 36 minutos y medio de “El payador perseguido” para un yanqui monolingüe que no sepa nada de Argentina ni de Atahualpa Yupanqui.

¿Y entonces? Entonces, “Murder Most Foul” es, para quienes la puedan apreciar, una obra monumental y deliciosa, un regalo más que aumenta nuestra deuda, una maravilla inesperada de alguien que todavía, con casi 79 años, se ocupa más de nacer que de morir, y nos ayuda a hacer lo mismo.