En menos de tres meses, la covid-19 logró llegar a los cinco continentes y ser reconocida como pandemia. Esta crisis evidenció que el mundo estaba más interconectado de lo que cualquiera podía imaginar y parece que vino a demostrar la teoría formulada en 1930 por el escritor húngaro Frigyes Karinthy, según la cual estamos conectados con cualquier otra persona del planeta mediante una cadena de conocidos que no tiene más de cinco intermediarios.

Para tomar dimensión, en 2019 transitaron por el aeropuerto de Carrasco un promedio de 38.000 personas por semana, lo que equivale a la ciudad de Minas, la décima más importante del país en población. Más de 19.000 son los kilómetros que nos separan de China, lugar donde se detectaron los primeros casos de la pandemia.

Destacados líderes mundiales concuerdan en que estamos ante la peor crisis en por lo menos siete décadas y que las consecuencias pueden llegar a ser insospechadas.

Entre cuarentenas obligatorias o no, acusaciones entre China y Estados Unidos, teorías conspirativas, evocaciones a la unidad nacional con réditos en términos de imagen pública, desinformación (que produjo que, por ejemplo, 300 iraníes fallecieran tras ingerir alcohol industrial, buscando evitar contagiarse), se coló en el debate el valor de la salud pública y el rol de los Estados, anquilosando ciertos dogmas ideológicos.

En mayor o menor grado, la mayoría de los países están asumiendo medidas de protección social, aumentando el gasto y desplegando todo el aparato estatal para contener la pandemia.

En Uruguay, el Ministerio de Desarrollo Social duplicó el monto de la Tarjeta Uruguay Social; Antel multiplicó los gigas gratuitos que otorgaba el plan Universal Hogares; la fibra óptica y el Plan Ceibal permiten que más de 200.000 estudiantes se conectan a diario, y el Banco República pudo postergar el pago de cuotas de préstamos, entre otras medidas.

Que el presidente del Banco Central, Diego Labat, dijera que el país “tiene reservas muy altas en términos históricos y comparativamente con otros países” permitió que muchos se aventuraran a sugerir echar mano a sus recursos, que rondan el 25% del Producto Interno Bruto. El grado inversor y la calificación crediticia también nos hacen pensar que Uruguay está mejor posicionado que otros países para enfrentar este gran reto.

El primer mandatario francés, Emmanuel Macron, afirmó que la salud gratuita, así como el Estado de bienestar, son “bienes preciosos” que deben estar fuera de las leyes del mercado. En otras palabras, el mercado no puede ofrecer respuestas ante esta crisis.

Es claro que las políticas y los sistemas de protección social existentes tomaron otra dimensión y pusieron en evidencia realidades muy disímiles. Días atrás en California, un joven de 17 años –cuya muerte se asoció al coronavirus– no recibió atención por no tener cobertura de salud. En Estados Unidos, más de 27 millones de personas están por fuera del sistema sanitario.

El representante de la Organización Mundial de la Salud en Uruguay, Giovanni Escalante, aseguró que a aquellos países que retiraron el apoyo a la salud pública “esta decisión los está golpeando” y que de aquí en más deberán ver los “modelos” como el de Uruguay, que tuvo una fuerte inversión y volvió a colocar al Ministerio de Salud Pública como rector de las políticas en esta materia. Es claro que esto no es suficiente, y que solamente con conciencia y solidaridad lograremos que no se sature el sistema sanitario.

La historia nos muestra que todas las grandes crisis han traído consigo una modificación de la forma en que se organizan las sociedades. Esta catástrofe podría exponer aún más la necesidad de concebir un nuevo contrato social, que contemple el cuidado del ambiente, las diversas formas de trabajo, la seguridad humana, la salud y las relaciones globales.

El vicepresidente del gobierno español, Pablo Iglesias, fue un poco más allá que Macron y generó gran polvareda al afirmar que esta crisis “distingue clases sociales”. No se refería a contagios, sino a que esta parálisis económica no afecta a todos por igual. Ejemplo de esto es el caso de los trabajadores informales, que, ingresando cada jornada el mínimo para mantener a sus familias, ven diezmados sus ingresos. En nuestro continente 140 millones de personas se encuentran en esa situación, según datos de la Organización Internacional del Trabajo. Contamos con realidades muy disímiles: mientras que en Perú y Paraguay ocho de cada diez personas trabajan en negro, Uruguay logró, en menos de dos décadas, reducir la informalidad a prácticamente la mitad (25%).

Ante esta situación, varios países están acudiendo o debatiendo la implementación de transferencias directas a aquellos ciudadanos que quedaron por el camino. Podríamos estar ante un gran ensayo masivo de la renta básica universal.

Es claro que no solamente las personas, sino también los países, procesarán de manera distinta esta situación. Las realidades fiscales, institucionales y los indicadores sociales no son los mismos.

Sabemos que la ciencia, la tecnología y la disciplina social vencerán a la pandemia, pero no sabemos en cuánto tiempo exactamente. Sabemos que las urbes irán retomando su ritmo de vida, pero con un panorama muy distinto: recesión económica, millones de nuevos desempleados, daños psicológicos, pérdidas humanas, deterioro de los indicadores sociales.

La historia nos muestra que todas las grandes crisis han traído consigo una modificación de la forma en que se organizan las sociedades. Esta catástrofe podría exponer aún más la necesidad de concebir un nuevo contrato social, que contemple el cuidado del ambiente, las diversas formas de trabajo, la seguridad humana, la salud y las relaciones globales.

La revolución digital, la crisis del capitalismo democrático, el cambio climático y la enorme desigualdad que campeaban en el mundo ya eran motivos más que suficientes para clamar por un nuevo contrato social. Esta crisis evidenció que se necesitan amplios y profundos acuerdos, un gran diálogo internacional y un nuevo orden que procure buscar un nuevo equilibrio entre el mercado, el Estado y la sociedad.

Esta convención deberá necesariamente estar signada por el valor de la solidaridad. No llevarlo a cabo podría traer consigo estallidos sociales y escenarios de ingobernabilidad.