El Barbizofi, o Bazofi Online, viene siendo una maravillosa caja de sorpresas. Todos los días se pueden ver (por Youtube, y por tiempo limitado) entre dos y tres largometrajes, debidamente preparados con las exposiciones, siempre interesantes, divertidas y vívidas del director del festival, Fernando Martín Peña, o, en algunos casos, de un invitado especial de lujo.

Un asesino en la noche, de Norman Foster (1950), fue presentada por Eddie Muller, de la Film Noir Foundation, quien contó la increíble historia de cómo esta película, casi olvidada y perdida, se pudo recuperar y restaurar. Es un film delicioso, con una entrañable protagonista, interpretada por Ann Sheridan. Todo comienza cuando un hombre, que salió a pasear el perrito de noche, atestigua el asesinato perpetrado por un gangster poderoso. La Policía lo quiere como testigo, pero él sabe que corre peligro y prefiere huir, y durante la mayor parte de la película acompañamos a su esposa, que trata de despistar simultáneamente a la Policía y a los criminales (y sin saber que ella misma está corriendo serio peligro mientras). Pese a la crisis casi terminal en su matrimonio, en ese juego a distancia, ella va constatando la permanencia de todo un código de complicidades con el marido. Un asesino en la noche se filmó en San Francisco, y debe tener las imágenes más bellas que se hayan tomado de esa ciudad increíble antes de Vértigo (1958). Además, los diálogos están buenísimos, y es formidable el showdown en el parque de entretenimientos.

La barquera María, de Frank Wisbar (1938), es una de las raras películas realizadas durante el Tercer Reich que alcanzaron cierta aprobación de la crítica internacional (por algún motivo, en el Río de la Plata tuvo una repercusión especialmente buena). Aquí podemos constatar cómo el cine de ficción alemán de los primeros años de la era sonora mantenía las virtudes técnico-artísticas de los clásicos germanos mudos: esas composiciones visuales poderosas, sobre todo en las escenas que transcurren en una balsa (con tantos puntos en común, curiosamente, con el cine soviético), el cuidadísimo juego de luces y sombras de una escena en la iglesia, el montaje conceptual que precede a la segunda aparición de la Muerte. La música para cine de esa época estaba dominada por la influencia wagneriana y, por supuesto, nadie lograba ser más wagneriano que los alemanes: tremenda la banda musical de Herbert Wind, quien, además de musicalizar esta película, es conocido por sus colaboraciones con Leni Riefenstahl.

Al contrario de lo que se suele pensar, la enorme mayoría del cine del Tercer Reich esquivó la propaganda, y tenía una finalidad de entretenimiento, dentro de ciertos marcos de moralidad y de censura de ideas oposicionistas: aun si a Joseph Goebbels la película no lo satisfizo, aun si el director migró a Estados Unidos a la primera oportunidad, aun si la actriz Sybille Schmitz fue relegada por el régimen por no tener un físico demasiado ario, aun así La barquera María tiene un tufillo que, si no es propiamente nazi, incluye mucho de la estructura que fundamentaba el nazismo. En el film, María conoce a un forastero que es perseguido por unos caballeros malvados y por la misma Muerte; lo salva, lo cuida y se enamora perdidamente de él. Luego de un día de promesas de amor, está dispuesta a sacrificar su vida por él, con una entereza tan fuerte que logra vencer a la Muerte. La cosa termina con la pareja abrazada, caminando confiada hacia la luz, luego de llegar a su amada Heimat (el término alemán que tanto podría traducirse como “patria” o “pago”, a la usanza uruguaya).

La serpiente, de Buntarō Futagawa, es una reliquia japonesa de 1925. La mayoría de la inmensa producción del cine nipón previo a la Segunda Guerra Mundial se perdió, incluso varias de las primeras producciones de directores consagradísimos. La serpiente es una de las pocas películas de samuráis de esa época que sobreviven completas. Su actor principal, Tsumasaburō Bandō, conocido como Bantsuma, era tremenda estrella. Dicen que, aunque no firmaba como director, intervenía en las realizaciones que protagonizaba y podría ser considerado el principal “autor”. Se lo considera el pionero en el concepto moderno del chambara (películas de espadachines), que desvencijó los movimientos estilizados del kabuki para las peleas, cuya agilidad se incrementa por el hecho de que las filmaba con la imagen ligeramente acelerada. Esta película muestra una asimilación muy buena del estilo de continuidad hollywoodense de la época, y tiene algunos planos particularmente bellos, como el encuadre en contrapicado y contraluz de un servidor subiendo la escalera para tocar la campana de alarma, o el plano final con los samuráis caminando al atardecer, iluminados por las lámparas de la calle. La serpiente también tiene una curiosa mezcla de drama y parábola moral, en su cuento del samurái bueno, recto pero intempestivo, que, por su falta de control, termina convertido en forajido de la Justicia. Las películas japonesas mudas siempre se proyectaban con un benshi (narrador oral), que explicaba las ocurrencias al público, ponía voces a los personajes y trataba de, con sus inflexiones vocales, intensificar la experiencia. La copia exhibida tiene un benshi grabado, cuyo nombre no aparece. Su trabajo es absolutamente sublime en lo actoral y en lo técnico-vocal.

Bizarreada

El Bazofi tiene cierta reputación de exhibir bizarreadas, y el propio nombre de la muestra alude a ello. Como se ve, esto no se aplica a la mayoría de la programación, pero para cumplir con la expectativa estuvo Comando Salvaje (de Umberto Lenzi, 1980), un subproducto italiano, coproducido con España y México, del cine de muertos vivientes. Los actores son espantosos, los maquillajes de los zombis parecen esas mascarillas de barro que se usan para mejorar la piel, el doblaje está mal hecho (y por actores vocales tan malos como los que aparecen en pantalla), y la historia se pasa de absurda. Pero tiene algunas peculiaridades que contribuyeron a su permanencia como objeto de culto. Son zombis como no vi en ningún otro lado: son la consecuencia de un accidente nuclear en una planta atómica, son más fuertes que una persona normal, preservan toda su agilidad e incluso su inteligencia y cultura. Manejan autos, operan máquinas, se ocultan para sorprender a sus víctimas. La única facultad que parecen haber perdido es la de hablar. Ah, y no muerden, sino que cortan a las víctimas con armas o lo que sea (¡dónde habrán conseguido, en plena ciudad, tal cantidad de hoces!) para chuparles la sangre. Es decir, son medio vampiros.

La película parece planteada para sublimar los impulsos de algún potencial femicida serial. Por algún motivo que no se explica, sólo uno de cada 40 zombis son mujeres. Las víctimas se distribuyen en forma más o menos paritaria, pero la cámara ostenta una particular obsesión con las mujeres bellas, que de alguna manera (¿ninguna usa sutién?) siempre terminan en tetas antes de morir a cuchillazos, varias veces filmados con cámara subjetiva (una de las manos del zombi asoma, acechante, desde uno de los bordes laterales del encuadre, como si la otra estuviera ocupada en sostener la cámara, mientras se acerca a la mujer). El final es medio “conceptual”, una de esas vulgarizaciones de modernismo que primaban en el cine de explotación italiano. Aparte del placer perverso de ver algo tan malo, al film lo redime algún momentito de gloria, como cuando la pareja principal decide refugiarse en una iglesia, ya que “los vampiros no pueden entrar a la casa del Señor”, y terminan perseguidos por un cura zombi.

Juan Verdaguer. La herencia.

Juan Verdaguer. La herencia.

Argentinos

La encargada de la apertura fue La redada, de 1954. Su valor va muchísimo más allá de la curiosidad de que está dirigida por Hugo Fregonese, el único director argentino que logró establecerse en Hollywood y hacer películas clase A, una que, en este caso, está filmada en Technicolor y tiene un reparto con grandes nombres, como Anne Bancroft, Van Heflin, Richard Boone y Lee Marvin. Tiene cosas de western (acción con pistolas y caballos en un pueblito chico), pero también varias peculiaridades. La acción transcurre en Vermont (noreste de Estados Unidos, casi en la frontera con Canadá), en plena Guerra de Secesión, y lidia con una acción guerrillera del ejército del Sur (un hecho real). Así que también tiene algunos elementos bélicos y de espionaje. Es una realización con todas las garantías del Hollywood clásico: esas actuaciones discretas pero contundentes, diálogos espléndidos, siempre algún detallecito de humor para cortar aquí y allá con la seriedad, la funcionalidad inteligente de la cámara, la belleza de los paisajes rurales (ese encuadre con el puentecito) y, obvio, el Technicolor en sí mismo. Aparte de todo eso, la historia es fantástica, y está llena de unos dilemas morales increíbles, que no se llegan a dirimir del todo (al terminar, seguimos queriendo y admirando al mayor Benton, pero al mismo tiempo entendemos su conciencia erosionada por las maldades y traiciones personales que tiene que perpetrar). Es decir, además de todo, tiene un importante componente de drama. Y todo transcurre veloz, en 83 minutos holgadamente compactos.

Uno se pone a pensar en lo raro que es que un director latinoamericano llegara a igualar a los muy buenos realizadores de Hollywood en sus propios términos. Pero al ver Cita en las estrellas, de Carlos Schlieper, 1949, recordamos que el cine argentino de la época era una industria en serio. Cuando la realizó, Schlieper iba por la mitad de sus 18 años de carrera como director, en los que filmó 31 largometrajes, sin contar los guiones que escribió para otros: así se aprende. La historia es la de dos amigos que siempre estuvieron enamorados de la misma mujer. Alicia se casa con Julio, mientras Luis, sin mucho entusiasmo, se casa con Carmen. Pero la química entre Alicia y Luis sigue ahí, muy notoria (y en la comedia se inmiscuyen unos fuertes componentes de melodrama argentino, con frases tipo “Nuestros corazones llorarán”). Alicia y Luis mueren en un accidente de auto y van a parar a un paraíso muy mundano, especie de idílico hotel de lujo en las nubes. Ahí rigen estrictas reglas de moralidad, pero ya que tanto Alicia como Luis son “viudos al revés” (personas casadas que se murieron) pueden casarse según las reglas paradisíacas y disfrutar de una tan ansiada noche de bodas juntos. Hasta que, pluf, los cirujanos resucitan a Alicia. Es sólo el inicio de un intríngulis, que va a seguir de maneras increíblemente imaginativas, alternando entre tierra y cielo, y con detalles maravillosos (como el sistema de telefonía que permite a los habitantes del paraíso comunicarse con las secciones espiritistas de la tierra). Mientras tanto, lidiamos en forma muy pícara con la bigamia y la infidelidad, con buenas dosis de humor negro, excelentes chistes, irreverencia frente a la muerte y lo supraterrenal, una bella canción brasileña, y una María Duval tremendamente sexy.

La herencia (1964) es la obra por la que el director Ricardo Alventosa pasó, en forma muy justificada, a la historia del cine argentino. Traslada un cuento de Guy de Maupassant a la clase media porteña de los primeros años 60. Es una comedia de tipo contenido, en que la sátira se cuela insidiosamente en las fisuras de la normalidad cotidiana, empujadas por una historia algo grotesca pero para nada inverosímil. Hay tres personas –padre, hija, yerno– que tienen todas sus esperanzas de futuro depositadas en la fortuna de la hermana solterona del primero. Cuando ella muere, resulta que su testamento condiciona el legado a que la pareja tenga un hijo, para lo cual concede un plazo de tres años, y si no se cumple, el dinero va todo a la beneficencia. Hay que fabricar un hijo de urgencia, y eso se termina complicando. La película comparte ese estilo deliciosamente libre e irreverente del cine joven de ambientación urbana de aquel momento, a la manera de Jean-Luc Godard, Tomás Gutiérrez Alea o Domingos de Oliveira. Buena parte del toque cómico o satírico está en el montaje o encuadre muy sabio de referencias y comentarios (Leopoldo lleva el regalo a la tía al mismo tiempo que ella mira un programa de tele en que una persona le dispara a otra, y el montaje alternado entre Leopoldo y la tele parece explicitar su verdadera disposición detrás de la fachada de gentileza). El plano final (la misma imagen con que empieza la película) es tremendamente ácido. En el reparto hay varias luminarias de la cultura de masas argentina, como Juan Verdaguer, Silvio Soldán y Alberto Olmedo.

Lo que sigue

Las películas se exhiben una sola vez y quedan en línea sólo por 24 horas, así que ya no hay chance de ver los títulos aludidos en el Bazofi, aunque varios de ellos están disponibles en Youtube, fuera de ese gozoso marco (y sin las valiosísimas presentaciones de Peña y allegados). La muestra sigue hasta el domingo inclusive, y para acompañarla, sólo hay que suscribirse, en forma gratuita, a su canal.