“Hace más de un mes que no veo a mis hijos”, se lamenta una mujer que vio en la tele, aterrorizada, cómo un montón de irresponsables sin sentimientos se lanzaron a caminar por la rambla o a tomar mate al sol. “Ojalá se le enferme alguien cercano”, dice una persona que no soporta lo que entiende como una negligencia del presidente, ese hombre que llama a conferencias de prensa casi diarias y saluda por su nombre a los periodistas, choca con ellos el puño de la mano desnuda o se va hasta Soriano a participar en una conmemoración patria. “Yo no quiero que se mueran mis padres, aunque sean viejos”, explica alguien que no entiende cómo no estamos todos igualmente desesperados, bañados en desinfectante y atrincherados en nuestros domicilios. La emergencia sanitaria causada por la pandemia desata todos los terrores imaginarios y nos deja sin capacidad de pensar más allá de ese núcleo doloroso en el que lo peor puede pasar.

Hace no tanto tiempo, cuando había quienes se manifestaban dispuestos a votar para bajar la edad de imputabilidad penal, o para modificar la Constitución en nombre de más seguridad, los ciudadanos que nos oponíamos a esos cambios con argumentos solíamos escuchar frases de ese tipo: “Si te pasara a vos no pensarías tanto en los derechos humanos”, o “si mataran a alguien de tu familia quiero ver si no pedís la pena de muerte”. Y, por lo general, teníamos la capacidad de argumentar contra ese recurso meramente empático, instintivo. Sabíamos decir que no importa si yo, en medio de un dolor inimaginable, quiero matar, o pido que el Estado mate: lo necesario es distinguir entre mi dolor personal y lo que la Justicia o el poder público tienen la responsabilidad de hacer. Frente a la acumulación de delitos violentos que la televisión nos mostraba en los tres informativos diarios y reciclaba eventualmente en talk shows o programas de infotainment, éramos capaces de hacer un esfuerzo intelectual que nos permitía buscar causas sociales para la violencia, que nos proporcionaba marcos teóricos para ver sus entresijos, y que nos permitía saber que aunque nada de eso nos inmunizara contra una eventual rapiña o un accidente de tránsito, nuestro entendimiento debía ir más allá del miedo para poder ofrecer algo más que una respuesta reactiva. Pero el virus nos dejó sin eso. Contra este agresor invisible, minúsculo y mutante no tenemos teoría. No sabemos bien cómo despegarnos del espanto que nos produce la amenaza y no encontramos herramientas discursivas que nos saquen del juego binario de “hay que quedarse en casa” contra “hay que ir volviendo a las calles”. El camino del medio que nos ofrece el gobierno nacional se llama, vagarosamente, “nueva normalidad”, y aunque todavía no sabemos bien en qué consiste, ya entendimos que esconde un “sálvese quien pueda”. Nos sentimos huérfanos, expuestos, abandonados.

Por eso no es sorprendente que ante productos como Sopa de Wuhan se armen rápidamente discusiones que pretenden discernir si el que tiene razón es Slavoj Zizek, que dice que “la pandemia le ha dado un golpe mortal al capitalismo” o si más bien está en lo cierto Byun-Chul Han cuando aventura que “tras la pandemia el capitalismo continuará con más fuerza”. Debería ser obvio para cualquiera que Sopa... o cualquier otro trabajo ensayístico por el estilo no está ahí para decirnos qué va a pasar, porque la filosofía no es una ciencia predictiva ni un oráculo. Pero parece que frente al escenario de pandemia sólo somos capaces de pedir predicciones, porque lo que necesitamos es saber. O, por lo menos, creer en algo. Creer en que cierta conducta, ciertas prácticas nos van a sacar del horror y nos van a traer algo de alivio. Así, con toda la ansiedad y la angustia del encierro y la incertidumbre, pasamos rápidamente por los aspectos conceptuales que se esbozan o se desarrollan en los textos y vamos cuanto antes a las conclusiones. Entresacamos las frases asertivas y las estudiamos como si fuera legítimo usarlas como aforismos, y aspiramos a que se verifiquen en la realidad, porque no nos importa demasiado la línea de pensamiento que llevó hasta ahí: lo que nos urge es una sentencia, tanto sea para acompañarla como para discutirla. Qué hermoso tener un punto de apoyo cuando el barco se sacude como loco.

Hay negación del ejercicio intelectual, del esfuerzo conceptual o abstracto, de la intervención teórica, y en su lugar queda una exacerbación de los vínculos privados, de las impresiones personales.

Mi primera tentación es preguntar por qué, en momentos como este, en el que los cocineros enseñan recetas, los músicos ofrecen conciertos desde sus casas y las productoras y distribuidoras ponen a disposición películas gratuitamente, se considera oportunista que los filósofos entreguen, también, su trabajo. Por qué se considera una estafa que un ensayo no ofrezca salidas seguras de la crisis, pero el trabajo de los médicos se evalúa como digno de aplauso y el de los artistas nos inflama el pecho de gratitud. Pero después veo que la cosa no es sólo con los filósofos: una crítica que hace observaciones narratológicas sobre una serie que a muchos les gustó mucho es recibida como un ataque personal a quien la disfrutó; una necrológica que pone juntos dos nombres propios es rechazada por lectores que confiesan no haber leído nunca a uno de los mencionados, pero dicen saber perfectamente que no se dirigían la palabra. Hay negación del ejercicio intelectual, del esfuerzo conceptual o abstracto, de la intervención teórica, y en su lugar queda una exacerbación de los vínculos privados, de las impresiones personales, de la aproximación ingenua tanto a los productos culturales como al discurso político. Hay un modo infantil de pedir respuestas y una absurda tendencia a sentirse ofendido, engañado, ninguneado.

Lo bueno es que esto no lo trajo el virus: ya nos comportábamos como nenes malcriados desde antes, y la pandemia no hizo más que exponer esa situación en su cara más cruda. Y es bueno, me parece, porque significa que nuestro infantilismo no opera por infección y contagio sino que es una circunstancia que podemos rastrear y pensar en términos históricos. La pregunta, entonces, no es si va a acertar Zizek o si acertará el coreano: la pregunta es cómo llegamos al punto de pedir que nos lleven de la mano a puerto seguro sin hacer siquiera el esfuerzo de ver si estamos, efectivamente, a la deriva, y en qué consiste, eventualmente, estarlo.