Hace un tiempo, la periodista y escritora argentina Cristina Macjus (1976) pasó por Montevideo, donde, cada tanto, recala para traer sus talleres que mezclan el universo vegetal con el de las letras, los “Herbarios poéticos”, y la diaria aprovechó para hablar con ella. Macjus es periodista y ha publicado unos cuantos libros de literatura infantil y juvenil, entre los que se destacan Seis centímetros de vacaciones (2015), Mal día para ser mala (2010) y Anselmo Tobillolargo (2003), tres obras que fueron premiadas por la Asociación de Literatura Infantil y Juvenil de Argentina, además de El jardín de Lili (Norma, 2009), que va por su tercera edición (en Edelvives) y que tiene una edición hermosa y muy cuidada en la uruguaya Criatura. En estos tiempos de coronavirus y cuarentena, mantiene el contacto con sus lectores en su blog, donde sube fragmentos de sus textos, booktrailers y videos. Y también se las ingenia para dar talleres online para familias en cuarentena (por información: [email protected]).

En tu novela El jardín de Lili mostrás un interés especial por el mundo vegetal, que reaparece en otros trabajos. ¿De dónde viene y cuánto tiene de autobiográfico?

Creo que todos los autores tenemos temas que se nos repiten, incluso cuando tratamos de evitarlo. Para mí las plantas son uno de ellos: o son el tema, o son la atmósfera del libro. Empecé a darme cuenta de eso con los títulos. Las plantas me gustan, eso ya lo sé, pero empecé a ver hasta dónde la flora aparece en mis textos. En El jardín de Lili hay bastante de autobiográfico. Yo me crie en Misiones y a los 18 me vine a estudiar a la ciudad. En un momento, a los 30 años, mis viejos se jubilan y se vienen a Buenos Aires y yo paso tres meses con ellos, después de una ruptura con una pareja larga, y veo a mi mamá desde la adultez. Mis padres estaban reacondicionando el jardín de su casa, y al ver a mi mamá con la jardinería entendí un montón de cosas de cómo había sido criada. Su forma de mirar el mundo y la mía son distintas, algo que con las plantas es notorio. Mi mamá es profesora de Educación Física, considera que la salud tiene que ver con estar en movimiento; entonces, con las plantas es podar, trasplantar, desinfectar, incluso cambiarlas de lugar; todo es acción. Yo soy más de la contemplación; la escritura no es casual, porque tiene que ver con la contemplación del mundo. Para mí los jardines son mucho más silvestres que para mi mamá: hay viento, hay pasto que se mueve, hay plumeros. Y, si bien el personaje no es mi mamá y la adolescente que narra no soy yo, tienen mucho de mi mamá y de mí.

En un texto que escribiste para el Filba, Herbarios, que aborda el mundo vegetal aunque desde una perspectiva de investigación, planteás la dupla ganas-desgano. ¿Cómo opera en tu trabajo?

Un montón. Por un lado, me gustaría guiarme solamente por las ganas y el desgano, pero obviamente la vida no es así y me pesa bastante. Cuando tengo trabajos a pedido –no hablo de libros en este caso–, tengo que andar remándola con mi propio desgano o encontrarle el ángulo, la pincelada, algo que a mí me dé ganas.

En esa investigación apuntabas a buscar la figurita difícil en la elección del botánico Luis Spegazzini como tema.

Quería tener la posibilidad de ir a husmearle sus cosas. Si elegía un botánico más conocido, por ahí no iba a ser tan fácil tener acceso: eso ya está revisado, escaneado, visto. Spegazzini me daba la posibilidad de ir a su casa, que pertenece a la Universidad de La Plata. Esas elecciones dependen de cómo vibra cada uno en cada momento: hasta dónde tenés ganas de meterte en un lío y hasta dónde preferís algo más tranqui. El tema me apasionaba, y ahí estuve viendo los herbarios de plantas y de hongos. Los de hongos están todos juntos, que es lo que cuento en esa nota. Pero los de plantas están desparramados, e ir a mirarlos me permitió entrar a lugares a los que quería entrar; lo lindo del periodismo es que te da la posibilidad de ir a meter la nariz ahí donde te gusta. El herbario de hongos de Spegazzini es una habitación llena de cajoncitos de madera chiquititos, ordenados por abecedario, como una biblioteca. Abrís uno y encontrás los sobrecitos en los que él puso un hongo hace 150 años o más, y en ese paquetito, que es como una hoja, él dibujó el hongo con un minitrazo de lápiz, chiquitito. Es como si fuera un hormiguero, unas anotaciones chiquititas. A mí me daba la sensación de estar en una hemeroteca mirando cómics. Fue fascinante. Para un herbario, ese primer hongo es importante porque define qué es un champiñón, por decir algo, hasta hoy: un champiñón es lo que Spegazzini vio hace 150 años y consideró que era eso. Y Spegazzini era un apasionado. El Filba me invitó a escribir a partir del tema “¿Hasta dónde llegaste por curiosidad?”. Yo pensé que soy una curiosa bastante precavida, una aburrida, y que con mis curiosidades pequeñas no iba a entretener a nadie, entonces me acordé de Spegazzini: este que se fue a la Patagonia, se hundió en el medio del canal de Beagle y estuvo viviendo con los indios, aprendiendo a hablar yámana. Y me dije: “Este loco vibra en lo mismo que yo, pero él lo hizo”. Eso te permite la literatura: escribí y compartí esa pasión a través de él. No necesito hundirme en el canal de Beagle.

En otro texto hacés un racconto de las bibliotecas de tu vida. ¿Qué vínculo te permitieron establecer con los libros?

Cristina Macjus. Foto: Federico Gutiérrez

Cristina Macjus. Foto: Federico Gutiérrez

Ese fue un texto que me pidieron para la biblioteca Enrique Banchs, que [el ex presidente argentino Mauricio] Macri –que por suerte ya no nos está acompañando– quería cerrar para poner un bar. Una biblioteca pública en una plaza pública. Los vecinos se movilizaron y me contactaron; propuse escribir algo y se invitó a otros autores a escribir sobre libros y bibliotecas, como una forma de visibilizar lo que estaba pasando. En ese caso la literatura era una posibilidad de hacer política. Las bibliotecas son todo para mí. Cuando me preguntan por qué soy escritora –una de esas preguntas grandes que suelen hacer los chicos cuando voy a los colegios–, creo que fue porque mi mamá, cuando éramos chicos, generó la lectura como un espacio de mimos; era un espacio en la cama, en el que la voz tiene una cosa muy linda. En el fondo uno busca el lugar donde fue feliz, yo creo que viene un poco por ahí. Los libros, por suerte, podían manosearse, no quedaban puestos en un lugar con la condición de que no se podían romper. La biblioteca de mi infancia fue muy nutrida, había mucha variedad de libros. Estaba toda la colección de Agatha Christie de tapas verdes con letras doradas; empecé por ahí como lectora. Mi tía había heredado la biblioteca de su tío abuelo, que era un tipo más leído, entonces fui pasando a una literatura con otras complejidades. En un anaquel estaba Agatha Christie, pero en el de abajo había teatro latinoamericano y en el otro una la colección de Tusquets de tapas negras que publicaba autores de todo el mundo. También fue importante una biblioteca de mi pueblo: una persona que tenía una biblioteca la donó para hacerla pública; ahí leí La naranja mecánica, por ejemplo. La biblioteca es otro mundo, distinto del tuyo, que te permite acceder a una variedad de cosas.

En un comentario sobre uno de tus libros relacionabas la práctica del taichí con una escritura lenta, con mucho aire.

Me interesan mucho, en este momento, las literaturas de lo pequeño. Estoy leyendo a muchas mujeres; por un lado, tiene que ver con que se están dando espacios para publicar libros y para volver a publicar libros descatalogados de mujeres, pero también creo que tal vez hay algo de la mirada de lo pequeño, por cómo se distribuyeron socialmente los roles del trabajo, de lo doméstico, que encuentro más en mujeres. Son textos que no suelen tener un final rotundo, un argumento fuerte. Las guerras, los grandes acontecimientos de acción no suelen estar ahí, y esa observación de lo cotidiano me interesa. Ahora no estoy practicando taichí, pero tuvo que ver con eso en su momento, hace cinco años. La sensación que me produjo fue que me conmovió. Me da vergüenza decirlo porque tiene una connotación que podría hacer pensar que se vincula con algo mágico. Soy profesora de Educación Física e hice todos los deportes que te puedas imaginar. Este no tenía nada que ver con la competencia ni con la velocidad ni con la fuerza, sino con otras cosas que no había probado antes: el equilibrio, la respiración, la belleza. Mientras practicaba, la sensación que tuve fue “qué linda que soy en este movimiento”, no qué linda soy ni qué lindo movimiento. Era una sensación que no conocía. Eso se une con lo que planteaba en Herbario: quiero elegir las cosas porque me gustaron y me convencieron de primera. Porque me lleva a un lugar más sincero, más provechoso, más útil lo que al principio parece una pérdida de tiempo. Con el taichí me pasó eso, me preguntaba “¿trabaja la musculatura?”, “¿yo voy a venir dos horas acá a hacer esto?” Fue una revolución para mí elegir hacer algo así.

¿Ahora en qué estás?

En general estoy con más de una cosa, porque las ganas, la conexión y la armonía con lo que uno está escribiendo no es constante: dejo una cosa, agarro otra. Una de estas cosas es sobre reservas urbanas: en Buenos Aires hay una y en el conurbano hay otras, y yo tengo períodos en los que me meto ahí dentro y hasta que no cierra no salgo. Hay muchos estados de ánimo: demasiado entusiasmo, angustia; me siento en un lugar verde y de repente muchas cosas, sin que me ponga a pensar en ellas, las resuelvo, se me ocurren ideas. Para mí la naturaleza es importante y vivo en un lugar muy urbano, en Caballito, en un piso rodeado de edificios. Lo otro es una novela sobre ese estado cuando estás recuperándote de una separación que fue difícil y de repente sabés que estás por sentirte bien porque te aparece la belleza por cualquier lugar de la vida. Durante mucho tiempo no escribí, y cuando me agarró esa tontera me agarró la escritura. El texto trata sobre el momento de recomposición luego de una separación y del vínculo con una comadreja, que es un bicho áspero, silvestre, agreste, no es una mascota. Este personaje tiene un vínculo aireado, sin mucho título, no podría decir que hace amistad con ese animal, en un momento en que reina este estado extraño. Es bastante arriesgado porque significa meterse en un nuevo lugar, y con sensaciones que son bastante vulnerables; es tan fácil ser tonta cuando una habla de amor o de desamor. Es más fácil escribir de Spegazzini o de la Patagonia que de cosas más pequeñas.