—Alguien me dirá: “Descubriste la pólvora”. Sí, descubrí la pólvora.

El soliloquio proviene del antepenúltimo episodio de esa catedral de 14 horas que es La flor (Mariano Llinás, 2017), para algunos la mejor película argentina de los últimos 30 años. Pero no trata de cine esta columna.

La ventaja de ser un neófito –casi todos lo somos en al menos ocho de las siete artes– es el descubrimiento. Allí donde el experto apenas confirma, el neófito mantiene intacta la posibilidad del asombro. Por eso puede decir, sin enrojecer por la vergüenza de la obviedad: “El teatro es experiencia”. No lo dice para explicar un fenómeno abstracto. Lo dice para explicarse a sí mismo. Lo dice mientras sale del teatro El Galpón, donde ha visto por primera vez –será la única– a Eduardo Pavlovsky actuando una obra de Eduardo Pavlovsky (sin tener aún idea de quién es Eduardo Pavlovsky).

Un neófito puede postular que ese nombre propio es una buena respuesta a la pregunta de qué es el teatro. O al menos “lo que hace Eduardo Pavlovsky” sería una buena respuesta de las muchas respuestas posibles a esa pregunta que un neófito se hace de tanto en tanto y el experto ya no. Eso pensó el neófito mil años después, cuando volvió a encontrarse ante el teatro de Pavlovsky –Potestad (1985)–, esta vez encarnado en Julio Calcagno. Volvió a explicarse a sí mismo, al salir de la sala 2 del Circular, diciendo: “El teatro es experiencia”.

¿Cómo ver, entonces, teatro por internet sin que pierda toda la solidez del endeble edificio del pacto? No se puede. A menos que no se lo vea, sino que se lo escuche. Es decir, que se escuche un monólogo de Pavlovsky. En ese caso, el teatro leído adquiere un sentido mayor que su intención. Puede volverse la forma más pura del teatro cuando ya no se puede pasar por la experiencia del teatro. Un neófito puede hacer afirmaciones de ese tipo.

El 4 de marzo de 2017, el Teatro Cervantes de Buenos Aires organizó Integral Pavlovsky. La lectura de todas las obras del dramaturgo argentino en un único día. Ese día. Fueron 33 textos leídos por 200 actores y actrices en todos los espacios del edificio. Ese sucedáneo de lo imposible –montar todas esas obras, ver todos esos montajes– fue filmado. Algunas de esas filmaciones, sucedáneo de lo que ya era un sucedáneo, se convierten ahora –en tiempos de pandemia– en la expresión más aproximada del original. Lo dicho: intente ver un montaje teatral filmado. El disfrute llevará implícita la inevitable conciencia de que es algo menor de lo que están viendo quienes están en la sala y cuyas sombras se perciben. Pero si ingresa al canal de Youtube del Teatro Cervantes y accede a la lectura de El bocón (1995), la cosa cambia. Apúrese, las obras van rotando. También están El señor Galíndez (1973) y Volumnia (2002), aunque en ellas –más actores, más luz, menos intimidad– no funciona de igual forma. Pero esa media hora de El bocón leído por Rubén Szuchmacher es una manera de descubrir la pólvora: Pavlovsky puede ser el teatro incluso cuando no hay teatro.