Es uno de los días más fríos de enero y la isla de Saint-Louis se va llenando de lentos turistas que buscan ponerse a resguardo en los cafés calefaccionados, cuando eso todavía era algo normal. Llego temprano y hago un poco de tiempo, doy algunas vueltas por esas calles donde vivió Charles Baudelaire y, cuando se acerca la hora, toco timbre.

Al instante me abre la puerta Silvia Baron Supervielle, que nació en Buenos Aires pero, por su historia familiar, reivindica su calidad de uruguaya y me saluda como a un compatriota. Más adelante me contará que cuando Jorge Luis Borges pasaba por París solía pedirle a María Kodama que llamara a “la oriental”. Con él, en efecto, la unen, además del amor por la Banda Oriental, varias traducciones que ella hizo de su obra al francés, y también la familia: los García Arocena, de quienes hablaremos mucho, eran parientes de los Hadeo, relacionados con Borges a través de su abuela materna. Como si esto fuera poco, Baron Supervielle acaba de estrechar aún más sus lazos con el país, porque viene de publicarse una antología bilingüe de la poesía de Ida Vitale seleccionada y traducida por ella y, en menor medida, François Maspero.

Pero antes de contarme todo esto Silvia me dice que quiere mostrarme su escritorio y, sobre todo, la vista de la ventana, que da a la calle Jean du Bellay y recorta una parte del Sena, que está particularmente revuelto. “Miro para ahí y es como ver el Río de la Plata”, me dice, y el color, hoy, no la desmiente. Su estudio está repleto de eso: en las paredes cuelgan dos cuadros de Pedro Figari y muchísimas fotografías de su familia y sus escritores amigos, entre las que alternan los cuadros misteriosos y claros de Geneviève Asse.

Nos sentamos y, ahora sí, me cuenta sobre Ni plus ni moins, la selección de poesía de Vitale que coeditaron la Maison de L’Amérique Latine y la editorial Le Seuil. “El proyecto lo tenía antes François Maspero, editor muy cercano a América Latina que murió antes de terminarlo”, así que cuando le pidieron a ella que lo retomara pensó que lo mejor era conservar su nombre, los poemas que había traducido, y trabajar con el resto, además de escribir una introducción, todas tareas de las que habla con inmenso entusiasmo: “A pesar de tener varias patrias”, dice, “tengo una que cuenta mucho para mí y es el Uruguay”.

En efecto, fue a Montevideo donde llegó, en la segunda mitad del siglo XIX, su bisabuelo Bernardo, que fundó el banco Supervielle. “Cuando mis padres eran muy jóvenes”, me cuenta Silvia, “se inauguró la sucursal argentina del banco y mandaron a mis abuelos y a mis padres a administrarla con unos españoles con los que habían hecho una especie de acuerdo, y así fue cómo la familia de mi abuela llegó a Buenos Aires. En los años siguientes, el banco empezó a prosperar hasta que después de un tiempo periclitó: tenía unas deudas terribles y todo se terminó”. Cuando Silvia tenía dos años, su madre, Raquel García Arocena, murió y entonces, me cuenta, la familia pasó a vivir en la casa de su abuela junto a su padre.

La abuela amaba Francia, y les hablaba a las nietas en su lengua. “Fui marcada por esta fascinación que tenía mi abuela por la tierra de sus antepasados, por la biblioteca llena de libros franceses, y me doy cuenta de que ella y también Julio [el poeta Jules Supervielle, su medio hermano], a pesar de que él estaba en el Uruguay y que su madre era uruguaya, estaban muy marcados por Francia”, admite Silvia.

“Lo interesante”, agrega, “es que esta abertura fue la que creó los primeros poemas en francés. Porque yo escribía como si fuera un refugio, un juego en la soledad, pero, a pesar de que tengo muchos poemas escritos en español (algunos habían sido incluso publicados en La Nación), en ningún momento sentí ni que mi destino fuera ser escritora ni que me iba a dedicar a escribir. Y llegué a Francia porque tuve una facilidad para comprar el pasaje: había venido a París sola, por un mes, en 1961 y, fijate vos, me quedé toda la vida. Al tiempo de llegar tuve que trabajar y caí en L'Île Saint-Louis, donde conocí a algunos amigos que fueron en realidad los que me convencieron de quedarme”.

¿Y cuándo empezaste a escribir en francés?

En esa época yo había dejado de escribir porque no se me ocurría dónde llegaría a publicar textos en español, aunque es cierto que algunos lo hicieron, como [Julio] Cortázar o [Juan José] Saer, que escribieron en español viviendo acá, pero yo no me veía, en parte porque estaba desvinculada y, en realidad, no había tenido una vida de escritora en Argentina, ni tenía amigos. Es decir, era amiga de Silvina Ocampo, [Adolfo] Bioy Casares y de Borges, sí, pero no como escritora sino como lectora.

Pero un día fui a una exposición de una amiga, Geneviève Asse, y tuve un shock con una pintura suya muy blanca, muy clara y con mucho espacio, en la que después el blanco se volvía todo azul. En ese momento nadie la conocía y a mí me fascinó.

Al tiempo me encerré acá y todo empezó en esta mesita, mientras pensaba cómo podía hacer para imitar la pintura, para imitar lo que sentía que subía de esa pintura de Geneviève Asse. Yo quería escribir de esa manera pero no podía, así que, al final, me dije, “si escribo en francés, que no conozco mucho, puede ser que esa dificultad me traiga algo”. Y mientras trataba de imitar una pintura totalmente abstracta, me puse a escribir poemas muy breves en un espacio muy grande, y me dio la impresión de que estaba, sí, acercándome a esa obra de pintura que había visto y, al mismo tiempo, que estaba creando poemas que ni me daba cuenta de que eran en francés: era diferente.

¿Qué quiere decir diferente?

Que era todo inventado: la lengua también. Me servía de las palabras que conocía, pero cómo las ponía era inventado. Por ejemplo, una cosa muy importante para mí era no pasarme del margen del poema y que los versos formaran un dibujo, un signo...

Como si fuera un caligrama.

Algo así, pero yo obedecía a alguien que me estaba dictando que no me pasara del margen. Y ahí pensé que eso era fascinante, porque todo era creado. Me dije “yo no me muevo de acá” y seguí, seguí, seguí, haciendo siempre poemas breves en el vasto espacio.

Cuando terminé hablé con Héctor [Bianciotti, escritor y amigo], que trabajaba en Gallimard, y le llevé una carpeta. Una semana después me dijo que esos poemas habían ido a Les Lettres Nouvelles, que en ese momento dependía de Gallimard. Al tiempo me volvió a llamar y me dijo que los habían aceptado y que iban a publicar todo lo que había mandado. Yo no lo podía creer. Ahí me dije: “Ahora tengo raíces. No me puedo ir”.

Te atraparon.

Sí, me atraparon bien. Y era lógico que me quedara: ya tenía un trabajo en una librería, La Hune, en el boulevard Saint-Germain, tenía amigos, pero lo cierto es que nosotros hicimos una vida muy marginal, sin mucho vínculo con todo lo que podía ser del mundo de Jules Supervielle, que tenía una familia mundana e intelectual, totalmente anclada en Gallimard. Quedaba su poesía... pero yo me quería defender de cualquier influencia, y sentía que él tenía una nostalgia del Uruguay, sobre todo de los paisajes, que podía estar bastante cerca de lo que yo sentía, y por eso un poco a propósito busqué no verlo, aunque fuera mi familia. Y esto lo digo con mucho respeto y admiración, aunque lo cierto es que tampoco su obra me podía influenciar mucho, porque yo buscaba gente como [Samuel] Beckett: ese era mi mundo. Los poemas breves, los signos, la rareza, la singularidad.

De esta manera quedé totalmente al margen, y por eso mis poesías completas se llaman así, Al margen/En marge [Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2013].

¿Por qué decidiste publicar ese libro en edición bilingüe?

Yo escribía en francés y le mandaba los libros a Adriana Hidalgo, que es especialista en poesía, y nos hicimos amigas y en un momento ella me dijo que tenía ganas de publicarme, pero se preguntaba qué haríamos con el idioma, si yo conocía a algún traductor. Le dije que no, aunque había publicado con un editor de Córdoba, Alción [El agua extraña, 2000; Después del paso, 2003], y Diego Vecchio y Vivian Lofiego me habían traducido veinte o treinta poemas cada uno... Por fin le dije a Adriana que yo me animaba a hacer mi propia traducción.

Es difícil cuando tomás la costumbre de un idioma, porque el francés es dulce, transparente, un poco sensual, y el español es muy sonoro, entonces, al traducirme tuve que tener cuidado de que no se volviera demasiado sonoro pero, al mismo tiempo, tenía que transmitirle sonoridad, porque si no el poema en español desaparecía. Así fui haciendo una mezcla entre el francés en el que había sido escrito y un español que también iba inventando suavemente para que se pareciera al francés. Y eso fue una divina experiencia: sentí que me inventaba de nuevo.

También tradujiste a muchos otros.

Cuando vine había traído muchos libros argentinos en la valija: Alejandra Pizarnik, Roberto Juarroz, Borges, Ocampo. Y un día Héctor, que sabía que yo era muy amiga de Silvina, me dice: “Silvia, ¿vos no tenés ganas de traducirla?”. Y creo que fue lo primero que hice: traduje dos libros suyos, uno de poemas que me había dado ella, Poèmes d’amour désespéré, publicado en Corti, y una pieza de teatro publicada en Christian Bourgois, La pluie de feu. Y la experiencia me gustó tanto y me sentí tan acompañada que después fui eligiendo dentro de los libros que yo tenía y fueron viniendo otros: Borges, por supuesto, que era mi ídolo, y luego Macedonio Fernández, y otros como Ángel Bonomini o Arnaldo Calveyra, que fue un gran amigo.

¿Y cómo pasaste a la prosa?

Me decía, “vos no sabés escribir en francés, en realidad escribís poemas cortitos, nada más”, y se me ocurrió que tenía que escribir en prosa para ver si era capaz de hacerlo. Y escribí un libro bastante raro que se llama L’or de l’incertitude [París: Corti, 1990] y eso también me encantó. No me gusta dividir la literatura en poesía y prosa. Tengo un imaginario que no me deja tranquila y que me hace viajar por todos lados, aunque me ha gustado mucho escribir pequeños ensayos como L’alphabet du feu [París: Gallimard, 2007] o Journal d’une saison sans mémoire [París: Gallimard, 2009].

En uno de tus libros de ensayos hablás de “desorientación creativa”...

Creo que cuando uno está desorientado ya no importa mucho la lengua: hasta me atrevería a escribir en inglés o en italiano, o hasta en ruso.

No hay una cosa de la lengua esencial...

No. La gente necesita clasificar, todo debe tener una lógica, y yo siempre estoy atraída por lo que tiene un origen diferente, por lo extraño, lo extranjero. Será que soy del Río de la Plata.