Difícilmente encontremos a alguien que, producto de la pandemia y sus implicancias, pueda afirmar que su situación, cualquiera sea, ha mejorado. Sin embargo, en el mundo mascotas podría aplicarse esa máxima absurda que asevera que “las crisis traen nuevas oportunidades”, o algo así.

Hace unos días diversos portales de noticias daban cuenta de que algunos refugios de Estados Unidos han visto incrementado drásticamente el número de solicitudes para adoptar animales, a causa de la situación que generó el coronavirus. Resulta que en ciudades como Nueva York y Los Ángeles se han incrementado casi en 70% las solicitudes de adopción temporaria de perros y gatos. En sitios como Miami han llegado incluso a festejar una especie de utopía: los caniles que se destinaban a alojar animales abandonados para recuperarlos y buscarles un nuevo hogar están vacíos.

Es lógico pensar que la situación inusual por la que muchos están pasando puede fomentar el interés por adoptar una mascota. La soledad, la pérdida de la rutina, la salud y los problemas –para muchos– nuevos que trae el distanciamiento social pueden ser mitigados gracias a la convivencia con una mascota.

El mero hecho de tener horarios para alimentarlos y sacarlos a pasear nos ayuda a ordenar el día, así como también evitaría que, luego de 50 días dentro de casa, hablemos con plantas y paredes. Y sobre todo, estimula sentimientos como la empatía y el cariño.

La “nueva normalidad” no es exclusiva del hemisferio norte; sin embargo, por estos lares el interés por adoptar no ha tenido cambios significativos. ¿Qué ocurre? En aquellos refugios existen programas de crianza y adopción con políticas que a la hora de efectivizar el cambio de hogar no dependen de requisitos o formularios a veces un tanto extensos y tortuosos. Allí se basan en algo no tan burocrático o protocolar, sino más humano y efectivo: el increíble vínculo que generan las mascotas con las personas.

Con esta premisa, el interesado accede a llevarse bajo su tutela al animal elegido no porque su casa tenga rejas en el balcón o por ser socio de tal o cual veterinaria, sino que necesita la autorización de profesionales veterinarios que evalúan si el comportamiento y las necesidades de determinada mascota son compatibles con la persona que quiere adoptarla. Una vez superado esto, el responsable se registra junto con la mascota y a los 15 o 20 días se realiza una nueva entrevista. Si la convivencia es buena y el cariño generado por ambos existe, ese perro o gato ha dejado atrás los días de refugio. En el caso contrario, simplemente el animal retorna a la espera de otro candidato.

Obviamente que al mismo tiempo que las noticias de los refugios sin huéspedes llegaron algunas objeciones de activistas por el bienestar animal. Según algunos, “adoptar no es algo que se pueda tomar a la ligera porque, cuando la cuarentena termine, la mascota seguirá siendo parte de la familia y tenés que tener intención de quedártela”.

Para tal inquietud, la respuesta es un poco obvia. Si la mascota es parte de mi familia, la intención de quedarme con ella no está en duda, estemos en cuarentena o no. 99,9% de las personas que tienen o han tenido mascotas una vez que conviven con ellas, se las quedan.

Pero el reparo a estas políticas va más allá, ya que “una vez que vuelvas a tu trabajo de ocho horas, tenés que preguntarte si podés seguir cuidando a la mascota”. La mayoría de las personas que conviven con animales trabajan, sin que eso represente una merma en el tiempo destinado a ellos. ¿Y no es mejor que un perro o gato se quede ocho horas solo en una casa a que lo haga las 24 horas en un refugio?

Sería bueno quitarnos la idea de que para cada mascota existe su media naranja. Lo que hay son opciones, que en su enorme mayoría son mejores que la reclusión perpetua. Queda un largo recorrido en materia de políticas de adopción, pero quizá esta pandemia y los efectos mencionados ayuden a parar la oreja, abrir la cancha y probar nuevos caminos.