Todos los films de Sofia Coppola son sobre el enclaustramiento y el privilegio. Sea de forma literal o simbólica, todos sus personajes se encuentran siempre inmersos en un micromundo en el que comienzan a surgir pequeñas deformaciones propias del aislamiento. En Las vírgenes suicidas (1999) el encierro se da por medio de unos padres temerosos que, a raíz de un incidente, prohíben a sus cinco hijas salir al exterior, generando así una dinámica en la que el despertar de la sexualidad se entrecruza con lo tanático. En Lost in Translation (2003), si bien no hay un encierro concreto, la sensación compartida de extrañamiento entre Bill Murray y Scarlett Johansson durante su estadía en Tokio crea una especie de burbuja privada entre ambos. En María Antonieta (2006) todo se da en un Palacio de Versalles convertido en un micromundo de ensueño, mientras el pueblo está a kilómetros afilando las guillotinas. En Somewhere (2010) la relación de padre e hija se da en otro submundo fantasioso que es el del star system, pero el verdadero enclaustramiento parece el del personaje consigo mismo. Y, por su parte, la horrible The Bling Ring (2013) es sobre el universo cerrado de unas chicas de cuna de oro que intentan darles un poco más de ritmo a sus vidas robándoles a otros ricos.

Siguiendo esta línea, El seductor, de Don Siegel, estrenada en 1971 y basada en una novela de Thomas P Cullinan, tenía todo para que Coppola sintiera la tentación de adaptarla, por esa manera de conjugar un poco el fetichismo por los vestidos y el encierro peligroso de María Antonieta con la dinámica de hermanazgo o amistad que se veía en Las vírgenes suicidas.

Lo interesante de este ejercicio sería ver qué cambios de tono o de perspectiva aparecen entre una película dominada por el ímpetu salvaje y descarnado de los 70 y otra más estilizada, autoconsciente y con un cambio de sensibilidad propia de estos tiempos.

A primera vista, la trama es idéntica. En un rincón del estado de Virginia, un sobreviviente herido del ejército unionista es rescatado por una niña que lo conduce al internado de chicas donde vive. En la gigantesca casona en la que comparten su cotidianidad y formación varias mujeres, sin presencia masculina, la llegada del soldado (que en la original es Clint Eastwood y en la de Coppola es Colin Farrell, es decir, hombres bastante bien parecidos) causa cierto revuelo, detalle que no pasa desapercibido para él ni para nosotros. El seductor se conforma así como una especie de dinámica de gato y ratón que pone en juego no sólo la avidez del hospedado, sino también la competencia y los deseos inconfesados de varias de las que viven en el internado.

Coppola no le quita ni agrega nada a esta fórmula, pero lo que cambia es el nivel de sutileza con que se expone esta dinámica de poder. En la de Siegel, el yanqui interpretado por Eastwood es un tipo mucho más maquiavélico; hasta cierto cierto punto encarna esa noción citadina y tramposa del yanqui que siempre vivió en el imaginario sureño. En la película de Coppola, en cambio, el soldado es mucho más un tipo con espíritu de supervivencia y cierta flaqueza ante las tentaciones que una mente maquinadora. Quizás el punto de quiebre entre estas dos versiones del personaje se da en los primeros minutos de aparición, con el cabo McBurney de Eastwood dándole un beso a la niña en la primera escena y el de Farrell con un rol mucho más amigable y desexualizado hacia ella en el transcurso del film.

Se podría adjudicar simplemente cierto cambio de estilos visuales y narrativos entre dos décadas bien diferentes, pero la adaptación de Coppola parece buscar, mediante una mayor sutileza, sacar del centro de la cuestión al cabo McBurney, concentrándose mucho más en la dinámica psicológica entre las chicas del internado. Por medio de este camino se trataría, de alguna manera, de remover el lugar de la mirada masculina para habilitar una mucho más centrada en la femenina.

Este procedimiento dista de ser tan sencillo en medios y resultados, porque al mismo tiempo que la nueva versión lima un poco los estallidos y asperezas entre las mujeres (la original, de forma un poco lateral, daba rienda suelta a la fantasía o mito masculino del único hombre disputado por todas las mujeres de una isla, y el pequeño límite en que este sueño podía convertirse en una pesadilla castratoria), les absorbe la fuerza y el poder de agencia que tenían en la original. Parece que se quitara una cosa a expensas de otra: tenés un mundo armado desde una óptica distinta, pero en el trayecto tus personajes pierden el poder que se forjaba como otro núcleo que las volvía más memorables y poderosas.

El principal problema de El seductor es que sin los conflictos que antes mostraba, sus personajes quedan difuminados en una masa medio informe, y detrás de esas bellísimas brumas y escenarios de ensueño, lo que queda es un producto bastante anémico y olvidable. Desde María Antonieta, Sofía Coppola parecería haber trasladado sus retratos de enclaustramiento y privilegio a una suerte de dinámica de casa de muñecas en la que sus personajes fueron perdiendo cada vez más su vitalidad, como si un hechizo, película a película, convirtiese la piel en una suave y fría porcelana.

El seductor. Dirigida por Sofia Coppola. 2017. Netflix.