Estos tiempos de pandemia y tapabocas dejan al descubierto vacíos institucionales y formas de entender y atender a la vejez en el país.

Uruguay es un país de población envejecida. La edad promedio de la población es de 34,8 años. Según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE, 2011) en esa fecha en el país vivían 484.407 personas mayores de 64 años, lo que representa 14% de la población total. El índice de envejecimiento ha tenido una tendencia de crecimiento sostenida, pasando de 50,86% en 1996 a 69,64% en 2017.

Somos una sociedad envejecida. Lo dice la demografía y lo repite la prensa, pero ¿cómo pensamos nuestras vejeces? Puede parecer paradójico plantear que asistimos a un fenómeno nuevo cuando hablamos del envejecimiento humano, ya que viejos hubo siempre. Lo diferente no es sólo un punto de vista, sino una mirada distinta, que si bien está relacionada con el aumento de la longevidad humana, se trata del nuevo rol de la vejez en la sociedad.

El 26 de abril, Uruguay se despertó con una novedad: hay viejos y viejas que viven en establecimientos de larga estadía, casas de salud, residenciales, hogares de ancianos en condiciones deplorables. Periodistas, gobernantes, juristas y abogados se enteraron –otra vez– de la existencia de un mercado del cuidado de la vejez dependiente y, como mercado, regido por la idea del lucro.

El 26 de abril a la población uruguaya se le anunció que existen formas mercantiles del cuidado que se escapan de la órbita del paradigma de los derechos, y que “alguien debió denunciar antes”.1 Dos residenciales para personas mayores registraron casos de covid-19; hay dos muertos, noticia de alto impacto, entrevistas en todos los canales televisivos, comentarios generales: abandono, lucro, vulnerabilidad, salud. Todas categorías que deben analizarse para comprender el fenómeno.

La vejez en términos culturales es una etapa desacreditada. La propia constatación de una población envejecida se parcializa y reduce a noticia sabida y poco pertinente, salvo razones de fuerza mayor: cuando irrumpe como problema económico, médico o a partir de la catástrofe. Se habla de la vejez toda vez que emerge como un problema, o cuando se formaliza en términos de entretenimiento: el día de los abuelos. Pocas veces se tematiza en términos de población, de política pública o de análisis teórico.

La puesta en noticia de la vejez institucionalizada en medio de la crisis provocada por la pandemia del coronavirus no es una excepción. Aparece envuelta en el escándalo que produce una situación ya conocida y, en tanto conocida, olvidada.

Los cuidados para las personas viejas cuando presentan dependencia no es un tema que esté en la agenda de ningún gobierno. La era progresista dio algunos pasos en materia de reconocimiento de derechos, dato no menor, pero fue insuficiente en la provisión de institucionalidad y materialidad de las políticas. Para el actual gobierno es menos aún el interés: dentro de la ley de urgente consideración (LUC) se degrada al Instituto de las Personas Mayores (Inmayores) a dirección, con lo que se le quita el carácter de organismo rector, y se lo vacía de programas.2

Las personas viejas institucionalizadas son alrededor de 15.500. No hay datos exactos, pero representan aproximadamente 2,6%3 del total de personas mayores según datos del último censo. Tampoco hay información precisa de la cantidad de residenciales o casas de salud en el país; los datos que maneja la División de Regulación, aportados por el actual ministro de Desarrollo Social, es que habría 1.191 establecimientos con diferentes criterios de formalidad.

Hablar de la vejez institucionalizada es ponerla en acto. Problematizar la institucionalización como forma de cuidado es poner en juego los procesos de inclusión-exclusión que las sociedades adoptan. Nombrar a la vejez institucionalizada es también preguntarse qué entendemos por cuidados y cuáles han sido los mecanismos que habilitaron a recluir a algunos sujetos a los que se ha etiquetado como dependientes por una condición estigmatizada: el loco, el débil, el enfermo, el “viejito”. No se trata de cualquier persona que está viviendo en un establecimiento, sino de aquel al que no se le otorga la calidad de ciudadano, esto es, se le quita la posibilidad de agencia a partir de una idea de dependencia que es sinónimo de invalidez y que es el discurso imperante sobre la producción de lo público en torno a los cuidados.

El 14 de mayo, el ministro Pablo Bartol anunció a Inmayores que no se va a renovar el convenio con la organización que desde 2015 brinda el servicio de atención a situaciones de violencia y maltrato hacia las personas mayores. Sólo hubo sorpresa entre los técnicos, manifestaciones de solidaridad de colectivos; ni una sola noticia, ni una sola pregunta, ni apenas un esbozo de preocupación en los medios ni en las autoridades. Nadie sale a vociferar, porque es a la interna, es silencioso el vaciamiento, no se nota. No se enteran, no importa.

En el marco de la pandemia, entre visillos, silenciosamente, se vacía un lugar de protección de derechos. La excusa del achique del Estado sin empobrecer las políticas sociales muestra otra vez su falacia.

Cada año se reciben en ese servicio más de 200 situaciones de viejas y viejos que sufren en sus cuerpos y sus vidas violencias varias, desde el grito y el insulto hasta el abandono y el golpe, cuando no la muerte. Viejas y viejos que no tienen a quién recurrir y que por medio de este servicio de Inmayores eran atendidos y acompañados por dos equipos compuestos por trabajadora social, abogada y psicóloga, con el apoyo de un profesional de la salud, y que ahora van a quedar sin respuestas.

Cada vida importa, y cada dolor, cada sufrimiento psíquico, cada angustia. Hay cientos de viejas y viejos que pudieron recuperar algunos derechos; hay cientos de viejos y viejas que pudieron reclamar ante la Justicia; hay viejas y viejos que hoy no están institucionalizados “a la fuerza” porque se defendieron sus derechos; hay personas que estaban un poco menos desamparadas porque había un servicio calificado, gratuito, de responsabilidad estatal.

En el marco de la pandemia, entre visillos, silenciosamente, se vacía un lugar de protección de derechos. La excusa del achique del Estado sin empobrecer las políticas sociales muestra otra vez su falacia.

El ministro Bartol dijo públicamente en el programa En la mira que iba a seguir haciendo convenios con las organizaciones no gubernamentales (ONG) que estuvieran bien evaluadas. El 13 de mayo le confirmó oficialmente a la ONG que gestiona el servicio que este se prorrogaba. El 14 de mayo le confirmó, también oficialmente, que no. Esto no sólo tiene costos en términos de derechos laborales para las trabajadoras y habla de cómo se valora el trabajo, sino que –lo que es más grave– se anuncia el fin del único servicio de atención a las personas mayores.

La constitución de la temática de la vejez como tema de interés público se consolida en la formulación de políticas. Para atenderla es necesaria la regulación institucional, la asignación de recursos y, sobre todo, una mirada que ubique a los beneficiarios de esas políticas como sujetos de derecho. Las políticas reflejan intenciones y discursos, dan cuenta de determinado interés por ciertos temas y se materializan en institucionalidad. Esto último es lo que está en cuestión.

Las organizaciones de viejas y viejos están dando batalla. ¿Qué hacemos nosotres?

Sandra Sande Muletaber es doctora en Ciencias Sociales, opción Trabajo Social. Magíster en Psicogerontología. Docente del Departamento de Trabajo Social de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República.


  1. Comentario de Aureliano Nano Folle, en el programa La tarde en casa, 27/04, Canal 10. 

  2. A la fecha ya no funciona el área de investigaciones, y los artículos 410 y 411 de la LUC hablan indistintamente de Instituto y Dirección, y vacían de contenido los servicios. 

  3. Un porcentaje similar al que arrojan diferentes estudios a nivel mundial.