Este artículo se propone realizar una breve reflexión sobre la necesidad de incluir el aporte de las ciencias sociales en el proceso de gestión de este nuevo riesgo que enfrenta la humanidad, la pandemia de coronavirus. Esta pandemia ha generado diferentes políticas a nivel de estados, gobiernos y autoridades sanitarias, por lo que realizar una reflexión global sobre estas parece muy arriesgado. El alcance de estas reflexiones se limitará, por tanto, a los procesos de gestión del riesgo desarrollados en nuestro país desde el 13 de marzo, cuando se anunciaron los primeros casos de contagio del virus.

Un primer aspecto a considerar es que la política implementada por el gobierno se inscribe en lo que podríamos denominar como modelo de gestión del riesgo, que se puede contraponer al tradicional modelo securitario de implementación de medidas de seguridad. El modelo securitario asume de manera mecánica que la suma de medidas de seguridad y el desarrollo de normativas específicas permite eliminar los riesgos en cualquier área de actividad. El modelo de gestión del riego, en cambio, resalta la irreductibilidad de los riesgos, la imposibilidad de llegar a un nivel de riesgo cero, la idea de que determinadas medidas de seguridad en un registro pueden generar riesgos en otros registros, y la conclusión de que cualquier política en este sentido debe asumir la idea de que se deben alcanzar niveles de riesgo aceptables más que suprimir el riesgo de manera definitiva.

En el caso concreto de las políticas desarrolladas por las autoridades para combatir la pandemia en Uruguay, estos conceptos abstractos se han concretado en diferentes aspectos. En primer lugar, se ha asumido que no existe el “día después”, es decir, que va a ser necesario convivir con el riesgo durante un largo período de tiempo. Esta perspectiva abre la idea de que no se va a llegar a un riesgo cero sino a niveles aceptables de riesgo. Por otra parte, se ha intentado articular, con mayor o menor nivel de éxito, las políticas vinculadas al riesgo de la pandemia con riesgos en otros registros, básicamente los derivados del desempleo, de la recesión y de la desactivación económica.

Uno de los puntos centrales que establecen los modelos de gestión del riesgo más modernos es que hablar de niveles aceptables de riesgo implica asumir que la racionalidad técnica y científica encuentra sus límites en la necesidad de involucrar a las poblaciones afectadas en la gestión de los riesgos. Este involucramiento implica necesariamente un proceso de negociación, muchas veces tácito, en relación a cuáles son los umbrales de aceptación de estos riesgos, es decir, si no podemos llegar a un riesgo cero, definamos qué niveles de riesgo podemos aceptar. En este sentido, la definición de niveles aceptables de riesgo incluye componentes técnicos pero también sociales y culturales. Es imposible entender estos procesos si no comprendemos cómo los diferentes sectores de la sociedad perciben y evalúan los riesgos. Esta evaluación implica que los riesgos están en competencia: el riesgo de contagiarse compite con el riesgo de quedarse sin empleo o de perder mercados o clientes. Los individuos y los colectivos establecen de manera implícita un proceso de selección de riesgos que orientará sus prácticas cotidianas. En la medida en que estas percepciones y valoraciones pueden ser diferentes en los distintos grupos, estamentos profesionales o niveles jerárquicos del sistema social, la selección de riesgos conlleva necesariamente una negociación, explícita o implícita, formal o informal, para definir cuáles son los niveles aceptables de riesgo en el sistema en cuestión. La definición del riesgo aceptable cristaliza el resultado de estos conflictos, estableciendo un compromiso más o menos estable entre los afectados por los riesgos y los decisores, que se constituye en un marco de orientación del comportamiento de los actores en los sistemas sociales. En este campo, el papel de las ciencias sociales es vital para comprender la relación entre las evaluaciones de los riesgos y los marcos culturales, sociales y económicos en los que las poblaciones desarrollan sus actividades.

Lo mismo ocurre con las normas de control respecto de la utilización de espacios públicos. Los problemas de control social deben ser considerados, en estos contextos de pandemia, como problemas vinculados a la gestión del riesgo. No se trata de garantizar la seguridad absoluta, sino de elevar los niveles de seguridad buscando compromisos entre objetivos contradictorios, determinando los niveles de aceptabilidad del riesgo y gestando, en un universo incierto, equilibrios inestables entre los involucrados en la situación. El tema de la aceptabilidad pone como actor relevante a las poblaciones involucradas como “socios obligados” de la gestión de los riesgos, en la medida en que se reconoce que los expertos y decisores no son capaces por sí solos de afrontar la complejidad de las situaciones.

El concepto de nueva normalidad puede estimular las posibilidades de esconder decisiones políticas en el marco de racionalidades técnicas.

Otro aspecto que requiere el aporte de las ciencias sociales se vincula con un tema que es conocido en las prácticas de seguridad laboral y que pueden ser extendidas a las políticas de gestión del riesgo a nivel de amplias poblaciones. La investigación empírica ha mostrado que muchas normas de seguridad implementadas por los técnicos y prevencionistas de seguridad no se cumplen, no porque los individuos tengan una tendencia al desvío, sino porque chocan con las normas técnicas y con las exigencias de producción. Si trasladamos esta situación al campo de la gestión del riesgo de la pandemia, la eficacia de las normas sanitarias de prevención de contagio va a tener altos niveles de acatamiento en la medida en que estas no choquen con prácticas cotidianas fuertemente articuladas con el contexto material y objetivo en el que viven las poblaciones. Las normas de prevención, que tienen un fuerte componente de homogeneidad, pueden chocar con la heterogeneidad de situaciones de las poblaciones hacia las cuales van dirigidas. Las normas de comportamiento cotidiano no son las mismas en los sectores medios que en los de bajos ingresos, o en zonas urbanas o rurales, etcétera. El aporte de las ciencias sociales en el conocimiento de estas realidades permite analizar la posibilidad de adaptar normas de prevención según contextos específicos. Como ejemplo de estas ideas, las posibilidades de reducir las compras en almacenes y realizar stock de alimentos varían muchos según los diferentes sectores sociales. Lo mismo podemos plantear, a título de ejemplo, con respecto a las normas de distanciamiento en contextos de hacinamiento.

Para lograr que estos procesos de gestión colectiva sean eficientes es crucial establecer altos niveles de confianza entre los decisores de políticas públicas y las poblaciones afectadas. Esta confianza es necesariamente abstracta, porque se deposita en instituciones (en este caso de salud) que reúnen un conocimiento experto al que no acceden los profanos, es decir, la mayoría de la población. Por estos motivos, la construcción de confianza debe tener la capacidad de articular dos tipos de saberes: el técnico (conocimiento médico, autoridades sanitarias) y el profano (conocimiento del mundo de vida de los involucrados). Esta articulación solo se puede lograr si se establece, a diferentes niveles (zonales, regionales, societales), amplios canales de comunicación entre ambas esferas. Un espacio particularmente privilegiado para lograr esta articulación son los niveles de atención primaria fuertemente desarrollados en los últimos años, que reúnen los conocimientos técnicos y los conocimientos del mundo de vida de las poblaciones que acceden a ellos. También lo pueden ser los espacios de participación ciudadana local, que, más allá de las restricciones de contacto, pueden establecer espacios de intercambio entre las políticas públicas y la realidad local de los grupos afectados. En estos espacios, el aporte de las ciencias sociales puede ser útil para establecer tanto el nivel de conocimiento como las herramientas de comunicación adecuadas. Por otra parte, el desarrollo de la comunicación a todos los niveles (no sólo las cadenas de televisión) es otro factor que alienta el desarrollo de formas de confianza abstracta, lo que abre un aporte importante para las disciplinas que se especializan en esta temática.

El último aspecto que quiero señalar tiene que ver con el concepto de nueva normalidad, manejado por las autoridades sanitarias y políticas. Este concepto, en principio, parece contradictorio con la política de gestión del riesgo. En este marco, el riesgo es considerado un evento indeterminado, contingente y variable, en tanto el concepto de normalidad se asocia a rutinas y prácticas que se vuelven estables y recurrentes en las sociedades. El problema de esta contradicción es la posibilidad de que muchas decisiones que se tomaron en contextos de pandemia y que se asumen como contingentes pasen a formar parte de la vida cotidiana estable de las sociedades. Por ejemplo, ¿la nueva normalidad implica que el teletrabajo se va a volver una práctica permanente del mundo de trabajo?, ¿la utilización del seguro de desempleo va a formar parte de las estrategias empresariales debido a las restricciones económicas?, ¿el distanciamiento social va a regir las interacciones cotidianas de forma permanente, privilegiando la individualización de las biografías?, ¿las tecnologías informáticas van a tener un espacio ordenador de las comunicaciones? Estas dudas se plantean en un plano societal más amplio que el sanitario y se refieren a temas que trascienden esta pandemia pero cuyo origen puede ser justificado en ella. Un autor clásico de los tiempos modernos, Ulrich Beck, plantea que los conflictos centrales de la modernidad no son los de distribución del ingreso sino los de distribución de los riesgos. Esta idea abre la discusión, en el campo de las ciencias sociales y de la sociedad en general, de cuáles van a ser los sectores que paguen los costos de estos riesgos y qué poder de decisión tienen los diferentes grupos sociales respecto de estos. Ser decisor o afectado pasa a ser uno de los ejes de lucha y de poder en los contextos emergentes de los últimos tiempos. Siguiendo a Beck, las políticas sanitarias se pueden transformar en subpolíticas, es decir, en decisiones tomadas en ámbitos técnicos y profesionales que afecten fuertemente la vida de las poblaciones pero que por su carácter científico no pasan por la discusión de los espacios de representación política clásicos, como el Parlamento y los órganos de deliberación ciudadana. El concepto de nueva normalidad puede estimular las posibilidades de esconder decisiones políticas en el marco de racionalidades técnicas. Las ciencias sociales tienen un rol relevante en el estudio de las consecuencias que las políticas sanitarias tendrán en el comportamiento futuro de las sociedades y en el debate de los alcances que tienen y tendrán los actuales y futuros riesgos en nuestras sociedades.

Francisco Pucci es profesor titular del Departamento de Sociología de la Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República.