Desde hace al menos un cuarto de siglo los problemas vinculados con la inseguridad ameritan ser tratados bajo el rótulo de la urgencia. En tal sentido, vale recordar que la segunda administración de Julio María Sanguinetti, iniciada en marzo de 1995, envió al Parlamento una ambiciosa ley compuesta por 40 artículos para enfrentar lo que se entendía como una profunda crisis de la seguridad pública. Sin apelar al recurso constitucional de la urgente consideración, obtuvo su aprobación mediante una sólida mayoría de legisladores oficialistas y opositores, que le dieron incluso la unanimidad a una parte sustantiva del texto votado. La llamada Ley de Seguridad Ciudadana (16.707) logró un amplio consenso, expresado en un trámite que insumió apenas los 92 días que separan su ingreso en Diputados, el 4 de abril, de su aprobación, el 6 de julio de 1995, por la Cámara de Senadores.

El recuerdo de la reforma de 1995 resulta útil en varios planos. En primer lugar, puede cuestionar la demanda formulada por el ministro del Interior, quien exigió el tratamiento de la LUC a efectos de contar rápidamente con las herramientas apropiadas para enfrentar la crisis sanitaria. En tal sentido, el trámite seguido por la antedicha norma puede ilustrar un camino que resultaba igualmente posible: desglosar los 120 artículos que correspondían a su cartera y que fueron aprobados inmediatamente por la robusta mayoría parlamentaria existente; evitando así dos males, el desgaste de recurrir a una cuestionada figura jurídica, y la consecuente dilatoria debido a los plazos constitucionales que establece el artículo 168. Claro está que esta opción tenía varios riesgos, y posiblemente uno de ellos fuera que tal desglose implicaría divorciar la parte más “popular” de la LUC de otras que no lo son tanto.

A su vez, el tiempo transcurrido permite apreciar el abismo que ha mediado entre las expectativas depositadas en esa legislación, basada en la profundización de la respuesta punitiva, respecto de sus efectivos logros en términos de reducción de la violencia. El intento de enfrentar las complejidades de una criminalidad creciente y la extensión del sentimiento de inseguridad mediante el recurso de una profusa legislación penal que insistía en crear nuevos delitos y extender las penas para los ya existentes resultó un estrepitoso fracaso. Fugaces desengaños que, lejos de desanimar la superficial definición de problemas e ingenuas expectativas, a lo largo de estos años fue sumando en todo el espectro político fieles creyentes de las bondades del manodurismo penal.

Sin ánimo de escribir en este acotado espacio la triste historia de las buenas intenciones legislativas que sistemáticamente fracasan, debemos sí señalar el impacto que han tenido estas modificaciones (y sus malogradas promesas) en un imaginario colectivo que ante cada nueva frustración logra convencerse de que se está en el promisorio camino de las efectivas soluciones. A la fecha es posible sostener que se ha consolidado firmemente una idea: hacer “algo” contra la inseguridad no significa otra cosa que ignorar todos los diagnósticos académicos y la evidencia de programas exitosos de intervención acumulados a nivel local y universal; rechazar cualquier intento de profundizar en la complejidad de los fenómenos involucrados en la violencia delictiva y las circunstancias de vida que rodean a sus protagonistas; denunciar como cómplices de los delincuentes a quienes interponen objeciones ante la evidente inutilidad de la inflación punitiva; y alertar sobre las turbias intenciones de aquellos que señalan los riesgos para la legitimidad del Estado de derecho que representa vulnerar garantías procesales. La mayor parte del contenido de la LUC representa la cruda expresión de estos prejuicios y no augura un resultado diferente respecto de sus precedentes normativos, aunque es altamente probable que por la magnitud de las reformas que se proponen se profundicen las consecuencias negativas en diversos planos.

A pesar del constante incremento de la población carcelaria que coloca al país entre aquellos que mayores tasas de presos poseen, en el discurso hegemónico se multiplican las menciones a una legislación excesivamente benévola, las críticas a una Justicia que no castiga lo suficiente o a los excesivos beneficios de los que gozarían las personas al momento de cumplir las penas. No puede llamar la atención, entonces, que la LUC proponga la eliminación de un conjunto de supuestos “beneficios” para los infractores; tanto de aquellos que puedan surgir en la etapa procesal por la vía de eliminar o restringir la posibilidad de recurrir a procesos abreviados o a la suspensión condicional del proceso, por ejemplo, como a la hora de ejecutoriar la pena privativa de libertad (limitando las salidas transitorias y la redención de la pena por trabajo y estudio, arts. 83 y 85).

En particular, el artículo 80 se hace eco de la agobiante demanda popular acerca de que los presos deben “trabajar para sustentarse”, sin considerar la imposibilidad de cumplir con esa “obligatoriedad” cuando ni siquiera existen suficientes oportunidades laborales reales para contemplar el “derecho” (no ya la “obligación”) que tienen aquellos privados de libertad que expresan su voluntad de realizar actividades laborales. Algo de este reconocimiento de la impotencia puede interpretarse en la creación de la figura del “adulto joven”, entre 18 y 23 años, quienes “tendrán prioridad” en la asignación de actividades educativas y en el desempeño de algún oficio (art. 82), en lo que podría asumirse como la admisión escrita de la imposibilidad de consagrar estos derechos para la generalidad de las personas encarceladas.

El supuesto funcionamiento deficiente de las instituciones, y en particular de la administración de justicia, no supone solo un estímulo para que cada día más personas se sumen con entusiasmo al camino del delito. Implicaría, además, un profundo desestímulo para las fuerzas de seguridad que ven así justificado el magro resultado de esclarecer menos de 5% de los delitos contra la propiedad y la mitad de los homicidios. Ninguna autocrítica que permita ubicar problemas de gestión o “vicios” institucionales es admitida para este pobre desempeño de la fuerza pública, y en consecuencia nada se propone en la LUC para mejorar en ese aspecto (por ejemplo, en términos de evaluación de calidad de la gestión o de fortalecimiento del contralor de la actuación que realiza la División Asuntos Internos). Jerarcas y retirados policiales –entre otros– han proclamado con insistencia la metáfora de las “manos atadas” y de una generalizada “falta de autoridad” como las inequívocas y exclusivas razones del insatisfactorio desempeño. Premisas asumidas sin mayores cuestionamientos por la opinión pública y que naturalmente encuentran su expresión en la LUC, cuya exposición de motivos para este apartado señala que pretende “dotar a la autoridad competente de las herramientas necesarias para el cumplimiento de su función”.

Con el anunciado propósito de recuperar la “autoridad y el orden”, entre otras iniciativas se propone castigar la resistencia al arresto (art. 4) y se establece la delicada fórmula de sancionar a quienes incurran en algo tan difuso y sujeto a la discrecionalidad como el “menosprecio”, “agravio” o “menoscabo” de la autoridad, extremo que sería evaluado por la sensibilidad del funcionario policial actuante (art. 11).

Varios artículos modifican la Ley de Procedimiento Policial con el objetivo de dar una respuesta a las supuestas limitaciones que los funcionarios policiales encuentran al momento de enfrentar el delito. Entre otros, son destacables los artículos 45 al 48, que amplían y flexibilizan las circunstancias y condiciones para el uso de la fuerza y el empleo de armas de fuego. El artículo 49 parece el complemento inevitable de la discrecionalidad que los anteriores adjudican, estableciendo explícitamente la “presunción de inocencia” del personal policial; un agregado que luce como innecesario si se atiende que el pasado año fueron abatidos 32 delincuentes y en ningún caso resultó formalizado un funcionario policial por tales hechos. En este plano, una mención aparte merece el “derecho al porte de armas del personal policial retirado”. La nueva redacción dada al artículo 64 cubre una ausencia que fuera criticada en la primera versión de la ley, al establecer la obligación que el personal retirado no posea antecedentes penales y se le realicen periódicas pruebas de evaluación de su idoneidad. En definitiva, los exceptúa de tramitar la Causal de Otorgamiento que exige la regulación vigente (THATA) al resto de los ciudadanos que pretendan portar un arma de fuego. No parecería ser gran cosa la incorporación de este artículo, si no fuera por la eventual complementariedad con el siguiente, que establece el “derecho de reprimir delitos flagrantes por el personal policial en situación de retiro”; al tiempo que “las consecuencias de tal intervención deberán ser consideradas, a todos los efectos, como acto directo del servicio” (art. 65). No puede escapar a ningún analista de la realidad del continente que dicha extensión de un “derecho” puede derivar en una invitación a conformar organizaciones de seguridad especializadas, por fuera tanto de las regulaciones del personal policial activo como de las empresas privadas de seguridad registradas; contando con todas las ventajas de la ausencia de controles que supone la “informalidad”, pero sumando los beneficios que las eventuales consecuencias de tales actividades puedan ser consideradas “actos de servicio”. En tal sentido, es posible que la inclusión a último momento del artículo 115, que extiende el porte de armas también a militares, pueda interpretarse como el requisito necesario ante una posible disputa por un lucrativo campo laboral a futuro.

La evidencia disponible permite augurar que el voluminoso entramado de normas que se derogan, se sustituyen y se crean no contempla prácticamente ninguno de los factores reales que alimentan la violencia delictiva.

Un llamativo y singular capítulo lo representan las iniciativas que se proponen en el área de adolescentes en conflicto con la ley, que finalmente parecen conceder a los impulsores de la baja de la edad de imputabilidad penal el consuelo de una tardía victoria moral sobre el tema. Ninguna de las seis propuestas incluidas en el capítulo correspondiente esbozan siquiera algo propositivo para mejorar las condiciones de reclusión o incrementar el impacto de las medidas “socioeducativas” y/o la gestión del Instituto Nacional de Inclusión Social Adolescente (INISA). Por el contrario, todas ellas reflejan el ánimo de profundizar en grado extremo el contenido punitivo del sistema penal adolescente, en esta ocasión sin la excusa de enfrentar una “sangrienta ola delictiva de menores”, desde que la participación de estos en delitos graves viene presentando un pronunciado descenso en los dos últimos años: en el primer semestre de 2019 se constató la participación en 4% de los homicidios y en todo el año 2018 fueron encausados por la Justicia penal adolescente 12 menores por homicidios y 108 por rapiñas.

De aprobarse la redacción dada al artículo 75, los adolescentes verían duplicarse el tiempo de privación de libertad máximo, que pasaría de ser de cinco a diez años; el artículo 76 reafirma no sólo la vigencia de una norma considerada por calificados expertos y organismos internacionales como inconstitucional (el art. 116 bis aprobado en 2013 por la Ley 19.055) al exigir la aplicación de la privación de libertad como medida cautelar, sino que también duplica la pena mínima que deben imputar los jueces ante la comisión de determinados delitos, pasando de uno a dos años.

Al igual que para los adultos, se restringen las posibilidades de acceder a beneficios que mitiguen la privación de libertad y amplifiquen las posibilidades de inserción social, excluyendo el régimen de semilibertad para un conjunto de delitos que incluye la rapiña simple, que constituye la causal de ingreso de más de la mitad de la población adolescente internada. Tal propuesta no sólo resulta muy cuestionable al desatender la legislación y los acuerdos internacionales signados por el país que obligan a privilegiar el contenido socioeducativo de la medida judicial por encima de la mera sanción penal; sino que la actual redacción del artículo 74 insiste en transitar en un régimen discriminatorio hacia los adolescentes, en tanto para ellos no se prevé la posibilidad del régimen de “libertad a prueba” (art. 32). Algo similar podría decirse de la creación del “adulto joven” (art. 82), una figura que alcanzaría a los privados de libertad mayores de edad que resultarían “privilegiados” para realizar actividades educativas o laborales, pero no serían contemplados si cumplieran la privación de libertad como adolescentes. De aprobarse esta legislación, llegará incluso el momento en que pueda presentarse una cruel ironía: en el propio INISA cumplirían “medidas socioeducativas” individuos con 26 o 27 años que la propia legislación que regula la privación de libertad ya no consideraría siquiera dentro de la categoría de “adulto joven”.

En defensa de la LUC se ha manifestado que sus críticos exhiben fuertes “prejuicios ideológicos” que los llevan a rechazar lo que serían disposiciones absolutamente naturales y desideologizadas, principios básicos emergentes del más extendido y simple sentido común que deberían compartir todas las personas honestas que no tienen nada que ocultar ni se oponen a la cruzada iniciada para restablecer el orden y el respeto a la ley.

Más allá del juego político que habilita a apropiarse de frases hechas, y corriendo el riesgo de ser incluido dentro de los que desarrollan esa particular patología, estimo que sería adecuado que se explicitaran con datos contundentes y con sólidos argumentos las razones que llevan a modificar sustancialmente un conjunto de códigos y leyes de suma relevancia. En este sentido, podríamos interrogarnos acerca de cuál sería el dato de la realidad que justifica un incremento radical de las penas administradas a menores, por ejemplo. Contradiciendo, además, las indicaciones de un organismo de la Organización de las Naciones Unidas especializado en estos temas, como UNICEF, y eludiendo las obligaciones de no regresividad, contraídas en los convenios firmados por el Estado.

No se debería tampoco apelar a desacreditar al interpelante, cuando con fundamento se plantea la preocupación ante algunos cambios procesales; sino que se deben difundir las razones que ameritan –por ejemplo– derogar el artículo 56 del Código de Proceso Penal que enuncia los “derechos de la persona sujeta a control de identidad”, entre los cuales se contempla que el funcionario policial actuante le informe verbalmente a la persona conducida del derecho a comunicarse con un familiar sobre el traslado y permanencia a una repartición policial (art. 20). O la necesidad operativa que lleva a que la indagación de “hechos con apariencia delictiva” sean informados por la autoridad administrativa en un lapso de hasta cuatro horas (art. 19) en lugar de realizar la comunicación inmediata al Ministerio Público como ocurre actualmente. Todas estas son interrogantes legítimas y válidas, no el producto de la alienación ideológica o el dogmatismo político.

En definitiva, los 120 artículos contenidos en la LUC resultan la síntesis legal y operativa de una particular concepción del delito y sus causas, una construcción social y política que inevitablemente expresa una ideología bien definida al proponer cómo enfrentar los problemas. Ante ella, algunos actores tendrán la obligación de argumentar válidas apreciaciones de índole política, basadas también en la ideología. Y en lo que corresponde al mundo académico, no se puede eludir la obligación de advertir que la evidencia disponible permite augurar que el voluminoso entramado de normas que se derogan, se sustituyen y se crean no contempla prácticamente ninguno de los factores reales que alimentan la violencia delictiva, sino que, por el contrario, representan un serio riesgo de profundizar dificultades en diversos planos y hacen más pronunciados los actuales problemas de convivencia ciudadana.

Por último, y mirándolo en perspectiva, el panorama resulta profundamente desalentador: 25 años después, la denostada Ley de Seguridad Ciudadana parece convertirse en una pieza jurídica que admite ser mirada con cierta nostalgia y como expresión de la voluntad de lograr acuerdos extrapartidarios en torno a iniciativas legales razonables, tramitadas, además, en un democrático y participativo clima de tolerancia. Si compartimos esta impresión, debemos asumir que los tiempos que transitamos definitivamente han cambiado, y que algo marcha decididamente mal.

Luis Eduardo Morás es doctor en Sociología y director del Instituto de Sociología Jurídica de la Facultad de Derecho de la Universidad de la República.