En la famosa escena de la violación, en la película Último tango en París (Bernardo Bertolucci, 1972), se sintetiza una temática clásica: la ruptura de los cuerpos como forma de apagar las heridas ardientes del espíritu. Cuando el personaje interpretado por Marlon Brando ejerce la violencia sexual sobre la joven que interpreta María Schneider, la agresión apacigua los fantasmas que atormentan al personaje del viudo.

La herida amorosa dejada por la muerte de la esposa del personaje masculino le da un sinsentido al sexo a tal punto que llega a lo atroz en un ir más allá de los cuerpos. Destroza a la joven a la vez que su propia corporalidad entra en el vacío conceptual que, venganza mediante, devendrá en su muerte. Se produce una ecuación en la que la brutalidad del físico es necesaria para la calma de los sentimientos. Entonces, el sexo se convierte en un soporífero. Así el personaje, perdido, despojado, oscuro, no hace otra cosa que caer en una sobredosis del ejercicio corporal íntimo. En términos foucaultianos, el cuerpo de la joven ha de ser el espacio de poder en el cual reinar tiránicamente. Lo físico deshecho aparece como una promesa, la de la reconstrucción sentimental, aunque, en este caso, arrastra a una víctima femenina en su turbión.

Esta forma del acomodo psíquico por medio del castigo físico es una constante en el corpus literario, especialmente en el que aparece después de los 70, tanto en las literaturas locales como en las angloparlantes. Quizá con algunos matices: europeos y latinos, con un ánimo más romántico, habrán de autodestruirse físicamente en busca de adormilar el alma lastimada, y los estadounidenses, en cambio, destruirán a otros para lograr cierto regocijo.

De todos modos, pasada esa época aparecerán los jóvenes perdidos, el uso de drogas, de alcohol, del sexo como proceso adictivo que, en todo ese devenir salvaje, no busca sino una caricia civilizatoria, una palabra cariñosa y sincera dicha a tiempo, la atención de un ser querido. El castigo físico, el despojarse de la belleza, no es otra cosa que un reproche por la falta de plenitud en los corazones.

Con otras particularidades y estéticas que la hacen personal, en esa tradición se inscribe Clara, como un espectro, la última nouvelle de Joaquín Di Lorenzi, editada por Fardo: un soliloquio alucinado del desamor.

Desde el primer momento aparece una imagen sexual impactante. El narrador y protagonista es sometido a la fuerza corporal de una anónima dominatriz, y se produce así una división en los niveles de la narrativa: el presente y el pasado, lo real y lo ideal, el cuerpo y el pensamiento. Toda la historia habrá de estar fragmentada en esos campos, que serán contenidos en un todo poderoso que se presenta bajo la forma de un soliloquio.

A la vez que el narrador cuenta un presente oscuro, agobiante y marchito por la figura femenina ausente, se evocan polaroids de un pasado “ideal” que poco a poco entró en el estancamiento, o bien se construyen imágenes de lo que debió ser. Así, mientras el cuerpo del protagonista es azotado, lastimado, usado como juguete de las perversiones de diferentes mujeres e incluso de una pareja, el espíritu se mantiene atado al recuerdo amoroso. El placer del cuerpo no está en el uso del sexo, sino en lo que se evoca al usar ese sexo. Y mientras el presente busca el desenfreno, el recuerdo se protege con la sencillez de lo cotidiano: “... quiero dormirme y despertarme contigo al lado”, dirá el narrador en una de sus evocaciones.

Los breves capítulos de la historia toman la forma de una ensoñación dedicada a la figura ausente, Clara, y el uso del vocativo, del nombre propio en todas las partes, deja establecido que cada pensamiento se dedica al amor malogrado. En ese sentido se cumple la idea de “espectro” que propone el título. La figura de Clara es un fantasma que aparece por todos lados, una presencia que sobrevuela cada íntimo minuto de melancolía. Desde la cocaína y el vagabundeo por la ciudad vistiendo ropa negra hasta la belleza con peligro de derrumbe que una de las prostitutas le señala al joven sufrido que protagoniza esta historia. También habitará de forma física en el cuerpo lastimado, marcado, cicatrizado de algunas de las mujeres que practicarán ese BDSM nostálgico, como si el recuerdo de Clara mostrara su verdadero y actual rostro. Hay un envilecimiento de lo bello.

Con un sesgo de “historia de la intensidad”, el texto tiene, por momentos, una estética casi teen, un aire juvenil que juega a favor de la verosimilitud de la trama: resultaría un tanto patético proponer a un personaje cuarentón sufriendo así, bajo estas formas. Eso dejémoslo para el mainstream hollywoodense.

El lenguaje es directo, concreto, propio de la inmediatez hija de la desesperación, aunque no por eso exento de pasajes marcados por el ritmo y la atmósfera del bien logrado verso. Toda la novelita funciona como un estribillo cadencioso, seductor y oscuro, gracias al manejo del ritmo y de las palabras. No parece un terreno ripioso y forzado: la lectura camina hacia donde quiere llevándonos consigo.

La historia que propone Di Lorenzi tiene esa carga de la poética urbana que han cultivado varios de nuestros exponentes posteriores a los años 80, entre Julio Inverso y Lalo Barrubia, con cierto corte punk o dark, una forma bien elegida para la propuesta del sentimiento amoroso golpeado. Los fantasmas de Clara son tortura y alivio, mientras que las alegrías pasadas son amarguras recién florecidas. Hay una forma de la perdición en ese abrazar a los fantasmas para descubrir, finalmente, que quizá son más indulgentes en su forma quimérica. A todo esto, los dibujos de Amparo Viau completan el discurso con una espeluznante y ajustadísima visión, como si se pudieran dibujar las ansiedades.

En tiempos del sentimiento pasteurizado y la idealización de algunas ideas de “amor sano” que todavía no quedan del todo claras, el texto de Di Lorenzi es una historia que propone aquello de que, como diría Cristina Peri Rossi, el amor es una droga dura. Entre la ternura y el patetismo del personaje está la clave para que la novelita halle su forma de la poética, la seducción de su música, su ética simple de la tristeza.

Clara, como un espectro. De Joaquín Di Lorenzi. Montevideo, Fardo, 2019. 40 páginas.