Argentina y Uruguay se ubican entre los países de América Latina que tienen menor cantidad de fallecidos por covid-19. Pero más allá de este aspecto positivo, ¿qué pasa con las democracias en estos países durante la pandemia?, ¿qué rol cumplen los poderes legislativos?, ¿qué actitud han tenido los presidentes?

El 27 de octubre de 2019 se eligieron presidentes simultáneamente en Argentina y en Uruguay. En ambos casos hubo un giro electoral ideológico, es decir, perdieron los partidos en el gobierno, lo cual suma un ingrediente de desafío mayor para los que recién asumen. Con 48,24% ganó la fórmula encabezada por Alberto Fernández –Frente de Todos– mientras que Mauricio Macri –de Juntos por el Cambio– obtuvo 40,28 %. En Uruguay, por apenas 1,5% de votos se impuso Luis Lacalle Pou, del Partido Nacional y la “Coalición Multicolor” sobre Daniel Martínez, del Frente Amplio. A pesar de ser países limítrofes, de tener el mismo idioma más hablado –en Argentina existen pueblos originarios que mantienen su lengua– y de compartir diversas tradiciones y modismos, especialmente entre sus respectivas capitales, en términos políticos son muchas más las diferencias que las semejanzas. A modo de resumen: en 2019 el índice de democracia de The Economist calificaba a Uruguay de “democracia plena”, mientras se refería a Argentina como una “democracia imperfecta”. En Uruguay hay estabilidad política y los cambios electorales se procesan sin dramatismo, en Argentina la inestabilidad estructural de la democracia consume velozmente a sus actores.

Frente a la declaración del brote del nuevo coronavirus como “pandemia global” por parte de la Organización Mundial de la Salud (OMS), el 11 de marzo de 2020, ambos países acataron la decisión sin cuestionarla. Pero las medidas impuestas fueron diferentes, también los discursos de los poderes ejecutivos, así como el rol de los medios y la reacción de la sociedad. Sin embargo, en ambos países, gobernados aparentemente por personas de ideologías diferentes, las democracias corren riesgos, no de quiebre, pero sí de debilitamiento.

Como en la mayoría de los países, la atención se concentró en la figura del presidente. No en vano, Luis Alberto Lacalle Pou repite que “la responsabilidad última me compete a mí y me hago cargo de las medidas que tomamos”. En el caso de Alberto Fernández, esa reconcentración no llama la atención, pues Argentina se caracteriza por el hiperpresidencialismo, a diferencia de Uruguay, que tiene un régimen semipresidencial, con una presencia activa del sistema de partidos. En el caso de Argentina, además de asumir la responsabilidad en primera persona sobre las decisiones de orden sanitario, Fernández se ubica en el lugar del “protector”, casi como un padre de la ciudadanía. Ambos presidentes se sacaron “la foto” con sus respectivos opositores políticos, y si bien es llamativo en Argentina, no lo es en Uruguay. En cualquier caso, ese gesto político positivo no refleja un acuerdo profundo.

Por decretos de necesidad y urgencia –DNU– el presidente argentino dispuso una cuarentena total que se fue prorrogando y modificando en una veintena decretos, que en los hechos establecieron una suerte de “estado de sitio”: una restricción de derechos, sin que fuera debatida y aprobada en el Congreso. Al menos hasta el momento de escribir este artículo, el Congreso argentino sigue sin funcionar, debilitando aún más la democracia imperfecta. Esos decretos no sólo restringieron derechos básicos, sino que generaron una serie de inconvenientes que intentaron subsanarse mediante medidas que aumentaron la burocracia estatal: cualquier salida lejos del lugar de residencia obliga a rellenar formularios en línea, algo que no es de fácil acceso para toda la población. Hasta hoy, a modo de ejemplo, la gente no puede mudarse legalmente de hogar y recién en estos días se habilitó formalmente a los hijos de padres separados la circulación entre ambos hogares. Junto a estas medidas, el presidente fustigó a aquellos que decidieron hacer la cuarentena en sus casas de veraneo. También se mostró ofuscado frente a la larga fila de personas que fueron a las entidades bancarias el día que se habilitó su apertura: “Nadie preveía que iban a aparecer todos esos jubilados”.1

Estas actitudes del presidente, aunadas a una cultura política “agrietada” y tendiente a la confrontación permanente –en un contexto de miedo justificado al coronavirus– promovió una actitud de control “policial” entre los propios vecinos, que llevaron incluso a la discriminación hacia el personal médico y hacia aquellos que trabajan en servicios esenciales. Asimismo, el presidente resolvió no continuar con la repatriación de los argentinos en el exterior, con argumentos sanitarios, pero también enfatizando que muchos habían viajado luego de declarada la pandemia. El propio canciller Felipe Solá declaró: “No podemos hacer un juicio legal sobre esas personas, sino ético”.2

En el caso uruguayo, el presidente decretó el “estado de emergencia”, que conllevó, al igual que en Argentina, el cierre de fronteras y la prohibición de los espectáculos públicos, las clases presenciales en todos los niveles y cualquier actividad que reuniera a las personas. Pero no se restringió la circulación, ni se hizo obligatorio el cierre de negocios no esenciales. En lugar de ello, se optó por promover que la gente se quedara en su casa, mantuviera distancia física al salir y, en los últimos días, por recomendación de la OMS, se exhortó al uso de barbijo. En abril, el sector de la construcción retomó sus actividades y se abrieron algunas escuelas rurales, sin que hasta el momento se hayan producido nuevos casos de coronavirus. El canciller uruguayo Ernesto Talvi, a diferencia de su par argentino, continúa con la tarea de repatriar a los uruguayos en el extranjero y colabora activamente con el retorno de los extranjeros a sus países.

Los poderes ejecutivos, en lugar de asumir de forma individual y paternalista la responsabilidad frente a la crisis, pueden promover un gran acuerdo nacional entre diferentes actores políticos y sociales.

Democratizar en tiempos de pandemia

Existe una íntima conexión entre el debate público y la democracia. La deliberación debe incluir, además de los ámbitos institucionales de discusión política, las manifestaciones que se dan en la esfera pública. La esfera pública surgió como un espacio de reivindicación de aquellos que no tenían poder. Sufrió muchas transformaciones: no fue igual en todos lados, ni en todas las épocas. Pero siempre ejerció un rol fundamental: cuestionar, controlar, debatir y eventualmente proponer políticas alternativas a las de quienes gobiernan. Si en un inicio fue ocupada por los más cultos –en ateneos, cafés literarios, logias masónicas–, también los menos instruidos que cumplían funciones centrales en la estructura económica –como los obreros sindicalizados– elevaron su voz por medio de huelgas y marchas. A ellos se fueron sumando diversos sectores de la sociedad civil. Hoy son los medios de comunicación, las redes sociales y “la calle” las vías de expresión y de debate público, además de las que generan las manifestaciones literarias y artísticas.

A las limitaciones que impone la reconocida concentración de los medios de comunicación en pocas manos –en general oficialistas–, se agregan nuevas limitaciones que la pandemia impone, jaqueando la diversidad y la posibilidad real de expresarse. Frente a ello, es posible evitar la pandemia de la democracia.

En primer lugar, los poderes ejecutivos, en lugar de asumir de forma individual y paternalista la responsabilidad frente a la crisis sanitaria y económica, pueden promover un gran acuerdo nacional entre diferentes actores políticos y sociales por el cual se defina cómo se saldrá adelante y entre quiénes se repartirán los costos inherentes a esta megacrisis. Lejos de debilitarlos, esto conllevaría un reaseguro para cuando las políticas de distanciamiento se desmantelen total o parcialmente y queden a la vista las consecuencias económicas y sociales de las políticas de distanciamiento, lo cual sin duda provocará una rápida caída en los altos porcentajes de apoyo de los que gozan hoy los presidentes.

En segundo lugar, son necesarios poderes legislativos proactivos en proponer leyes que gocen de alta legitimidad social, para lo cual debe haber una amplia deliberación previa. Esta puede ser una oportunidad para reactivar a los congresos y a los partidos políticos y sus bases. Es decir, deberían cumplir con la misión que tienen: ser canales de representación de las demandas de la ciudadanía. En tercer lugar, la sociedad civil deberá exigir la apertura del debate público, y su participación activa –los sindicatos, los gremios, las asociaciones– al igual que las universidades, deben tener voz en un contexto único en la historia: una pandemia global. Y para ello, en cuarto lugar, los medios de comunicación tendrían que dar lugar a las diferentes voces y habilitar las preguntas “incómodas” que claramente se están evitando. Desde la propia definición de pandemia, la construcción de los datos sanitarios, las posibles respuestas y consecuencias económicas a mediano plazo, las libertades y sus límites en tiempos de virus y qué tipo de democracia queremos pospandemia: todo debe ser puesto en debate.

Alicia Lissidini es profesora titular de la Escuela de Política y Gobierno de la Universidad Nacional de San Martín.