Veinte años no es nada, cantaba Carlos Gardel. Treinta, en cambio, son un milenio. Al menos los últimos treinta, que son los que separan la acción de las dos películas de Gael García Bernal que se pueden ver en Netflix en este momento.

La Red Avispa (2019) lo tiene como actor. En Chicuarotes (2019) está detrás de cámaras. La primera, dirigida por el francés Olivier Assayas, cuenta la historia de los agentes cubanos que en la década del 90 infiltraron las estructuras terroristas del exilio en Miami. La segunda muestra la deriva de dos payasos adolescentes que improvisan un absurdo golpe criminal para salir de la trampa de la marginalidad, en México.

La luminosa fotografía del film de Assayas muestra el canto de cisne de una época en la que todo era esperanza. La tenían los que huían de Cuba en busca del “sueño americano”. La tenían los que intentaban derrocar a Fidel Castro, en un pastiche de buenas intenciones, iluminismo beato, tráfico de drogas, manejos de la CIA y asesinato de inocentes. Y también la tenían esos agentes cubanos que trabajaban encubiertos en las filas del enemigo.

El elenco tiene la medida de Netflix. Una estrella internacional (Penélope Cruz), un par de nombres con arraigo en el público destinatario (Gael García Bernal y Leonardo Sbaraglia), y un protagonista confiable para sostener la tensión dramática (Edgar Ramírez, que en 2010 ya había encabezado Carlos, también de Assayas). El resultado es correcto.

Si La Red Avispa rebosa expectativas plausibles, en Chicuarotes ya no hay futuro. En cuanto al presente, más les valdría a esos chiquilines de barrio que tampoco lo hubiera.

Desde la primera secuencia se sabe que todo saldrá mal. García Bernal –ahora director– no busca vueltas de tuerca, busca describir la sordidez y el túnel sin salida. Para eso, se apoya en un elenco que funciona como un perfecto mecanismo de relojería.

Hay un eco, salvando las distancias siderales, de la etapa mexicana de Luis Buñuel, hoy casi toda disponible en Qubit (“el Netflix de autor”). Como si el personaje central de El Bruto (1953) hubiera formado familia y ahora sus hijos estuvieran intentando sobrevivir en las calles. Hay hasta un decadente parecido físico entre aquella caracterización brutal de Pedro Armendáriz y el despreciable Baturro, que sólo trae dolor y violencia a quienes orbitan en sus cercanías.

Las de Chicuarotes son versiones degradadas. Porque la realidad se ha ido degradando. El Bruto tiene un costado humano cuando se enamora –guadalupanamente– de la hija del hombre que ha matado y busca torcer su destino. En Chicuarotes ni siquiera el amor salva. Los personajes, por momentos, piensan que caminan hacia un objetivo, siempre irrealizable, aunque en verdad están tropezando con los ojos vendados. No se les puede llamar intentos. Porque para intentar tiene que haber cierta construcción consciente de la esperanza. Y aquí no la hay: cuando creen que toman la realidad por los cuernos, es evidente que terminarán traspasados por el toro.