Si les preguntamos a los niños qué es lo que quieren ser cuando sean grandes, no sorprenderá notar que ahora prácticamente ninguno dirá “astronauta”, un anhelo laboral que, en el auge de las grandes conquistas de la ingeniería espacial, había sabido elevarse a la dimensión de un cliché. Gran parte de la apuesta humorística de la serie Fuerza espacial es jugar con este desfasaje de fascinaciones, y con lo que hubiera sido el programa de haberse hecho 50 años atrás.

Luego de la caída del eje soviético, ya sin la disputa simbólica por los avances de las dos potencias –y con una menguante escalada armamentística que siempre había sido disfrazada de anhelo romántico, de exploración del cosmos–, todo el mundo de astronautas y viajes a la luna fue desapareciendo de la cultura popular. La inversión sufrió un progresivo desestímulo y la ciencia ficción se quedó más anclada en evaluar distintas formas distópicas, alternativas o encubiertamente políticas de pensar problemas actuales. Hubo un giro casi existencial y abstracto de algo que solía moverse por un anhelo de aventura más ingenuo, territorial y, no está demás decirlo, militar.

La escisión del influjo militar en las investigaciones espaciales es un elemento crucial para entender las razones de la existencia de Fuerza espacial. Una vez emprendido el alejamiento (aunque nunca definitivo) de lo militar de los programas espaciales, el terreno fue quedando cada vez más en manos de científicos. Por eso, la serie juega en clave satírica con cómo sería si lo militar se incorporara a todo ese submundo que avanzó de manera modesta y silenciosa mientras las guerras fueron transferidas a otro lado.

En la serie, Mark R. Naird (Steve Carell) es un experiente ex piloto de la Fuerza Aérea que, de forma opuesta al ascenso que tenía en mente, es elevado a jefe de operaciones de una nueva división de las Fuerzas Espaciales. El general es militar hasta en la forma de ir al baño, y la idea de ser transferido a Colorado para formar parte de un grupo liderado por científicos le resulta una especie de descenso indigno, que no sólo es recibido en forma de burla por sus pares –más proclives a la vida de guerra–, sino de forma negativa por su familia (luego de una elipsis, descubrimos que por alguna razón no explicitada a su mujer le vino un colapso que la llevó a cometer un crimen por el que cumple condena, mientras que su hija trata de adaptarse a la aburrida vida de su nueva ciudad).

Aun así, más allá de las formas miliqueras de Naird, de a poco se descubre que es un hombre bueno y honesto, capaz de empatizar con el lado más humano, representado por los científicos. Esta suerte de desequilibrio constante entre los científicos y los militares toma cuerpo en la relación entre Naird y el doctor Adrian Mallory (John Malkovich). Casi podría decirse que cada capítulo está articulado con base en un nuevo aprendizaje del protagonista sobre las alternativas de un mundo más gobernado por la ciencia que por la disciplina y los impulsos beligerantes.

Estados Unidos rezagado

Dicho esto, toda Fuerza espacial está construida sobre los planos de la serie Veep, tanto por su humor seco, heredero de Arrested Development, pero con mucho más contenido, como por la idea de desmitificar un mundo planteado como fascinante, lleno de recovecos y planes maquiavélicos. De alguna manera, Veep era la respuesta al retrato shakespeariano del poder que se había construido en House of Cards, y a su manera terminó por estar más cerca de la verdad que el programa del que se burlaba. En tiempos de Donald Trump, cuando lo que parecía un chiste terminó por volverse verdadero, la política queda expuesta a un nivel de transparencia enloquecedor. Ya no son los tiempos de los tejes y manejes y los oscurísimos mandos medios (más allá de que todavía existen), sino los de un tipo que es capaz de amenazar a su principal enemigo político vía Twitter, en vez de hacerlo por el teléfono rojo.

Fuerza espacial es también hija de esta nueva situación. La idea de boots on the moon (botas sobre la luna) como una remilitarización de las fuerzas espaciales parece un guiño a los descerebrados avances autoritaristas de Trump, y tiene la particularidad de ser uno de los primeros programas de televisión que hablan de cierta decadencia de Estados Unidos a escala global. Nunca antes se había presentado, al menos en un programa estadounidense, a Estados Unidos como un país potencialmente más débil que sus contrincantes. Sí se lo supo retratar como más malo, más peligroso o más estúpido, pero nunca como más débil, y una de las particularidades más inusuales de Fuerza espacial es que, al menos en esta primera temporada, se presenta a los yanquis como un grupo que rezagadamente persigue los avances de una China más poderosa e independiente.

Ya en uno de los primeros capítulos, el grupo liderado por Naird y Mallory logra poner un satélite en órbita para ver cómo, con una completa sencillez, otra nave con la bandera china le corta las antenas. Más tarde, los mismos chinos le pasan por arriba a la bandera estadounidense que se clavó en la llegada a la luna. Así, en toda la serie China se erige como un contrincante demasiado fuerte como para poder apenas acercarse.

Todo en Fuerza espacial está colocado en su sitio correcto, y sin embargo, por alguna extraña razón, nunca llega a conectar del todo. Steve Carell está bien medido en su papel, articulando ese delicado balance entre estupidez e inteligencia que podía sorprender hasta en sus personajes más ingenuos (por ejemplo, en The Office, el hecho de que Michael Scott, pese a ser un jefe estúpido, era un gran vendedor). Los secundarios también están calibrados, manejando la escena con elegancia a partir de sus extrañezas insignes (Malkovich con su inflexibilidad y acento que le dieron fama, y Lisa Kudrow con esa absurda franqueza a lo Phoebe de Friends).

Sin embargo, quizás el programa es víctima del balance y la templanza de la que hablábamos, y a veces se percibe como necesario que algún personaje se mueva un poco más allá de sus casilleros asignados. Así, Fuerza espacial es una serie que saca sonrisas pero no carcajadas, y en ocasiones esta sensación tibia se traslada al desinterés que generan el resto de las subhistorias de varios de sus personajes (como la astronauta negra y su incipiente relación con uno de los científicos asiáticos del programa). Si la calidad de un thriller está determinada por el interés que despierta el villano, la principal unidad de medida de las comedias de los últimos 30 años está determinada por lo divertido de sus personajes secundarios, y es en eso donde Veep triunfa, mientras Fuerza espacial se empantana.

La otra posible razón es que, de la misma manera que la serie parte de una actualidad en la que la conquista del espacio pasó a un segundo plano, esta indiferencia o decadencia en un momento deja de ser un enganche humorístico para transformarse en la sensación general del show. Algo así como la frase que reza “¿si no creés en vos mismo, cómo esperás que nosotros te creamos?”.

Fuerza espacial. Con Steve Carell, John Malkovich y Ben Schwartz. Netflix, 2020.