“¡Seis temporadas y una película!”. La frase se convirtió en el lema oficial –y algo así como el grito de guerra– de la serie Community, y por más que no llegara a completar el último ítem de aquel enunciado (de hecho, llegar a la sexta temporada fue todo un parto), terminó por trascender las expectativas originales y convertirse en una de las mayores comedias de culto de los últimos tiempos.

La reciente incorporación de Community (2009-2015) a la plataforma de Netflix da pie para analizar una serie que se configuró como el nicho más legítimo de la comedia nerd, a la vez que expandió todos los límites de su universo metanarrativo, a veces hasta logrando que fuera indistinguible lo que pasaba en la realidad de lo que pasaba en el programa.

Al comienzo de todo había un hombre: Dan Harmon, el cerebro detrás de Community, que tuvo la oportunidad de realizar su serie luego de sucesivos fracasos, algunos debido a la mala suerte y otros a su errático temperamento. Community era su última oportunidad de poder pegarla en la pantalla chica, y la historia de un grupo de semiinadaptados sociales que asisten a una universidad comunal para reencauzar sus vidas recibió el visto bueno.

Los personajes estaban bien delineados desde el comienzo, y en los primeros capítulos uno no llega a percibir mucho de lo que la convertiría en un auténtico fenómeno: tenemos a Jeff Winger (Joel McHale), un ex abogado con grandes habilidades para manipular a la gente; Annie Edison (Alison Brie), una estudiante modelo que perdió su gran oportunidad tras una adicción a los medicamentos para mejorar su rendimiento académico; Britta (Gillian Jacobs), una estudiante con grandes ínfulas de militancia que nunca parece estar a la altura de lo que predica; Shirley Bennett (Yvette Nicole Brown), una madre recientemente divorciada que se caracteriza por su espíritu pasivo-agresivo camuflado en bondad cristiana; Abed (Danny Pudi), un estudiante indio que está tan inmerso en el universo de las series y películas que ve, que por momentos no logra diferenciar lo que pasa en la realidad y en la ficción (incluso, a veces, lo que ocurre dentro y fuera del universo diegético de la serie); Troy (Donald Glover), el ingenuo compinche (sidekick) de Abed; y finalmente Pierce (Chevy Chase), un veterano racista, heredero de una fortuna multimillonaria. Con un número inusualmente alto de coprotagónicos, Community, a diferencia de otras series, como The Office –en la que también hay múltiples personajes, pero sin lograr que todos compartan la misma cantidad de tiempo en pantalla y relevancia en la historia– logra un extraño equilibrio entre todos, sin dejar a nadie afuera.

En un principio, la serie parecía girar en torno a Jeff Winger, un personaje basado en el mismo Harmon, quien también supo asistir a una universidad comunal, y que, en un comienzo, había construido una coraza frente a toda la gente nueva que empezaba a conocer. Basándose en un modelo narrativo circular acuñado por el mismo Harmon, casi todas sus historias se basan en el periplo de un protagonista dividido en ocho etapas, en las que su anhelo de tranquilidad se altera por una nueva necesidad o deseo, que lo conduce a una situación poco familiar, en la que es necesaria una adaptación. Finalmente termina por obtener lo que buscaba, pero a un alto costo que lo lleva a buscar de nuevo el confort, aunque habiendo aprendido algo en ese trayecto.

Si bien todos los personajes trazan este arco, Jeff Winger, por su virtud de líder y sobre todo por su anhelo inicial de quedarse en la zona de confort, se prestaba como el catalizador perfecto de este sistema, al que casi siempre, al final del capítulo, se le reservaba algún discurso en el que se cristalizara la moraleja o aprendizaje de lo sucedido. Este recurso no tardó en convertirse en un guiño autoconsciente de la estructura narrativa, pero ahí entró Abed. Al ver Community, uno nota que lo que en un principio parece un rol extravagante y absurdo, conforme avanza la serie se va convirtiendo en su médula conceptual, en una figura detrás de la que se proyectan las sombras de los hilos que mueven a la serie.

Cartas a la vista

Quizás el primer episodio en que se cristaliza ese rol de Abed es “Debate 109” (episodio nueve de la primera temporada), cuando sus compañeros descubren que en sus clases de cine lleva a cabo una sitcom paralela, en la que ellos aparecen interpretados por otros actores, pero con la particularidad de que mucho de lo que sucede en aquellos episodios amateurs termina por ocurrir en su vida real. Todo lo que anticipa la serie de Abed se precipita durante la semana, pero más que habilidades adivinatorias, lo que el personaje dice tener es cierta capacidad para leer el carácter y temperamento de sus compañeros. Esa transparencia que encuentra y revela Abed es la de Harmon mostrando sus cartas antes de empezar la partida: ya no hace falta encontrar los clichés, lo previsible, o los trucos narrativos: todo está ahí, y la gracia estriba en cómo se hacen nuevas jugadas con el material a la vista.

Es a partir de ahí que deviene en el auténtico protagonista, pronto para atravesar (en el mundo ficcional y en su realidad material) los mismos ocho estadios que antes se reservaba para los protagonistas.

En este proceso, quizás el mayor tour de force se da en los ejercicios de cambio de formato. El gran primer episodio de este juego estilístico no es, como se suele hacer referencia, el capítulo del paintball (donde la serie cambia el lenguaje cinematográfico por uno mucho más marcado por el estilo anfetamínico, veloz y entrecortado de las películas de acción), sino “Contemporary American Poultry” (episodio 21 de la primera temporada), dirigido por Tristram Shapeero, en el que los seis protagonistas se suman a un complejo teje y maneje mafioso para tener acceso a la cafetería de la universidad y así poder consumir y controlar la producción de pollo frito. Más allá de la trama en apariencia mínima, toda la operación está narrada con un estilo que hace honor a El Padrino (Francis Ford Coppola, 1972), pero sobre todo al cine de Martin Scorsese, con las perspicaces narraciones en off, la cadencia nostálgica de su banda sonora, los freeze frames y los famosos planos secuencia de los diferentes niveles de producción de la dinámica mafiosa (tal como la famosa escena de la entrada trasera al restaurante en Buenos muchachos).

A partir de ahí, Community está cada vez más asociada a este juego de formatos, con una extraña virtud todoterreno para un programa que originalmente era proyectado desde un sencillo estilo de set de interiores. Entre estas joyas de juegos metacinematográficos se pueden destacar capítulos que reproducen desde la estética de 8-bits de un juego de Nintendo, hasta un lento e imprevisto guiño a My Dinner with Andre (1981), de Louis Malle.

Entre todas estas versiones, la más fascinante es “Pillows and Blankets” (episodio 14 de la tercera temporada), en la que un alto conflicto entre Troy y Abed se relata siguiendo el formato documental del cineasta Ken Burns. El creador de joyas como The Vietnam War (también disponible en Netflix) no es quizás el director más conocido para el público medio, pero es una auténtica delicia ver cómo Community reinventa, en el formato de un reportaje de guerra, algo tan absurdamente pequeño que no es más que una gran pelea de almohadas, pero lo hace con el voiceover solemne de un conocido narrador de documentales, mapas explicativos, falsos documentos fotográficos y hasta el zoom ya bautizado “Ken Burns Effect”.

Sin embargo, el recurso de cuadros dentro de cuadros se expandió a niveles que superaron al programa. Asediado por ratings relativamente bajos, parte del tironeo por mantenerse a flote parecía emular al de la universidad de la serie, siempre amenazada por la desfinanciación y el eventual cierre. A esto había que sumarle los crecientes problemas de los productores con Dan Harmon (que tenía sus propios problemas, entre ellos un serio caso de alcoholismo y un diagnóstico borderline de personalidad que se puede ver en todo su esplendor destructivo en el documental Harmontown, de 2014), quien terminaría por ser echado al final de la tercera temporada. El malestar generado por la ida del creador del show generó un descenso notable de calidad en la cuarta temporada, con capítulos que no respetan las motivaciones de los personajes. Poéticamente fiel a la historia de la serie, Joel McHale (quien suele dar los discursos definitorios en Community) logró convencer a los productores de que volvieran a contratar a Harmon.

Casi como un chiste interno o una amarga patada por debajo de la mesa, Harmon se encargó de que mucho de lo ocurrido en la cuarta temporada fuese explicado en la quinta, como resultado de una pérdida de gas en el campus de la universidad. Así, no sólo los comportamientos erráticos de los personajes se debían a la intoxicación, sino que la excusa del gas era un comentario lateral que parecía afirmar que los que tomaron el control durante la cuarta temporada estaban igual de trastornados. Así, Community es hija de una extraña mezcla virtuosa de amor y resentimiento. Muchas de las grandes ideas que mueven al programa pueden ser rastreadas como cariñosos homenajes y vendettas encriptadas del creador al resto del equipo. Así también, en “History 109” (primer episodio de la cuarta temporada), Abed se sumerge en una versión alternativa de su vida para manejar sus tensiones, y el formato contiene las famosas risas enlatadas, todo tiene un estilo más clásico y el actor Fred Willard ocupa el rol de Chevy Chase. El chiste viene por partida doble: al ser el primer capítulo sin Harmon como creador, se juega con los miedos a un posible cambio hacia un formato más tradicional, y a su vez se utiliza a Willard, quien originalmente había sido pensado para el rol de Pierce –es decir, en su reverso, el sueño de Harmon de que el rol hubiera sido ocupado por otra persona–.

Hay un sinfín de otras referencias, pero todo empieza y culmina en Harmon: nunca hubo una serie tan engañosamente personal en las buenas y en las malas. Ya en la última temporada todo está rodeado por una sensación triste, casi deprimente. El colegio se cae a pedazos, los personajes están frustrados y cansados, y en el último episodio todos fantasean con cómo podrían seguir sus historias. Es la dulce música de una orquesta que no deja de tocar sus partituras mientras el barco se hunde y sienten que el agua sube por sus talones. Pero es la música más linda y triste que hayan podido tocar.