Uno de los aspectos más beneficiosos del poder adquirido por las plataformas digitales es cómo, al manejarse con un público que se cuelga a ver las series de un tirón, en vez de tener que esperar capítulo a capítulo para ver qué pasaba con sus personajes preferidos, por primera vez los escritores de los shows han podido desarrollar sus historias sin la necesidad de eslabonarlas con cliffhangers (suspenso final) y sin tener que recurrir a la sobre explicación de capítulos anteriores. Así, en la última década las series han funcionado más como una suerte de megapelícula, y al poder desembarazarse de estos trucos narrativos adquirieron un pulso más orgánico.

De entre todos los estilos de shows, las telenovelas han sido históricamente el formato que más aferrado estaba a estos recursos, casi al borde de ser definido por ellos. A partir de estas facultades inherentes, parece incierto el lugar que podría tener este subgénero en la nueva televisión. Sin embargo, tras unos años de volar por lo bajo, no tardaron en aparecer varias series que podrían considerarse neotelenovelas, que juegan con el mapa de tópicos de los anteriores formatos pero encuentran alguna forma novedosa de contar o una manera más elegante y jugada de llevar la historia y las actuaciones. En esa línea, dos de las series más fácilmente asociables a la nueva camada fueron The Affair, que jugaba con un estilo a lo Rashomon (Akira Kurosawa, 1950), de una historia contada desde múltiples puntos de vista, y Big Little Lies, que tenía un plantel de actrices que le permitía competir en las grandes ligas.

Pequeños fuegos por todas partes es una fiel continuadora de este nuevo emblema, con todos los recursos típicos de una telenovela, sólo que concebidos desde otra óptica y poniendo en discusión nueva agenda. El gran as bajo la manga de esta serie es la discusión de temas candentes, como los conflictos de raza, el privilegio, el feminismo y la maternidad, casi sistemática, y a veces didácticamente, llevados a pantalla.

Pequeños fuegos por todas partes se estructura a partir de las dispares realidades de sus dos protagonistas. La carrera de Reese Witherspoon (coproductora de la serie junto con su coprotagonista, Kerry Washington) parece concentrarse en un papel medio difuso pero consistente de un mismo personaje: mujeres de culo fruncido, obsesivas y demasiado inmersas en su universo egotista o laboral para poder atender otras sensaciones. Quizá tenga que ver con el mentón afilado, la voz punzante o con su acento entre corporativo y sureño, pero hay pocos casos en el cine actual en que se haya colocado a una actriz de forma tan específica en un tipo de rol. Así, el personaje que ella interpreta en Pequeños fuegos por todas partes es casi una variación del que ocupa en Big Little Lies, algo así como lo que hubiera pasado con la estudiante perfeccionista e infumable de Election (Alexander Payne, 1999) al llegar a los 40 y tantos. Elena, su personaje, es una madre de cuatro hijos cuya vida pega un fuerte vuelco cuando se cruza con la de Mia Warren (Kerry Washington), una artista plástica afroestadounidense, que ha vivido entre varias ciudades y estados. En ese nomadismo acarrea a su hija Pearl (Lexi Underwood), quien debe lidiar con las dificultades de tener que reinventarse en cada nuevo lugar al que llegan.

El primer acto de la serie se juega en un formato casi comédico, en el que vemos los diversos y fallidos intentos de acercamiento de Elena, movida por un extraño cruce entre interés genuino y anhelo superficial de ser vista (no tanto por los otros como por ella misma) como una buena persona. Sin embargo, conforme la serie va tirando del hilo, aparecen nuevos detalles, secretos y revelaciones que complejizan el tono, el perfeccionismo y las frustraciones de la familia de Elena, y amplían el tono casi siempre angustioso y misterioso de Mia.

Este resumen a vuelo de pájaro quedaría rengo si no mencionáramos el inicio de la serie: Pequeños fuegos por todas partes comienza por el final, cuando vemos la casa de los Richardson inmersa en llamas. La principal pregunta es quién lo hizo, y ese es el motor que guía toda la serie. Dicho así, más allá de la referencia evidente a Big Little Lies, la estructura de la que toma más elementos prestados es la de 13 Reasons Why, donde se partía del suicidio de la protagonista para contar los efectos encadenados que precipitaron el suceso.

Pero la coincidencia no es sólo narrativa. Hay algo en el espíritu, en un elemento casi político que, al igual que con el suicidio, se juega en la explicación del incendio: la idea de los “pequeños fuegos por todos lados” es similar a la de las múltiples personas que habían tenido que ver –de forma consciente o no– con el suicidio de la chica de 13 Reasons Why. Así, la serie parece plantar el señuelo de los antagonistas típicos de las telenovelas –en lo que Witherspoon se vuelve cada vez más villana– para después deconstruir este antagonismo desde una perspectiva en que todo se debe más a una división estructural de raza y privilegio económico que a oscuras motivaciones internas.

Sería interesante que a este segundo anillo de complejidad, que se suma al molde telenovelesco clásico, no se lo remarcara y subrayara tan sistemáticamente. Pequeños fuegos por todas partes rompe a cada rato la regla sagrada de “muestra, no cuentes”, con personajes que se vuelven cada vez más solemnes, en la medida en que parecen querer poner en palabras todos los conflictos subyacentes.

El problema es que los personajes parecen actuar más para que esos aprendizajes acontezcan que por auténticas motivaciones. Esa estructura trágica comienza a volverse más tumoral, víctima de sus propias reglas, y mucho de lo que podría quedar en el subtexto termina revelándose de forma explícita y forzada. Todo termina por ser tan poco sutil como las referencias noventeras que aparecen a cada rato, algo que va casi a contramano de las temáticas tan camufladas, insidiosas y estructurales que plantea.

Pequeños fuegos por todas partes. Con Reese Witherspoon y Kerry Washington. En Amazon Prime.