Las películas del argentino –radicado en Francia– Gaspar Noé dividen radicalmente las opiniones: son genialidades para unos y una basura para otros; opiniones que sólo puede formular el reducido grupo de gente que se atreve con sus películas, ya que la mayoría se mantiene alejada sólo por su fama.
Si bien en su empeño por exponer sin tapujos la maldad y la desgracia inherentes a la condición humana se lo puede comparar con Lars von Trier, Noé tiene menos peso intelectual que Trier y una cercanía más grande con el mundo de la noche, las drogas, el baile. Su quinto largometraje, disponible desde hace un tiempo en Netflix, encaja perfectamente en su historia. Y los méritos son evidentes: Climax es original, está realizada con superlativa habilidad técnica y aporta una experiencia intensa, única y con momentos inolvidables.
La anécdota se puede describir en términos primarios: los bailarines seleccionados en un casting se instalan por unos días en una escuela rural apartada para preparar un espectáculo. En la víspera del inicio de la gira, y durante una tormenta de nieve, realizan el ensayo final, y deciden hacer una fiesta para celebrar y confraternizar. No saben que alguien coló una cantidad elevada de LSD en la sangría: la fiesta desemboca en demencia colectiva y pasan cosas terribles.
La cinematografía se sale expresamente de lo común; los “créditos finales” aparecen al inicio, los “créditos iniciales” en la mitad, y el título, al final. Hay fotogramas en negro insertados en cada corte, que lastiman la continuidad; también intervienen, en forma godardiana, unos epigramas en mayúsculas que versan sobre el ser, el nacer, el vivir y el morir, aparte de uno que aparece luego de los créditos que proclama “Una película francesa y orgullosa de serlo”, lo que se puede entender como una ironía o una afirmación de su condición de cine europeo anti-mainstream. La mayor parte del metraje transcurre en dos planos-secuencia, uno de los cuales dura 43 minutos (y sus últimos siete, con la cámara patas para arriba).
Climax comienza la mañana después de la fiesta, cuando vemos a una muchacha desesperada, arrastrándose en el campo nevado mientras deja un rastro de sangre. Esto es inquietante, y más cuando leemos, poco después, que la película está basada en un hecho real sucedido en 1996. En ningún lugar dice qué episodio sería ese, y sospecho que no es tan “real”. Lo de 1996 podría ser una sutil alusión a Fargo, de los hermanos Coen, lanzada aquel año, y que fue quizá la primera película mainstream en que el “basada en hechos reales” no era verdad y tampoco un fraude, sino que se tomaba como un juego textual con el espectador –y uno de los afiches consistía en un cuerpo tirado en la nieve–.
Este prólogo de Climax podría ser el inicio de una película slasher (la muchacha sería la final girl) y, de hecho, en distintos ámbitos la película está etiquetada como “de terror”. Y si bien no llega a serlo en su sentido tradicional, podemos pensar en zombis cuando vemos grupos de personas fuera de sí persiguiéndose por los pasillos de la escuela, rodeados de otras personas indiferentes a lo que está ocurriendo y que ríen, bailan, tienen sexo o simplemente yacen ensimismadas.
En tres momentos claves recorremos, en forma sistemática y planos sucesivos, a todos los personajes. En total, son 20 bailarines, además de la coreógrafa (que también baila), el DJ y la empresaria. Luego del prólogo de la nieve, la primera ronda es un video que recopila lo que parece ser la entrevista para el casting, que vemos en la pantalla de un televisor de tubo. Salvo por la franja de edad (todos veinteañeros o treintañeros), se trata de un grupo diverso: los fenotipos comprenden rubias, morochos, norafricanos y negros, y los hay heteros, gays y lesbianas, algunos con estética queer, franceses, inmigrantes de las ex colonias y de otros países europeos.
En ese plano de las entrevistas, los bordes del encuadre, al lado del televisor, están tomados por pilas de libros y de cajas de VHS que pueden funcionar como un tributo o una guía de referencialidades, y cada una de las obras que aparecen ahí puede vincularse con Climax. Por el lado cinematográfico tenemos a Luis Buñuel, Fritz Lang, Friedrich Murnau, Martin Scorsese, Jean Eustache, Andrzej Żuławski, Pier Paolo Pasolini, Rainer Fassbinder, Dario Argento, David Lynch, Jan Kounen, Kenneth Anger y Gerald Kargl.
El número de baile (los bailarines son de estilos callejeros como el vogue, el krumping y el waacking) que viene justo después de las entrevistas es espectacular, y bien puede contar entre los mejores del último medio siglo de cine: hay energía agresiva, energía erótica, vitalidad, huesos que parece que se van a desprender del esqueleto, gestos simiescos o seudotribales, contorsionismo. La coordinación grupal no traiciona las características esencialmente individuales de esos estilos, de modo que hay cierta sensación de caos. Y la coreografía, que está pensada para la cámara, es captada en una toma continua en la que se arreglan para pasar de lo que parece ser una grúa (o dron) a un Steadicam.
El inicio de la fiesta es la extensión del mismo plano secuencia de la coreografía: la cámara, que se desplaza constantemente, actúa como un invitado más, chiveando entre los distintos grupos que se van armando. Luego sigue una serie de planos con encuadre fijo, y cada uno se concentra en una conversación de a dos; cada uno de estos planos está hábilmente montado para funcionar como comentario del que lo antecedió.
La danza perversa
La segunda ronda de recorridos sistemáticos por los personajes es una serie de solos dancísticos improvisados, tomados en ángulo cenital. A esa altura, ya los conocemos a todos y somos capaces de distinguirlos por el tope de las cabezas, la vestimenta y la forma de gesticular. Esa serie, que también es un despliegue sensacional de baile, funciona como un eco del plano inicial de la supuesta final girl en la nieve, tomada también en ángulo cenital. De alguna manera, los tambaleos sufrientes de la muchacha en aquel prólogo, sus contorsiones en el piso, pueden apreciarse, con perversa poesía, como un número de danza. El mismo efecto de eco y contraste lo percibiremos luego entre la segunda ronda y la última, en la que repasaremos las consecuencias de la velada para cada uno, también en ángulo cenital.
La estructura de la película induce a apreciar las correspondencias temático-formales, de manera que el clímax puede verse como una variante pasada de rosca del baile que disfrutamos al inicio. Es un ejercicio de exceso, bañado en el casi imparable tun tun tun del bombo y del bajo de la música dance electrónica, un griterío casi constante, el extrañamiento no muy agradable de ver gente descontrolada sin que uno esté embarcado en su mismo viaje, y los actos de violencia (asesinatos, suicidio, autoflagelación, agresiones físicas y verbales, accidentes, sufrimiento psicológico).
La situación más perversa debe ser la de la madre a la que se le ocurre, para protegerlo de los demás, encerrar el hijito de tres años solo en una habitación, y justo elige la central eléctrica de la escuela, que además de ponerlo en riesgo de que se electrocute, está infestada de cucarachas. Y, para colmo, la madre pierde la llave de la inexpugnable puerta metálica.
El final, medio enigmático, puede insinuar, sin asegurarlo en absoluto, quién es la persona responsable de intoxicar a la sangría. Y el fundido a blanco conecta con el plano inicial del campo nevado.
Hay quienes buscan un significado alegórico en el hecho de que, en cuanto se dan cuenta de que están drogados, los participantes de la fiesta le echan la culpa a un musulmán y lo castigan severamente. Ello contaría como “comentario crítico sobre la xenofobia europea”, pero no es consistente, porque los actores del linchamiento son todos negros, lo que no induce a tomarlos como emblema de Europa. La película más bien rehúsa cualquier interpretación político-sectaria. En todo caso, si uno fuera a buscar ese tipo de pistas para una generalización ideológica, sería de signo contrario, una vez que quienes perpetran las barbaridades más grandes en cámara son negros o norafricanos, y todas las víctimas son heterosexuales.
No creo que sea productiva una lectura en esa línea, ya que parecería que la idea fue simplemente administrar un sacudón sensorial, jugar con los límites de lo admisible en una película, en el marco de una estética que, no sin ambigüedades, parece disfrutar de cierto nihilismo pos-punk y la cultura del reviente nocturno, suscitando esa cosa medio ambigua, inherente a la versión más radical de esa estética, que es el disfrute franco de sus no-valores éticos, de su poder de destrucción.
Estoy bastante por fuera de esa actitud estética y de ese conjunto de gustos, tengo mucho mayor afinidad con el ideal del “menos es más”, sufro con la música dance electrónica y recibo con gratitud las intervenciones del intelecto en el arte, de modo que padecí un poco la monotonía del griterío enloquecido de la segunda mitad de Climax. Mi mirada no cómplice, mi distancia cínica, tendió a colorear la película con un tufillo tipo “mamá, mirá lo radical que soy”. Otro boicot a mi buena voluntad fue el hecho de que la banda musical arranque con una versión atroz, profanada por unos sintetizadores terrajas, de la primera Gymnopédie de Erik Satie (1888).
Pero nada de eso quita reconocer los méritos referidos al inicio, así como los elementos de interés estructural que la película contiene, y los extraordinarios números de danza.
Climax, dirigida por Gaspar Noé. Con Sofia Boutella, Romain Guillermic, Thea Carla Schott. Francia / Bélgica, 2018. En Netflix.