Llegó el virus y de golpe descubrimos o comprobamos lo mejor y lo peor de la educación a distancia; las calles se vaciaron y la tele ganó mucha de su audiencia perdida. Después del virus todo será igual y distinto. ¿La “nueva normalidad” puede ser “otra normalidad”?

El 1º de enero de 2019, Jair Bolsonaro asumió su cargo prometiendo ante las cámaras de televisión –y ya no sólo por Whatsapp– combatir la ideología de género y servir a Dios y a la patria. El 2 de octubre en Quito, y el 18 en Santiago, el aumento de los combustibles y el transporte público fue la chispa que incendió praderas, despertó volcanes y reabrió alamedas. El 20 de octubre hubo elecciones en Bolivia, pero, tras movilizaciones, cuestionamientos y contracuestionamientos, presiones armadas y muertos, renunció Evo Morales y asumió una presidenta interina diciendo que la Biblia volvía al palacio, a convivir a desgano con la whipala quemada poco antes allí mismo. El 10 de diciembre Alberto Fernández asumió la presidencia argentina, poniendo fin a cuatro años de gobierno de otro presidente que prometió lluvia de inversiones y pobreza cero, y terminó en un chaparrón de endeudamiento y hambre. El 1º de marzo de 2020 terminaron en Uruguay 15 años de gobierno de izquierda y asumió la presidencia Luis Lacalle, al frente de una coalición que incluye a un ex general que reivindica a sus camaradas de armas que cometieron crímenes de lesa humanidad durante la última dictadura militar.

De aquel 1º de marzo han pasado poco más de tres meses, pero parece una vida. Tres días antes en Ecuador, tres días después en Argentina y Chile, seis en Colombia y Perú, siete en Paraguay, diez en Bolivia, 13 en Uruguay y Venezuela llegó el coronavirus y cambió todas las agendas, prioridades y conductas cotidianas. Brasil, por su parte, iba delante otra vez: el virus llegó el 25 de febrero y desde entonces Bolsonaro se ha empeñado en no hacer nada, o al menos en intentarlo, contra viento y marea, con renuncias sonoras y muertos callados. Tal vez para recordarnos que el virus no hizo desaparecer otras preocupaciones, como las de ver llorar la Biblia junto al reguetón o la whipala y el Whatsapp, heridas por un sable sin remaches con nostalgias militares.

Virus universitas

Aquel 1º de marzo, los docentes universitarios, cada uno en su país y en su mundo, cada cual a su manera, teníamos en nuestras cabezas aquellas preocupaciones que venían del cambalache latinoamericano y otras muchas que hacen a nuestro trabajo cotidiano. Los del campo de la comunicación nos preguntábamos especialmente cómo leer y actuar en una cotidianidad cada vez más mediada y distante, más hiperinformada y desorientada, donde el marketing y los algoritmos de última generación se mezclan con pentecostalismos cuasi medievales, pero donde las calles y las plazas volvían a emerger como lugar posible para la reconstrucción de lo público.

De todos modos, en el sur del continente casi no había tiempo para pensar en esas cosas, porque aquí las clases empiezan en marzo. En las universidades públicas eso significa habitualmente la llegada de miles de estudiantes que esperan algo de nosotros. Sobre todo y antes que nada, que les demos clases. “Dar” clases puede ser hablar para multitudes, tratar de entenderlos y dialogar con ellos y ellas (al menos con algunos, algunas), proponerles hacer cosas que les interesen, dentro y fuera de las aulas. Disputando su atención (y la nuestra) con los celulares, intentando que un texto clásico tenga tanto o más sentido que un meme.

En algunos países de nuestro sur americano el virus llegó justo antes de que empezaran las clases, en otros cuando acababan de comenzar y apenas habíamos podido encontrarnos con esa multitud. En cada lugar del mundo los gobiernos y las personas reaccionaron de modos diversos. También las universidades. Algunas cosas parecen comunes, sin embargo.

De golpe descubrimos o comprobamos lo mejor y lo peor de la educación a distancia y la mediación tecnológica. Todo lo que se podía hacer por internet, las herramientas hasta ahora desconocidas o subutilizadas que ofrecían las plataformas que ya teníamos y las que nunca habíamos usado y tuvimos que aprender. Descubrimos o comprobamos que, a veces, la educación a distancia puede ser menos distante y anónima que muchas clases masivas.

Recordamos también lo sabido pero a veces olvidado. Que hay que preparar mucho las clases y los materiales, pensar bien cada actividad, su sentido preciso, las formas de evaluar. La importancia de tener en cuenta el contexto social, afectivo y tecnológico de los estudiantes. Que no es lo mismo, por ejemplo, quien estudia tranquilo en su cuarto y con su computadora que quien perdió su trabajo, tiene niños pequeños en casa y sólo cuenta con un celular.

Y nos encontramos trabajando mucho más que lo que imaginábamos en la preparación de actividades y la respuesta continua a los estudiantes, con la computadora que nos quedó vieja para estas nuevas exigencias y disputamos con el resto de la familia, con la familia cansada de nuestro continuo teletrabajo, nuestras angustias y ansiedades.

Por eso las reacciones han sido diversas en cada país y contexto. Algunos se sienten –nos sentimos– héroes que mantienen la llama de la educación encendida en medio del desastre. Otros se niegan a sostener una alternativa que sólo refuerza las desigualdades entre quienes tienen mejores y peores condiciones de acceso, poniendo además en riesgo su salud y sus derechos como trabajadores docentes. Unos piensan que con las tecnologías adecuadas se puede hacer lo mismo o casi que con las aulas presenciales; otros, que se puede y debe hacer algo diferente, pero da mucho más trabajo. Algunos temen que en internet reproduzcamos lo peor de nuestra educación presencial, otros creen que tenemos una oportunidad preciosa de repensarla y mejorarla. Muchos viven –vivimos– la disputa entre estas posturas dentro nuestro, cada día, según la hora y el cansancio, según los mensajes y los silencios de nuestros estudiantes.

Sabemos que hay vida después del virus y sabemos que será distinta. Que otra vez y como siempre todo puede ser peor y mejor. Otra educación, y la misma. Otra ciudadanía, y la misma.

Debates y dilemas como estos ponen sobre la mesa, de modo renovado, viejos asuntos. Entre otros, el reproductivismo educativo, las teorías críticas de la resistencia y las pedagogías liberadoras. La educación a distancia y su posible papel en los procesos de universalización de la educación superior. Las mediaciones tecnológicas, sus usos y vínculos con modelos pedagógicos. La ecología mediática y tecnológica de docentes y estudiantes y sus impactos en las formas de aprender y enseñar. Los recursos tecnológicos abiertos y el papel de las corporaciones privadas en la vida cotidiana y en la educación. Las condiciones de trabajo, el malestar docente y la (auto)percepción sobre nuestro lugar social. Las políticas educativas y las acciones posibles frente a las desigualdades sociales, culturales, territoriales, tecnológicas, geopolíticas.

Virus communis

De pronto se vaciaron las calles, escenario recobrado de las movilizaciones populares de 2019, y nos quedamos casi sólo –casi solos– con los medios y las redes. El informativo de las siete de la tarde se alargó y recuperó buena parte de su audiencia perdida en los últimos años, tal vez porque es una de las pocas plazas –lugar común– que nos quedan. También las burbujas de las redes crecieron: escribir-leer, grabar-oír, filmar-mirar y sobre todo reenviar tienen un lugar en nuestra vida aun mayor que el que ya tenían, que no era poco. Ahora, además, zoomear (jitsear, meetear) y otras maneras de encontrarse cara a cara, cámara a cámara.

En medio de ese ruidoso silencio ganan audiencia figuras nuevas y antiguas. El rey padre-presidente, el cuervo médico, el matemático adivinador. Nunca supimos tanto y tan poco de virus, respiradores, curvas exponenciales y aplanadas. En varios países la Policía multa al que sale sin permiso, en muchos más los vecinos y “amigos” de las redes patrullan nuestras vidas con censura lapidaria y mayor eficacia: ante la doble amenaza viral –la de la calle y la de las redes–, pocos se animan a salir. Paradójicamente, los discursos de algunas izquierdas piden más vigilancia y los de algunas derechas, más libertad.

Los espacios de debate colectivo –reuniones, foros, asambleas– perdieron y ganaron lugar en la vida las plataformas. Algunas desaparecieron o se volvieron insufribles, entre voces que se pierden y caras que no se ven. Otras, en cambio, consiguen mejor asistencia, puntualidad y brevedad resolutiva que sus antecesoras presenciales.

Algunas burbujas se vuelven espacios de construcción de nuevas solidaridades. Grupos de Whatsapp tejen hilos entre cocineros y comensales que, sin salir de sus casas, inventan un nuevo tipo de olla popular. Costureras devenidas en fabricantes de tapabocas consiguen parar su olla gracias a ese mercado solidario. Artistas que ofrecen webespectáculos a la gorra virtual. Aunque ellos la tienen más difícil porque la pantalla del entretenimiento ya tiene dueños: mientras el mundo se cae, Netflix engorda.

Pero algo queda fuera de las pantallas. En muchos balcones sudamericanos volvieron a sonar las cacerolas que hacía tanto no se oían, y se sumaron aplausos, conciertos y canciones. También se oyen pájaros olvidados en la ciudad.

En algunos lugares vamos saliendo a la calle otra vez. Algunos nunca dejaron de hacerlo, claro, porque las papas y el arroz no se plantan ni se cosechan en la web ni llegan solas hasta casa. La sociedad del metro y medio y el tapabocas empieza a dibujarse en la vida cotidiana. Rebrotan las manifestaciones populares, con más o menos distancias, a pie o en caravanas de autos y motos que mezclan bocinas con La Internacional. La “nueva normalidad” también puede ser la “otra normalidad”. Será una sociedad más pobre y vigilada, seguramente, pero tal vez más creativa y atenta a la vida y el tiempo.

Sabemos que hay vida después del virus y sabemos que será distinta. Que otra vez y como siempre todo puede ser peor y mejor. Otra educación, y la misma. Otra ciudadanía, y la misma. Otra comunicación vendrá, y la misma volverá. Sabemos también que hay algo que cuando llegue soltará las amarras del corazón. Algo que estaremos esperando siempre: un abrazo.

Gabriel Kaplún es docente e investigador de la Facultad de Información y Comunicación de la Universidad de la República. Este artículo fue publicado originalmente en la revista Question, de la Universidad Nacional de La Plata, en junio de 2020.