Mi amiga Beatriz odia que le digan que tiene que salir. Que salga a disfrutar, a divertirse, al menos a despejarse un poco; que vaya a caminar, a ver a una amiga, que le hace bien. Ella sufre cuando tiene que salir de su casa. Cada vez que le insisten en que salga se enoja y pide que la dejen en paz. Su sentimiento no es nuevo, es tan familiar como su radio o como los retratos de sus hijos cuando eran niños en las paredes de su cuarto. Alguna vez le dijeron —entre muchos diagnósticos— que el sentimiento podría ser síntoma de ataques de pánico. Cuando hablo con ella por teléfono, con la pandemia recién estrenada, la noto diferente, alegre, serena y despreocupada, habla fluidamente y se muestra interesada por todos. Inteligente, sabe que es momento de ayudar a sus amigos y motivarlos, pero también que en este extrañísimo instante nadie le podrá decir lo que tiene que hacer y que no escuchará ningún “salí, disfrutá, divertite”.
Para algunos, y sólo para algunos, parece que el problema —o la solución— no fuera la pandemia sino otro. Un fenómeno previo, instalado en las sociedades actuales como una forma de habitar el planeta —en apariencia, no especialmente terrible— en la cual las comodidades, la tecnología y el confort pueden suplantar, o resolver por un rato, otras necesidades más arcaicas.
la diaria habló con algunas personas que pasaron los meses de cuarentena más o menos aisladas, más o menos en soledad, entre las paredes de sus hogares.
Sobrinos, muffins y escaleras
“Yo lo que miro son las ventanas cerradas de ella”, cuenta Cristina, de 70 años, sobre su vecina de enfrente —la que se fue a vivir a España hace tiempo y dejó su casa vacía— y lo que se ve cuando levanta su única persiana, en la ventana que da al interior de un viejo edificio de La Comercial. El 13 de marzo escuchó las noticias y al principio no se preocupó demasiado. Más tarde, ese mismo día, recibió la llamada de uno de sus sobrinos que le dijo: “Mirá que para las personas mayores de 65 años es más peligroso. Vos quedate ahí que nosotros te llevamos todo”.
Hace unos pocos días, y después de respetar a rajatabla la cuarentena durante tres meses, decidió salir a la calle de nuevo. “A mí me gusta una panadería que hay por ahí, en la calle Campisteguy, y también fui a visitar a una amiga que conocí en la iglesia, a ver si quería dar una vuelta”, cuenta Cristina. Así reinició su rutina, que antes de la pandemia incluía largas caminatas y mucha actividad.
Durante su encierro, bajó y subió las escaleras de su edificio para hacer gimnasia, cocinó muffins de espinaca y tartas dulces y saladas para sus sobrinos, volvió a leer la Biblia, extrañó no poder ir hasta la casa de su amiga Susana para mirar la novela de la noche juntas y se entretuvo con una revista de sopas de letras de 1.500 páginas.
“Los primeros días me quebré mal, lloré bastante, me angustié, hasta que dije ‘ta, no puedo seguir así, yo tengo fe, y esto se va a terminar algún día”. Además de mencionar a sus valiosos sobrinos, Cristina valora la presencia de “una doctora muy jovencita” que la ayudó con las compras de todos los días y le prestó Tomillo silvestre, de la escritora Rosamunde Pilcher, otra de sus lecturas de cuarentena.
Dice que no se aburrió para nada y que después de acostumbrarse a su nueva normalidad, no le alcanzó el tiempo para todo lo que pretendía hacer. “Me levantaba, rezaba el evangelio, que me llega al celular [en un audio de la Iglesia Católica]; ponía la radio con [Emiliano] Cotelo, de toda la vida; organizaba la comida, y a la tarde miraba Cennet [una telenovela de producción turca]. Es espantosa, pero hay que terminarla”.
Una argentina en Uruguay
Estela, de 38 años, es antropóloga, nació y vivió buena parte de su vida en el Chaco, Argentina, y en 2019 se mudó a Uruguay, enamorada del carnaval de este país. “El aislamiento, no por nada, fue usado históricamente como una herramienta de tortura. En este seudoapocalipsis que estamos viviendo la primera reacción que tuve fue infantil, primaria, me quise ir con mi mamá. Pero todo fue tan rápido y vertiginoso que para cuando osé tomar una decisión ya tenía la circulación restringida, el peligro inminente y las fronteras cerradas”, cuenta sobre esos primeros días en soledad y alejada de la familia. “Mi metamorfosis emocional iba día a día, o hasta hora a hora. Pila de ganas de hacer cosas, hasta tiempo muerto sin ganas de hacer nada”.
Ni bien comenzó la pandemia, Estela perdió su trabajo, tuvo que hacer malabares para poder seguir pagando el alquiler, sufrió la pérdida de un familiar y trató de buscar ayuda en sus amigas uruguayas. “Cuando volver a casa ya no fue una opción me angustié mucho y me abandoné. La tristeza te brota de la garganta y ahoga, enoja mucho. Pero en medio de esta montaña rusa de emociones entendí que iba a tener que pasar mucho tiempo conmigo, y que por lo menos lo tendría que hacer en un espacio agradable”. Entonces cambió muebles de lugar, hizo “manualidades mediocres” y puso luces nuevas. “Nunca me sentí culpable por los días o las horas en los que me permitía no hacer nada de nada. Es como que no podemos dejar de producir. Aunque el cagazo por una pandemia mundial nos abrume y nos hayan cambiado todas las preguntas y las pocas certezas que creíamos tener. No podemos hacer de cuenta que el miedo no existe, o que la ansiedad y la angustia tampoco”.
Una uruguaya en Argentina
Clara, de 66 años, se crio en Sayago pero hace más de 30 años que es local en el barrio porteño de Constitución. Ya cuenta más de 110 días de cuarentena dentro de su apartamento y, como desde que la Presidencia anunció el encierro, sólo baja a la calle para hacer compras una vez por semana. “Cuando salís la sensación es de mucha tristeza. Es como si estuviéramos envueltos en una oscuridad. Está todo como en la película esa, El día después. Los negocios están con las cortinas bajas, la poca gente con la que te cruzás va con la cabeza gacha. Parece que todos estamos dormidos, soñando algo extraño. Y en las veredas, si antes veías papeles y cigarrillos, ahora ves tapabocas tirados por todos lados”.
Clara se refugió en sus actividades laborales y en cierto ritmo que encontró ayudando a otras personas y haciendo ejercicio en su máquina caminadora. Extraña los abrazos de su familia, aunque aprendió a suplirlos con videollamadas diarias. “No me cuesta estar en mi casa, lo siento como un lugar de mucha paz. Cuando uno logra un equilibrio entre el afuera y el adentro creo que es más llevadero”, dice.
Desde la computadora instalada en su escritorio se encarga de agendar pacientes de un consultorio médico, y en su rol de practicante chamánica da cursos online y registros akáshicos: “La estoy pasando sola pero bien, aunque no todos los casos son iguales. Mucha gente pide ayuda porque no puede soportar estar aislada. Acostumbrarte no te podés acostumbrar nunca, porque los seres humanos nacimos para vivir comunicados. Lo que más me preocupa es cómo vamos a estar después de que salgamos de esto. Hay mucha gente sin trabajo, pero no nos podemos desesperar. Esto nos ha demostrado que podemos, que tenemos una fuerza interior que nos permite salir adelante”.
Saludable soledad
Alejandro, de 51 años, es diseñador gráfico, vive en Pocitos y se reconoce noctámbulo y solitario. Dice que desde hace años vive de madrugada y que había abandonado la idea de cambiar sus horarios hasta no hace mucho. “La cuarentena me cambió el reloj, empecé a vivir mucho más de día y a disfrutar los desayunos”. Recuerda sólo un episodio de paranoia, en la primera quincena de marzo, en una salida para hacer compras: “Para mí la cuarentena tuvo algo premonitorio. Yo ya venía en un proceso muy ermitaño, muy recluido, con pocas ganas de ver gente, y salía sólo lo imprescindible. Iba al trabajo y volvía, estaba mucho tiempo en mi casa. Así que cuando empezó todo esto, no me afectó mucho. Al contrario, era casi una justificación legal de lo que estaba haciendo y puedo decir que hasta lo disfruté. Había hecho una reforma en casa y no había disfrutado del cambio. Con el encierro empecé a valorar y a descubrir lo que había hecho”, dice.
Alejandro comenzó a comer de forma más saludable y a ir a la feria de su esquina. “Prácticamente no la conocía”, confiesa. “Una madrugada me di cuenta de que los miércoles a las cinco o seis de la mañana llegaban los tipos a armar la feria, y los sentí como una compañía. Ese día sentí la soledad de verdad”.
Amigos de Facebook
Luis, de 37 años, vive en un apartamento en el Centro y tiene un comercio en Las Piedras, Canelones. En pequeñas hojas de cuaderno pegadas con cinta adhesiva cerca de su computadora anota protocolos y rutinas que le sirven para ordenar su neurosis asumida. En una de ellas tiene organizadas 18 horas del día, con los tiempos que le lleva viajar en ómnibus, desayunar, descansar, meditar, el que dedica a lecturas en Kindle, a hacer ejercicios o a rituales como consumo de podcasts y redes sociales.
“Responden mejor a los bisílabos”, me explica, sobre los nombres de las dos gatas que lo acompañan (Rita, “la mamá”, y Dora, “la hija”), y dice que todavía no se recupera de la pérdida de su anterior compañero felino, Tuxedo.
Mientras repara, de pantuflas, dos goteras en el techo de su apartamento, recuerda el día siguiente a la declaración de emergencia sanitaria, el 13 de marzo: “El último viaje que hice a Las Piedras fue el sábado 14. Fue un viaje distinto, notaba que había algo raro en el ambiente. Éramos solamente tres personas en el ómnibus. Llegué y me vine enseguida que pude, fui a visitar a mis padres el domingo, volví y me encerré”. Luis no ve a sus padres desde ese 15 de marzo, y si bien ya volvió a viajar hasta su trabajo, todavía mantiene estrictas sus medidas de limpieza para la llegada y la salida de su hogar.
“El lado de mi neurosis tiene que ver con imaginarme cosas y adelantarme a lo que va a pasar. Me acuerdo de que al principio tenía en la cabeza la cuenta de cómo se supone que se contagia el virus. Cada persona contagia a tres más, y así sucesivamente, y seguía la cuenta al infinito. Al principio sentí que esto iba a estar bravo, hasta que dije ‘pará, estoy haciendo lo que hago siempre, esta es mi vida cotidiana, con algunos cuidados cuando salgo a la calle’. Me la esperaba de otra manera. Mi vida ya estaba armada para vivir solo. Cuando logré ordenar ese razonamiento me dije: ‘Yo puedo soportar esto’”.
Hace unos días Luis se abrió una cuenta en Facebook, aunque sólo para sus amigos. Lo hizo con un fin muy particular: volver a ver las fotos de un viaje que hizo junto a Cecilia y otros amigos, luego de que Mark Zuckerberg recordara en el muro de su amigo ese álbum de siete años atrás. “Creo que eso tuvo que ver con el aislamiento. ‘Vamos a estar conectados por acá, por lo menos’”, concluyó, y se inventó una nueva cuenta.
Cecilia festejó su cumpleaños 42 sola. El 25 de marzo escribió en su diario: “No estoy dimensionando nada, pero me puse a pensar que mi madre no está bien. Vivo en una burbuja de privilegios. Ni pienso en que me pueda enfermar, ni en que pueda cambiar mi vida para peor, ni en nada. Me preocupa mi despreocupación. Es no enterarse, es casi psicopatía”, y me explica: “Pensé que no me estaba tomando las cosas lo suficientemente mal, como una especie de cargo de conciencia. Me parecía que así como estaba podía quedarme un buen tiempo. ‘Hija de puta, tenés una casa, cobrás todo el sueldo, vos estás pasando bárbaro. Hay gente que la está pasando como el culo. Deberías estar peor. La cosa está jodida y vos no estás lo suficientemente mal. Sos una porquería y no te importa la gente’, pensaba”.
La amiga de Luis vive en Colonia del Sacramento y es profesora de Historia. Toda su familia y sus amigos están en Montevideo. Al principio creyó que iba a aprovechar su tiempo haciendo un montón de actividades, y también que iba a enloquecer: “Me pasaba de tener días de dormir 12 horas, y cuando me levantaba andaba en casa dando vueltas sin hacer nada en particular, como una pasmada. No sentía la voluntad ni de seguir una serie. Me empezó a faltar constancia para hacer cosas”, relata.
“Cuando tenía clases por Zoom terminaba hecha pedazos”, cuenta sobre sus horas de trabajo. “Nosotros [los docentes] no supimos nunca nada: cuándo volvían las clases, si volvíamos en junio”, recuerda. “Yo era la que daba la cara ante la angustia y las preguntas de los gurises. ‘¿Profe, vamos a volver o no vamos a volver?’. Y era ‘no sé, no sé, no sé’. No tener directivas claras de ningún lado resultaba muy bravo. Nadie sabía qué era obligatorio o cómo evaluar a los chiquilines. Desde las direcciones de Secundaria todo eran preguntas, y no había respuestas. Sólo un ‘vayan viendo’, y en contrapartida teníamos una fiscalización súper fuerte. Entre los grupos que armaban las direcciones y las inspecciones todo el tiempo te estaban contactando, llamando, mandando mensajes. No sabían muy bien qué estabas haciendo, pero por las dudas preguntaban. No había nada muy claro”.
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