Hoy es 9 de octubre. Faltan 18 días para las elecciones nacionales.
La cantidad de homicidios en Uruguay ha tenido picos alarmantes en los últimos años y presenta una tendencia creciente, con altibajos, en las últimas dos décadas. En el contexto de la campaña electoral, las discusiones al respecto se cargan, como muchas otras, de intencionalidad política.
Las cuestiones de seguridad pública están entre las más sensibles para la ciudadanía, y gran parte de los discursos partidarios en la materia buscan influir sobre las intenciones de voto, ya sea mediante la atribución de responsabilidades a los adversarios o la promesa –no siempre fundamentada– de soluciones.
Esta situación deja demasiadas veces en segundo plano que el problema requiere nuevos acuerdos básicos para desarrollar políticas públicas de largo aliento, que deben integrar enfoques científicos y articularse en distintas áreas. Por lo tanto, es una buena noticia que avancen los intentos de situar y enfrentar el fenómeno a partir de la investigación, superando enfoques simplistas que no han logrado buenos resultados.
Uno de esos intentos es el trabajo de los criminólogos Emiliano Rojido, Ignacio Cano y Doriam Borges, presentado ayer, que revisa las evaluaciones de impacto de programas para bajar los homicidios en América Latina y el Caribe, con el propósito de comprender cuáles son eficaces, cuáles no y cuáles resultan contraproducentes.
No es sencillo, en Uruguay ni en ningún otro país, lograr una prevención eficaz de los homicidios. Para empezar, porque no se deben a una sola causa que sea posible contrarrestar en forma aislada. Los cambios de orientación en el Ministerio del Interior al comienzo del actual gobierno, que apostaron al aumento de la presencia policial en las calles, tuvieron poco efecto sobre las prácticas homicidas en el marco de conflictos entre grupos del crimen organizado, cuya presencia en nuestro país avanza. A la vez, la violencia de género es responsable de femicidios cuya cifra, por motivos fáciles de comprender, tampoco se puede abatir con un mayor despliegue de patrulleros.
Hay, por supuesto, un común denominador que tiene que ver con la devaluación de la vida humana, pero los motivos son diversos, no tienen el mismo peso en todos los contextos sociales, y el trabajo cultural para hacerles frente requiere diferentes estrategias, necesarias pero que de ningún modo bastan por sí solas o en el corto plazo.
La investigación de Borges, Cano y Rojido señala que las evaluaciones de impacto de políticas en la región han tenido con frecuencia debilidades metodológicas, y que además sería imprudente llegar a conclusiones generales, porque lo que funcionó bien en un lugar y un momento dados no aporta una receta genérica para la eficacia. De todos modos, hay hallazgos relevantes y significativos para el trabajo pendiente. Uno de ellos es que, según los datos disponibles, la participación de militares en tareas de seguridad pública no se asocia con una disminución de los homicidios, sino con su aumento.
El resultado de las elecciones será relevante para el diseño de políticas futuras, pero también parece indispensable que el sistema partidario se comprometa en una búsqueda de acuerdos apoyada en evidencias.
Hasta mañana.