Hoy es 1º de octubre. Faltan 26 días para las elecciones nacionales.

El 15 de este mes terminaron las sesiones ordinarias del Parlamento elegido en 2019, y para comenzar un balance de su desempeño podemos anotar que fue, desde la salida de la dictadura, el que tuvo menor número de proyectos de ley presentados y el segundo con menos proyectos aprobados, 479, de los cuales más de la mitad se refirieron a cuestiones administrativas. Así lo indica un estudio del Programa de Estudios Parlamentarios de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República, pero no basta, por supuesto, con tener en cuenta los datos mencionados, que se pueden interpretar de varias maneras.

Una de las reacciones más inmediatas y simplistas puede ser atribuirles a los actuales parlamentarios un nivel bajo de dedicación a su trabajo o de solvencia. Sin embargo, si dejamos de lado la inclinación a pensar que todo tiempo pasado fue mejor, podemos ver que el elenco en funciones no está realmente muy por debajo de otros anteriores. Aunque algunas personas se hayan destacado más por su tendencia a hacer declaraciones y tuitear que por su labor legislativa, son pocas.

Por otra parte, es cierto que en este período de gobierno el Poder Ejecutivo ha tenido un marcado protagonismo y envió 70% de los proyectos aprobados, pero el presidencialismo no empezó en Uruguay con Luis Lacalle Pou, y ese factor no explica que el total de tales proyectos sea bajo.

También habrá quienes piensen que la escasez tiene que ver con el hecho de que, en 2020, la Ley de Urgente Consideración (LUC) aprobada por el oficialismo reunió iniciativas sobre muchos asuntos distintos (que habría sido mucho más prudente tratar por separado), pero aun si contáramos esa ley como 15, el total seguiría siendo poco en comparación con otras legislaturas.

El politólogo Daniel Chasquetti dijo a la diaria, con acierto, que la actual coalición de gobierno “no tenía más programa”. En otras palabras, que todos los acuerdos oficialistas capaces de reunir mayorías parlamentarias se manifestaron en las leyes aprobadas, y que en otras áreas las discrepancias internas fueron insuperables.

De hecho, esto ocurrió ya en 2020, cuando el presidente Lacalle Pou incluyó en el proyecto de Presupuesto y en el de urgente consideración iniciativas que no fueron aceptadas por la cantidad suficiente de sus socios. Luego hubo, notoriamente, proyectos colorados (como el de eutanasia) y cabildantes (como el de reestructuración de deudas) que quedaron en minoría dentro del oficialismo.

También parece haber incidido que Lacalle Pou no aceptó formar una especie de “mesa política” de la coalición de gobierno, ni siquiera como ámbito de intercambio ocasional, y tampoco hubo organismos formales o informales con el cometido de ampliar la agenda común e impulsar proyectos.

Por último, pero no con menor importancia, cabe señalar que la actitud general del oficialismo en muchas áreas relevantes apuntó, después de tres períodos consecutivos de gobierno frenteamplista, bastante más a reducir o desmantelar programas y regulaciones estatales que a instalar diseños institucionales nuevos. En este sentido, quizá tendríamos que medir su desempeño en términos de productividad negativa.

Hasta mañana.