Hoy es 10 de octubre. Faltan 17 días para las elecciones nacionales.
En la campaña de 2014, Luis Alberto Lacalle Herrera prácticamente desapareció. El motivo explícito: no quería complicar el liderazgo de su hijo, Luis Alberto Lacalle Pou, que había ganado las internas del Partido Nacional y por primera vez competía por la presidencia de la República. La situación, con pequeñas variantes, se repitió en 2019. Entonces, tras vencer a Daniel Martínez en el balotaje, Lacalle Pou se permitió “desproscribir” a su padre cuando en su discurso triunfal lo mencionó directamente y le adjudicó la autoría de la imagen “las nubes pasan, el azul queda”.
Si bien en estos últimos años Lacalle Herrera ha tenido una vida pública activa –después de todo, es uno de los pocos expresidentes con vida y sus apariciones siempre concitan interés–, llama la atención su intervención directa en la actual campaña.
La cobertura de Ignacio Martínez permite conocer nuevos detalles de las dificultades de la lista 71, a la que Lacalle Herrera, como representante histórico reputado, ahora viene a rescatar. Además de rencillas internas y asuntos logísticos –hay que mencionar la ausencia del exsenador Gustavo Penadés, uno de los puntales de la agrupación, debido a su apresamiento–, el “viejo herrerismo” también atraviesa una crisis de identidad. Su hegemonía ideológica en el Partido Nacional –una combinación de neoliberalismo en lo nacional y caudillismo en lo departamental– ha vuelto más complicado distinguir sus marcas identitarias: todo el partido parece haberse apropiado de la mayoría de sus concepciones fundamentales. Es un caso de éxito paradojal que se ha convertido en un juego de supervivencia.
La lista 71, la de los Herrera, hoy está sumida en una lucha por la gestión de una escasez que anunciaron las elecciones internas de junio, que confirman las encuestas semana a semana y que no parecen revertir la aproximación al grupo y la caja de Juan Sartori. Ante ese escenario paupérrimo, la apuesta por el retorno de Lacalle padre apunta apenas a un nicho –en la acepción espacial de la palabra–, pero no deja de ser tentadora.
Además de las penurias de su antigua lista, se puede pensar en otras circunstancias que habilitan la reactivación de Lacalle Herrera. En 2014, él y su entorno no sólo fueron radiados de la propaganda del Partido Nacional por su asociación simbólica con el “viejo herrerismo”, sino también porque aún resonaban en gran parte de la ciudadanía los casos de corrupción que una porción de ese elenco había protagonizado durante el gobierno que actuó entre 1990 y 1995. En 2014, unos cuantos nacionalistas le adjudicaban a la persistencia de esa memoria la derrota de su partido en 2009, cuando Lacalle Herrera fue el candidato y fue vencido por José Mujica, por lo que resultaba sensata la exclusión del expresidente de la propaganda. Hoy no sólo han transcurrido otros diez años que nos alejan más de los hechos de la década de 1990, sino que escándalos más recientes se les superponen en el recuerdo y los disminuyen, ahora naturalizados por la falta de consecuencias de peso. No está claro todavía qué significan “azul” y “nube” en este nuevo contexto.
Hasta mañana.