Hoy es 23 de agosto. Faltan 65 días para las elecciones nacionales.

El presidente Luis Lacalle Pou decidió realizar un gesto público de apoyo a la aplicación de la ley de internación involuntaria, que comenzará este domingo, y no sólo estableció mediante un decreto el protocolo de actuación en la materia, sino que además se reunió en la Torre Ejecutiva con siete jerarcas de organismos que tendrán responsabilidades operativas.

Este gesto de respaldo tiene significados políticos. Las internaciones involuntarias ponen en escena una voluntad de “poner orden”, o más bien de retirar a personas en situación de calle del campo visual de otra parte de la población, que se siente perturbada por su presencia. Intentó hacer algo así Jorge Larrañaga, al comienzo de su gestión como ministro del Interior, mediante traslados desde barrios cercanos al centro de Montevideo hacia otros alejados de este. No tuvo mucho éxito, porque la gente desplazada volvía a los lugares en los que la mendicidad y la revisión de residuos le resultaban más provechosas.

Lo complicado, del lado de los espectadores, es la falsa percepción de que cruzarse con menos personas en situación de calle significa que el problema se está resolviendo. Esto es seductor para quienes creen posible y necesario restaurar un pasado presuntamente mejor, en el que la miseria era más fácil de ignorar. En el terreno de lo más inmediato y superficial, la seducción puede tener efectos electorales. En un sentido más profundo, refuerza una ideología.

En términos ideológicos, no se trata sólo de la cuestión de las personas en situación de calle; el dispositivo que se va a poner en marcha potencia una articulación muy amplia de convicciones. Veamos, por ejemplo, lo referido al vínculo entre esa situación, los trastornos de la salud mental y el consumo problemático de drogas.

En rigor, la norma permite internar sin su consentimiento a las personas cuya descompensación por patologías psiquiátricas o consumo de sustancias psicoactivas las ponga en una situación de riesgo o implique un riesgo para otras personas. En el plano de lo imaginario, se refuerza la noción de que la gente vive en la calle porque “está loca”, “vive drogada” o ambas cosas.

Así se desestima la incidencia de otros factores, como el aumento de la pobreza durante el actual período de gobierno o las graves deficiencias en la aplicación de la ley de salud mental, aprobada hace ya siete años. También se presupone que los trastornos y las adicciones son más causa que consecuencia de la situación de calle, y se abre un riesgo cierto de que cualquier persona en esta situación sea considerada internable contra su voluntad.

En este sentido, tengamos en cuenta que la norma que empezará a aplicarse indica que, aunque una persona no esté descompensada, si “mantenerse a la intemperie” puede “determinar un deterioro considerable de su salud”, también será trasladada aunque no quiera, con participación de la Policía si se resiste. Con el frío que está haciendo, esta última causal se puede aplicar, seguramente, a todas las personas mal abrigadas y mal comidas que pueblan las calles.

Mientras las historias de esas personas se repitan en la sociedad, “despejar” las calles será en vano.

Hasta el lunes.