Hoy es 26 de agosto. Faltan 62 días para las elecciones nacionales.

En el artículo de Project Syndicate incluido en esta edición se habla de cómo, en sintonía con una serie de derrotas de la ultraderecha, el Partido Demócrata estadounidense estaría consiguiendo “dar vuelta” una elección que parecía perdida ante el Partido Republicano de Donald Trump. El autor, Jan-Werner Müller, le dedica unos cuantos párrafos al éxito del adjetivo weird en la campaña demócrata. Su equivalente en español sería “raro”, “extraño”, “fuera de lugar”, y quien lo puso en circulación fue el gobernador de Minnesota y actual candidato a la vicepresidencia Tim Walz.

Se trata de un término descalificativo, y allí no habría novedad. Sí la hay en que esté dirigido a los candidatos rivales en vez de a sus votantes. Como recuerda Müller, en las elecciones de 2016 la candidata demócrata, Hillary Clinton, cometió el error de insultar a los seguidores de Trump cuando dijo que la mitad de ellos eran “una canasta de nefastos”. Walz, en cambio, deja siempre bien claro que los “raros” son JD Vance, el senador elegido por Trump para acompañarlo en la fórmula presidencial, y el propio Trump.

Walz contaba con dos ventajas para imponer su mote. La primera: su propia imagen de hombre bonachón (padre de familia, profesor de secundaria, DT de equipos liceales) y a la vez duro (fue militar de reserva, sale a cazar) lo acerca al imaginario del “tipo común”. Desde ese lugar, adquirió cierta autoridad simbólica para calificar las políticas que promueven sus oponentes como alejadas del sentido común. Allí aparece la segunda ventaja: esas políticas son efectivamente impopulares, sobre todo las referidas a la restricción de los derechos reproductivos, a los recortes al acceso a la salud y a la defensa del porte de armas indiscriminado.

De algún modo, el gobernador de Minnesota –representante de una larga tradición progresista del Medio Oeste norteamericano– señaló algo evidente, pero que nadie acertaba a decir con claridad: que sus adversarios se oponen a la opinión mayoritaria de la población estadounidense en temas muy sensibles, y que lo hacen basados en creencias “raras”, ajenas a las ideas de justicia y libertad.

La campaña electoral estadounidense, como probablemente la nuestra, durará hasta noviembre y se desatarán otras batallas para ganar la posición del sentido común entre la opinión pública. Por aquí, y en esta misma edición, podemos encontrar unos cuantos ejemplos de choques de relatos que buscan ese mismo lugar.

Así, podemos leer sobre nuevas repercusiones locales del proyecto de poner impuestos a los “superricos” que lleva adelante el presidente de Brasil, en un intento por modificar la discusión global en torno a la desigualdad social. También podemos leer sobre la oposición que encuentra la causa ambientalista en Paysandú, donde al parecer colindarían un área protegida y una planta de combustibles e hidrógeno verde. Asimismo, podemos leer, en las notas sobre el Día del Comité de Base, instancias de disputa acerca del rumbo que debería tomar un eventual gobierno frenteamplista a partir de 2025.

Ninguno de los involucrados en estos debates parece tenerlo tan fácil como Tim Walz, que encontró a sus adversarios en claro orsai.

Hasta mañana.