Quedan pocos días para comenzar el carnaval y Cuareim 1080, la comparsa de los hermanos Silva, ensaya a diario para ganar las llamadas y el concurso oficial. “Si no nos esforzamos más, ahí atrás tenemos tres que quieren lo mismo, eh”, les dice Guillermo a los integrantes de la cuerda de tambores, un sábado de tarde con sol y lluvia, cerca de la rambla, en Barrio Sur, a la altura de Paraguay.

El espacio al aire libre les resulta ideal, en estos días de incertidumbre, y además está cerca del galpón y de su casa cultural, los otros dos lugares donde preparan sus espectáculos.

A las cinco las nubes tapan todo el cielo de gris pero no llueve aún. Dispuestos en forma de semicírculo, los músicos arman la cuerda con tambores chicos, repiques y pianos, algo entreverados, con algunos pianos más al frente y en el medio, y siguen las directivas de Guillermo y Wellington. Hoy, Mathías se encarga de otras tareas lejos del lugar.

El piso es de tierra, justo en la mitad de la cancha de fútbol del predio, con charcos de agua que van desapareciendo luego de la terrible tormenta de la madrugada.

Hay picados en los dos arcos y niños con camisetas de Peñarol, Boca Juniors y el Barcelona. Los espectadores observan y escuchan a la cuerda, sentados en la tierra donde todavía crece pasto, o de pie, sobre la angosta vereda antes de la rambla.

Hay tres grandes edificios desde donde se puede ver el espectáculo. Dos de color naranja, uno a cada extremo del paisaje, y el más nuevo, en el medio, entre gris y celeste, con forma de cilindro y a estrenar, hace sombra en la mitad de la cancha.

Subiendo una cantera, o llegando hasta ahí desde Carlos Gardel, la gran balconada de los inquilinos permite construir una perspectiva algo más lejana pero igualmente atractiva de todo lo que sucede mientras Guillermo y Wellington trabajan en una sucesión de ritmos que por ahora solo ellos pueden escuchar.

Además de los curiosos, y las amistades, otros integrantes de la comparsa se quedan un rato, o pasan a saludar, como Nacho Cardozo, responsable de la puesta en escena, que lleva un paraguas a cuestas y sigue rumbo al galpón.

Una pelota pica cada vez más lento y cae dentro del semicírculo. Guillermo se agacha para tomarla con sus manos, se levanta y le pega un puntín para que se reinicie el juego de los niños. Camina de brazos cruzados, llega casi hasta la rambla y vuelve a enfrentar a sus compañeros. Suenan los tambores por diez segundos: “Eso es lo que hay que hacer”, les responde, cuando escucha algo parecido a lo que busca.

A su lado, Wellington observa con plena calma cada movimiento de tambor, cada movimiento de los tamborileros y de toda la cuerda junta. No dice nada, o parece, cada tanto se arrima a Guillermo y le sugiere algo. Regresa a su lugar, de pie, con una botella de refresco naranja de seiscientos centilitros por la mitad.

Suenan nuevamente los tambores por unos segundos y se detienen. Se propone un breve descanso y los hermanos se apartan del grupo para discutir algo importante. La charla será brevísima. Lo único que puede entenderse sin dificultad es un gesto de la mano izquierda de Wellington: “Un poco menos”, parece que dijera, y recuerda a Robert de Niro en su papel en Buenos Muchachos. Su lenguaje en código, su reserva y, en especial, esa calma de algo que pasó muchas veces antes y que seguirá pasando más allá de este día, su voluntad y cualquier otra circunstancia casual.

Este año, el espectáculo de la comparsa lleva como nombre el de su gran cacique, Waldemar Silva, conocido por todos en el barrio como Cachila. Sus hijos y su familia le rendirán homenaje, luego de su desaparición física en enero de 2021. Por eso, este carnaval lo viven de forma intensa y diferente a otros, y eso puede palparse en los rostros de cada uno de los componentes.

Cerca de las siete de la tarde Guillermo ya caminó varias cuadras en pocos metros, desde la rambla hacia los tambores; fue y vino mirando hacia el cielo, buscando en algún lugar de los puntos cardinales la fórmula entre las fórmulas, su esencia. Cierra los ojos, patea piedritas, se deja abrazar por algún confianzudo, hasta que se da vuelta, y encara otra vez los tambores: “Muchachos, la dificultad de lo simple está en hacerlo bien”, les dice con serenidad, tratando de buscar la suya, y prueban una vez más. “Dos golpes a tierra, y uno arriba”, son ocho golpes conectados de una forma intrincada, para que uno de ellos desaparezca de repente.

Esta es sólo una parte del retrato de ese tiempo móvil, que solamente puede completarse con el resto de los instantes: Guillermo saca una puteada del pecho y se las grita, pegada a un chiste absurdo que disuelve en el aire cualquier tipo de nervios. Muchos se ríen a carcajadas, otros acompañan la complicidad y se relajan, algunos no pueden cambiar tan rápido el semblante y se mantienen concentrados con los pies en la misma tierra mojada, en la postura que les permite seguir metidos en la tarea; Wellington mira a Guillermo y se entienden sin palabras. Probarán con otra variante que sólo ellos dos conocen. Otra vez, mientras chispea, amagan a irse si arranca, y como no llega la lluvia, siguen por horas ensayando la misma sucesión de golpes.

Cerca de la noche, baja el cuerpo de baile, que luego se unirá a los tambores para seguir ensayando la figura escénica de una mariposa. Debajo de un árbol gigante descansan las telas y los mástiles de las banderas y el estandarte, bajo la sombra más vieja.