Vayamos a un día cualquiera hace unos 68 millones de años. El planeta aún era dominado por los dinosaurios. Una niebla espesa se había instalado en la rivera de un río en el que un Edmontosaurus, un gigante de 13 metros y cuatro toneladas que se conoce como dinosaurio pico de pato, se alimentaba de la abundante vegetación. El pico de pato sabe, como sabe cualquier mamífero herbívoro de nuestros días, que en los ríos el alimento y la vida proliferan. El asunto es que los carnívoros también tienen ese conocimiento y suelen esperar agazapados y sigilosos la oportunidad de llevarse algo al estómago. El edmontosaurio ha visto en otras ocasiones al terrorífico Tyrannosaurus rex por la zona, e incluso hoy ha sentido su fuerte olor mientras atravesaba los pastizales; pero si cada vez que oliera a un depredador se quedara sin comer ni tomar agua, hace años que hubiera muerto de inanición. La vida del herbívoro es así: estar siempre alerta y contar con la fortuna de que el carnívoro se alimente de otro animal que no sea uno.
Mientras mastica, el edmontosaurio siente en su cuerpo que la tierra se sacude. Sin embargo no sale disparado, pues está familiarizado con esos temblores: son los pasos del dinosaurio de varias toneladas que olió más temprano. Sin dejar de arrancar la hierba, controla en alerta máxima que los pasos no se sientan cada vez más potentes, clara señal de que el T-rex quiere convertirlo en su aperitivo. Tranquilo, sigue moliendo sus tiernos vegetales, ya que el T-rex se mantiene correteando a unos cómodos 20 metros de distancia, suficientes para iniciar una maniobra de huida y cruzar las patas para que el tiranosaurio se tope con otro plato viviente. Levanta la vista para corroborar que así sea, pero la niebla pegajosa no deja ampliar la información. Por el trepidar del piso, el T-rex sigue lejos. Al bajar su pico aplanado para dar otro bocado, la adrenalina irrumpe en su torrente sanguíneo llenándolo de un espanto paralizante: los filosos dientes del tiranosaurio está a escasos centímetros de su vulnerable cuello. Mientras espera lo inevitable, su cerebro reptiliano repasa la escena y no entiende cómo el gigante carnívoro se acercó tanto sin que lo notara. No es consuelo, pero ni el más avispado de los humanos tenía la más pálida idea de cómo eso podía haber sucedido hasta que, en octubre de 2018, el biomecánico Ernesto Blanco, el biólogo Washington Jones y el físico Nicolás Benech publicaron un artículo científico en el que establecen que los grandes dinosaurios carnívoros poseían camuflaje de movimiento de ondas sísmicas. “Haberlo sabido antes”, se dice el gigante herbívoro antes de prestar sus átomos para que el ciclo de la vida continúe.
La intuición y la saga Parque Jurásico
Nadie se levanta un día pensando que los dinosaurios terópodos carnívoros tenían camuflaje de movimiento de ondas sísmicas. Sin embargo, la intuición de un científico trabaja de formas extrañas. Ernesto Blanco, investigador que, además de ser docente de la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República se ha dedicado a la divulgación científica, cuenta que la idea arrancó por un pálpito. “El trabajo tiene un antecedente muy claro en los trabajos que hice antes con el paleontólogo Andrés Rinderknetcht, y luego también con Washington Jones, sobre los perezosos gigantes en los que estudiamos el oído y vimos que escuchaban sonidos de bajas frecuencias, infrasonidos”, recuerda Ernesto, y agrega: “En su momento pensamos que eso también podría implicar cierta sensibilidad a las ondas sísmicas. El tema ese de escuchar infrasonidos y la sensibilidad a las ondas sísmicas nos llevó inicialmente a los elefantes, que son los animales actuales que hacen eso, y nos preguntamos si los dinosaurios harían algo parecido”. Estudiar el oído de un mamífero enorme como el perezoso gigante, que vivió en nuestro territorio y se extinguió hace unos 10.000 años, pasar a los elefantes y preguntarse por los dinosaurios es otro ejemplo más de lo que es la ciencia: un estado de curiosidad permanente. Y de disconformidad: “Luego del trabajo con los perezosos gigantes, en el que hablamos de la capacidad auditiva haciendo análisis de los fósiles de huesos de oídos y cráneos, me quedó la insatisfacción de no poder decir nada mejor de la sensibilidad a las ondas sísmicas”.
Esa insatisfacción de Ernesto consigo mismo es uno de los motores que impulsan a los investigadores: “En aquel momento se me ocurrió la idea de que la forma del pie, precisamente un pie alargado, seguramente tuviera una asimetría en cuanto hacia dónde tira la energía. Se me ocurría que si pensamos en cada punto del pie como un emisor de ondas puntuales, a lo largo de la dirección de marcha las ondas interferirían unas con otras, teniendo pequeñas diferencias de fase, que al sumarlas en la dirección de marcha producen interferencias destructivas, por lo que va a llegar menos energía en esa dirección, al menos a una distancia corta. Tuve una intuición en ese sentido”, relata ahora, como si estuviera haciendo terapia sobre un problema de larga data. Al escucharlo decir “yo quería hacer algo con este tema de las ondas sísmicas y los dinosaurios”, el hipotético terapeuta anotaría: “Caprichoso, obstinado, fiel a sus intuiciones”.
Pero a la hora de rastrear el origen de la idea, Ernesto bucea en su memoria y está convencido de que el cine tuvo mucho que ver. “Son esas cosas que a uno le quedan rondando, no me acordaba bien, pero en alguna de las películas de Parque Jurásico había una secuencia con un vasito de agua en un auto. Fui a buscar la escena y encontré la que muestra a los niños adentro del Jeep y no saben si el tiranosaurio anda cerca o no. Hay una tormenta, no se ve nada, es de noche; como hay truenos, tampoco el sonido se escucha bien, y hay mucha vegetación. Pero al ver el vasito de agua, observan que se forman ondas con cada paso que da. Esa es la onda sísmica que viaja por el suelo, mueve al auto y luego al agua en el vaso. Probablemente la idea de que la onda sísmica podría ser importante a la hora de detectar al depredador estaba ahí cuando fui a ver el estreno de Parque Jurásico”.
La idea puesta a prueba
Tras estudiar al perezoso gigante y ver ficción sobre dinosaurios, Ernesto y su amigo y colaborador Washington rumiaban una idea: “Estábamos pensando que el mundo de los dinosaurios era un mundo de infrasonidos. Eran animales grandes que emitían sonidos súper graves o que los producían al caminar, generando también ondas sísmicas. Pensamos que era un mundo distinto al actual en el sentido de que había más animales parecidos a los elefantes, animales que perciben ondas sísmicas y escuchan infrasonidos”, relata Ernesto, y dice que era tiempo de contrastar su intuición sobre la variación de la onda sísmica de acuerdo a la forma del pie con cálculos. “Entonces apareció Nicolás Benech, con quien estábamos haciendo una cotutoría en biomecánica que precisamente utilizaba ondas sísmicas para estudiar las propiedades mecánicas de los músculos. Le das un golpecito al músculo, ponés micrófonos, y ves cómo se propaga la onda sísmica, lo que te da información sobre las propiedades elásticas del tejido. Si Benech podía modelar esa propagación, también podría modelar el problema de la pisada de los dinosaurios y las ondas sísmicas” cuenta. Comenzaron haciendo los cálculos con modelos sencillos –utilizando triángulos y rectángulos alargados– y bingo: “Con los cálculos de Benech vimos que la idea intuitiva funcionaba, que un pie cuanto más alargado menos energía tiraría para adelante y más para los costados”.
Ernesto estaba contento: “Tras los cálculos de Nicolás nos dio alegría ver que eso que intuíamos se daba, al menos a cortas distancias. Para un tiranosaurio o un carnívoro de esos grandes, el fenómeno se daría a distancias menores a los 25 metros. Ya con eso me alcanzaba, con que el tiranosaurio esconda un poquito la intensidad de su onda sísmica ya estaba bueno”. Es que para Ernesto, acostumbrado a reconstruir cómo hacían las cosas animales que se extinguieron, atenuar la onda sísmica en la dirección que el dinosaurio camina era relevante: “Por un lado, el otro dinosaurio puede pensar que el tiranosaurio está más lejos, cuando en realidad está cerca, porque es como un ruido: si lo escucho suave está lejos, si lo escucho fuerte es que se acerca. Pero también este efecto puede estar ocultando su tamaño: un bicho que es muy grande, al reducirse el valor de la onda sísmica en la dirección que va caminando, hace que el bicho que está siendo asediado no se dé cuenta de que se acerca un animal grande y peligroso”. Satisfecho con las consecuencias biológicas de lo que habían descubierto, Ernesto ignoraba que lo mejor aún estaba por venir.
El cálculo y lo inesperado
Antes de proseguir con el desarrollo de este trabajo científico, hay que señalar que los investigadores analizaron las formas de huellas de dinosaurios de varios tipos. Las de los dinosaurios herbívoros, como el edmontosaurio del inicio de la nota, son más redondeadas. En cambio los terópodos, una familia de carnívoros a la que pertenecía el T-rex, tenían una huella más larga que ancha. Y al modelar los resultados de la propagación de la onda sísmica de las distintas huellas, vieron que lo que predecía la disminución de su intensidad en la dirección en la que camina el animal era la relación largo/ancho de pie. “Pero entonces sucedió esa cosa linda de la física que aparece cuando hacés el cálculo”, dice Ernesto y recuerda que Benech encontró algo sumamente interesante.
“Al ver lo que pasaba con la intensidad y la distancia, observó que a cortas distancias la onda sísmica era casi constante en la dirección en que avanza el animal. Es decir, a medida que va avanzando el tiranosaurio, a medida que se acorta la distancia hacia la presa, a menos de unos 25 metros, la intensidad de la onda sísmica es prácticamente la misma”. Ernesto dice que entonces, sin entender aún por qué pasaba eso, se dio cuenta de que estaba ante algo espectacular: “Ahí surgió la idea del camuflaje de movimiento. Si la onda sísmica se percibe igual, es como si escuchara los pasos de alguien que por más que se acerque, siempre suenan con la misma intensidad. A lo sumo puedo percibir que esa persona está caminando, pero no que se está acercando. Eso era mucho más interesante, porque sería un engaño perfecto: a medida que el animal se acerca yo sentiría los pasos siempre igual”. Ernesto dice que lo que mostraron los cálculos resultó mucho más interesante aun que la intuición que tenían, o dicho de otra manera, una vez más la realidad superaba a la ficción.
¿Por qué se produce ese efecto? Ernesto explica que son dos fenómenos que suceden al mismo tiempo. Cuanto más se acerca el carnívoro de varias toneladas a la presa, gracias a su pie, más largo que ancho, mayor es el efecto de atenuación de ondas sísmicas hacia adelante. Por otro lado, al acercarse las ondas sísmicas producidas son percibidas con mayor intensidad, de la misma manera que los pasos de alguien que se acerca son percibidos como más fuertes cuanto más cerca está el caminante. “Vimos es que esas dos cosas se compensan perfectamente cuando la distancia es menor a los 25 metros. Desde que encontramos ese efecto estamos como locos y llegamos a ese concepto de camuflaje de movimiento de ondas sísmicas, es algo como de película de ciencia ficción”. Y tiene razón, suena tan extraño como una capa de invisibilidad. Sin embargo, lo que era una maravilla digna de dejar boquiabierto a cualquier experto en dinosaurios también les significó grandes problemas.
Una idea demasiado novedosa
Plantear no sólo que los terópodos tenían camuflaje de movimiento por ondas sísmicas, sino directamente que las ondas sísmicas eran relevantes en el mundo de los dinosaurios, era un concepto completamente nuevo y, por tanto, costó que fuera aceptado. El artículo de Blanco, Jones y Benech fue rechazado en varias revistas científicas; incluso algunas no lograron conseguir, tras varios meses, científicos para que lo arbitraran. Para Ernesto todo ese proceso fue bastante triste. “Una de las cosas que los árbitros del paper nos criticaban era para qué serían relevantes las ondas sísmicas si ves o escuchás al dinosaurio acercarse. Nos preguntaban si al golpear el piso no haría ruido” relata, y agrega que le parecía que las objeciones eran irrelevantes, que claro que harían ruido, pero que en algunas situaciones ese camuflaje podría ser una ventaja.
Su colega y biólogo Washington hace una acotación importante: “Hay un problema de actualismo, hoy no hay ningún depredador de ese tamaño. Sí hay presas grandes, como el elefante o el rinoceronte, que sabemos que generan ondas sísmicas, pero algo así como un Tyrannosaurus rex mamífero no hay. Es muy difícil visualizar ese mundo. Estamos describiendo un mundo que no existe más”. Ernesto vuelve al principio: “Entonces fue que entró Parque Jurásico, que me permitió imaginar ese mundo. En la película no lo escuchan, no lo ven, no lo olfatean, y lo detectan. Después nosotros buscamos argumentos y sostenemos que las presas no escapan sólo con olfatear al depredador o al verlo, sino que lo importante es que sientan que el depredador se está acercando. Pero el origen de la idea es la escena de la película, en la que se ve que es factible y relevante”.
“Nos costó muchísimo publicar el artículo. Primero porque la comunidad de dinosaurólogos tiene muchos preconceptos, y ninguno de nosotros tiene una trayectoria de peso estudiando dinosaurios”, dice Washington. Ernesto agrega: “Pasamos por momentos duros, pero para mí siempre fue un trabajo que estaba buenísimo”. Tras varios rechazos en revistas como Nature o Proceedings of the Royal Society, que lo rechazó “porque al editor le pareció que era muy especulativo”, los investigadores uruguayos lograron que su trabajo fuera tomado en serio y arbitrado por la revista Journal of Theroetical Biology.
“Nosotros aportamos evidencia física, pero el problema es cómo esa evidencia se interpreta desde el punto de vista biológico. Hay una escuela muy fuerte de interpretación biológica sobre dinosaurios, que estudian desde hace muchos años las huellas y fósiles. En todos esos años no han encontrado esto que nosotros encontramos en apenas dos años de investigación”, dice Washington, como justificando por qué su trabajo generó escaso entusiasmo, por no decir rechazo, entre los expertos en dinosaurios, aunque reconoce que algunas de las objeciones que les hicieron tenían su razón de ser. “No conocemos cómo viaja la información de la onda sísmica en el organismo, no sabemos en qué parte del cerebro o el sistema nervioso se procesa. Tenemos un hecho físico pero no sabemos bien las conexiones”. Ernesto agrega: “Tampoco tenemos pruebas ‘duras’, como un fósil o algo que muestre que los dinosaurios herbívoros tenían una adaptación para detectar ondas sísmicas. Pero si bien no tenemos toda esa evidencia, lo que nuestro trabajo demuestra es que cuando un dinosaurio terópodo se acercaba sucedía esto, no hay vuelta”.
Es cierto, el trabajo de nuestros compatriotas no permite afirmar que el camuflaje de movimiento de ondas sísmicas supusiera una ventaja para los depredadores, si hay una razón evolutiva, si la presa que pudiera cancelar ese camuflaje tuviera ventajas o si eran realmente engrupidos por ese camuflaje... pero que pasaba, pasaba. “O incluso que el sonido fuera más importante que este camuflaje y entonces no fuera tan efectivo”, apunta Ernesto. Pero Washington es tan categórico como acertado: “Este artículo abre un gran abanico de preguntas biológicas y evolutivas que hay que empezar a explorar. Lo que describimos está ahí. Sucede. Punto”. Ernesto también sentencia: “El editor de la revista nos dijo que era uno de los trabajos más inusuales que había recibido en su vida. Lo importante de esto es que abre líneas de investigación. A mí me interesan los trabajos que aportan a la ficción, a contar una historia. La idea de que hay animales que detectan o usan ondas sísmicas es fascinante”. Y vaya que este artículo lo es. Tanto que los expertos en dinosaurios, cual un edmontosaurio famélico, no lo sintieron venir.
Artículo: “The seismic wave motion camouflage of large carnivorous dinosaurs”.
Publicación: Journal of Theroetical Biology (2018).
Autores: Ernesto Blanco, Washington Jones y Nicolás Benech.