A principios de noviembre se realizó la reunión anual de la Society for Neuroscience (la sociedad de neurociencias de Estados Unidos), el congreso más grande del mundo sobre esa disciplina. Cada año se reúnen allí cerca de 30.000 neurocientíficos y neurocientíficas de todos los rincones para presentar sus resultados más recientes, discutir con colegas, conocer a la gente detrás de los papers y buscar colaboraciones. En este marco se suelen hacer cerca de 14.000 presentaciones de resultados en formato póster: imaginen un galpón enorme lleno de paneles, con láminas donde se sintetiza su trabajo, uno al lado de otro. Es una oportunidad para conocer otras investigaciones y charlar con los responsables mano a mano. Se imaginarán también que, entre tanta cosa, es muy difícil destacarse demasiado. La investigación tendría que ser extremadamente novedosa y con el potencial de cambiar el paradigma establecido. Y eso es exactamente lo que hizo Rosalinda Roberts, de la Universidad de Alabama, Estados Unidos, al presentar un trabajo que describe la presencia de bacterias en el cerebro. Bacterias. En el cerebro.

Hace relativamente poco estalló la investigación sobre las bacterias que viven en nuestro intestino, llamadas en conjunto microbiota intestinal, y su relación con el cerebro. Hoy sabemos que esa comunicación es muy activa, y que el estado y composición de nuestra microbiota puede afectarnos el humor, el comportamiento, e incluso el riesgo de enfermedades neurodegenerativas. Pero esa comunicación se plantea indirectamente, por ejemplo, por el aumento o disminución de alguna proteína que sea capaz de llegar al cerebro. Hay que tener en cuenta que nuestro cerebro tiene un sistema de protección que restringe el paso de sustancias extrañas desde la sangre al fluido cerebral. Se llama “barrera hematoencefálica”, está formada por células que recubren los vasos sanguíneos del cerebro, y actúa como un filtro que impide que pasen sustancias que pueden ser tóxicas. Cuando algunos virus o bacterias patógenas logran cruzar esa barrera, por ejemplo, causan una respuesta inflamatoria que puede ser peligrosa, como es el caso de la meningitis. El trabajo de Roberts y su grupo, de confirmarse, señalaría la existencia de un contacto mucho más íntimo de lo jamás pensado entre las bacterias y el cerebro.

Está por confirmarse, y es importante la aclaración. Si bien su trabajo generó un gran impacto, aún no ha sido publicado en ninguna revista científica, lo que significa que todavía no pasó por el proceso de revisión por pares, en el que se revisa al detalle sus datos y metodología, exigido para validar sus resultados. Aun así, la perspectiva es estimulante.

En conversaciones con la revista Science, Roberts cuenta la historia de este descubrimiento. Su principal línea de trabajo se centra en buscar las diferencias en el cerebro entre personas con y sin esquizofrenia. Para esto, ella y su equipo hacen cortes de tejido cerebral de personas fallecidas y con el cerebro preservado a las pocas horas de su muerte, y los examinan al microscopio. A una de sus estudiantes le llamó la atención unas estructuras sin identificar, de forma algo alargada, que aparecían a veces al analizar los tejidos bajo microscopía electrónica, técnica que permite visualizar gran cantidad de detalles. Sin embargo, solían ignorarlos porque al fin y al cabo, ellas estaban buscando otra cosa. Pero esas estructuras seguían apareciendo, y su estudiante insistió, hasta que Roberts consultó a otros colegas. La respuesta vino de un microbiólogo: eran bacterias.

Al buscar con más atención, encontraron bacterias en los 34 casos analizados (mitad personas con esquizofrenia, mitad personas de control sin esquizofrenia). Aunque es sorprendente, la presencia de bacterias podría deberse a alguna contaminación post mortem, por lo que luego examinaron el cerebro de ratones de laboratorio en condiciones controladas, y también encontraron bacterias, en regiones similares. Pero todavía no era suficiente; existía la posibilidad de que el tejido se contaminara durante el procedimiento de recolección y análisis, podría ser que las bacterias fueran sólo el resultado de una falla metodológica. El siguiente paso, entonces, fue repetir exactamente el mismo procedimiento, pero esta vez con ratones que se crían en aislamiento y están absolutamente libres de gérmenes. Esta vez, como era esperado, no encontraron nada, o sea que la metodología era correcta y no generaba una contaminación con bacterias.

Otra cosa que les llamó la atención y que sería raro de ver, en caso de tratarse de una contaminación, es que la densidad de bacterias variaba de acuerdo a distintas regiones del cerebro, y de forma similar en los diferentes casos analizados. Las bacterias se ubicaban dentro de las células, principalmente en una prolongación de los astrocitos que están en contacto con la barrera hematoencefálica. No vieron ningún rastro de inflamación ni de daño. El análisis de secuenciación de ARN utilizado para identificar las bacterias reveló que la gran mayoría eran de los mismos filos (categoría taxonómica) que las presentes en el intestino. Aún no saben cómo llegaron hasta ahí, si por medio de los vasos sanguíneos o por nervios desde el intestino, incluso podrían haber entrado desde el exterior por la nariz. Sin embargo, su distribución preferencial cercana a los vasos sanguíneos podría dar algunas pistas.

Algunos trabajos del año pasado ya reportaban la presencia de ARN de origen bacteriano en tejido cerebral post mortem de personas con enfermedad de Alzheimer, pero no se había llegado a visualizar a las bacterias propiamente dichas. Los datos de Roberts fortalecen también estos hallazgos anteriores.

De confirmarse estos estudios, significarían la presencia de pequeñas fábricas extra en el cerebro, capaces de tomar cosas del medio que les rodea y a la vez liberar metabolitos y sustancias. Surgen de golpe un montón de preguntas a investigar. ¿Participan en algún proceso, por ejemplo en la actividad inmune del cerebro? ¿Su presencia varía con la edad? ¿Pueden protegernos, aumentar las probabilidades de enfermedad, o ambas cosas, dependiendo de las bacterias? ¿Qué tan común es esa interacción en otros animales? El ambiente está caldeado y hay mucha expectativa, pero todavía tenemos que esperar un poco hasta que se confirmen estos resultados para estar del todo seguros y entonces sí, concentrarnos y dedicarles un pensamiento a nuestros pequeños huéspedes bacterianos.