Puede conocerlo por su faceta más mediática, la del conductor que usa una gabardina de colores estridentes en el programa Proyecto G, que en nuestro país aún puede verse en la pantalla de TNU. Tal vez se haya topado con alguno de los tantos libros que ha sacado en la colección Ciencia que Ladra, de la editorial Siglo XXI. A todas esas y otras facetas como divulgador de la ciencia, Golombek suma la labor de biólogo que investiga los ritmos biológicos. Así como en su vida se alinearon los astros –frase utilizada aquí por su valor metafórico y no porque la combinación de las trayectorias de los cuerpos celestes incida en las decisiones que tomamos– y Golombek logró unir sus dos pasiones –hacer ciencia y contarla–, la semana pasada estuvo en Uruguay para presenciar la defensa de una tesis en la Facultad de Ciencias al tiempo que se acababa de distribuir en plaza su último libro, La ciencia es eso que nos pasa mientras estamos ocupados haciendo otras cosas. Aprovechamos su fugaz estadía para conversar de la ciencia y la tarea de contarla.
¿Por qué divulgar ciencia hoy?
Yo soy científico full time, pero también soy divulgador full time, así que hay algo que no cierra en todo eso. Antes de hacer ciencia me dedicaba al periodismo, a escribir. Luego, cuando empecé una carrera científica, pude juntar los dos mundos, el de la ciencia y el mundo de contar. En este momento, después de tanto tiempo, me sentiría un poco rengo haciendo ciencia y no contándola o contando ciencia sin hacerla. Sobre el por qué divulgar, hay una razón canónica que tenemos que decir porque queda bien: hay que fomentar vocaciones científicas, que los niños, que los educandos, etcétera. Es cierto, pero también es mentira. La divulgación científica te puede dar productos maravillosos, herramientas y anzuelos para complementar la educación formal, pero lo que te tiene que volcar hacia la ciencia es la educación, no la divulgación. Hay otra razón para divulgar la ciencia: es muy entretenido contar la ciencia, entender alguna cosa que de pronto te hace abrir la boca y contársela a otros. Evolucionamos como contadores de historias, y contar ciencia es contar historias.
Vos decís que la ciencia es una historia, y que por tanto hay que contarla, y eso crea dificultades al tratarla como noticia periodística.
Es importante contar las noticias, y a veces es el único tiempo y espacio que tenés dentro del periodismo para contar las ciencias. Está bien que se haga, genera asombro, interés, admiración, o crítica si es necesario. Lo que pasa es que si nos quedamos solamente con eso, muchas veces la ciencia se queda afuera. Ya se queda bastante afuera porque nuestros medios –digo “nuestros” porque somos muy parecidos– le dedican muy poco espacio y tiempo a contar ciencia por un prejuicio muy miope que es pensar que no interesa, que no genera lectores ni avisos, pero está más que probado que no es así. Pero por fuera de eso, que es coyuntural, en general la ciencia no tiene noticias, no tiene sorpresas, no tiene eso de que un día descubrís algo que le permitirá a un científico loco dominar al mundo. Tenés historias muy largas, y eso es difícil de traducir en una noticia. Los periodistas muy buenos son capaces de mezclar algo de historia con la noticia, pero en general no alcanza, por lo que, manteniendo la noticia científica, tenemos que abogar por otros formatos que permitan contar historias.
Así como los medios pueden no entender la importancia de dedicarle espacio a la ciencia, suele pasar que el científico que divulga sea blanco de críticas por parte de sus colegas.
Eso que decís se llama “efecto Sagan”. Cuando un científico se expone mucho a los medios, la comunidad científica le da un poco la espalda. A Carl Sagan no le dejaron entrar a la Academia de Ciencias de Estados Unidos por razones espurias, le cobraban que con la serie Cosmos había pateado el tablero, se había convertido en una especie de estrella de rock, pero seguía siendo un científico de la hostia. Hay un físico argentino, Pablo Jensen, que hizo una correlación entre científicos que aparecen mucho en los medios y sus publicaciones. Y lo que vio es que esa correlación da muy alta, que los que más aparecen no necesariamente son mejores, porque eso es difícil de juzgar, pero hacen una buena carrera científica.
¿Sufriste entonces el “efecto Sagan”?
Al principio me pegaron por todos lados, y eso sucedió porque, después de haber trabajado mucho en periodismo científico, en noticias, decidí patear el tablero y contar la ciencia de otra manera, buscando otros formatos, usando humor y ficción, y eso en Argentina era raro. Cuando invitaba a científicos para que se disfrazaran y actuaran, al principio tenían cierta resistencia. Porque el científico cuando divulga no está pensando en el público, está pensando en sus colegas, en sus rivales, en sus competidores, en sus alumnos. Pero si el rigor científico está asegurado, todo vale: el humor, la ficción, los dibujos animados, sortear computadoras, lo que sea. La combinación de rigor y jugar con los formatos permite hacer mejor divulgación, y con el tiempo los científicos lo ven así, ven que cambia la percepción del público si vos usás las herramientas de comunicación que el público está acostumbrado a ver.
¿Y la percepción de tus colegas científicos hacia vos cambió?
Digamos que me perdonan. Pero he visto en pedidos de subsidios para hacer investigación o análisis de informes de mi producción científica en los que dicen que está todo bien, pero que me dedico demasiado a otras cosas. Eso sí ha cambiado, porque con mucho esfuerzo mantuve una carrera científica pareja, sigo formando doctores, sigo publicando.
En el libro decís que la ciencia hoy está acorralada y que trata de sobrevivir. Eso choca un poco con la percepción de que la tecnología hoy es cada vez más ubicua y con el hecho de que hasta el político con menos vuelo diga que el futuro está en la ciencia, la innovación y la investigación. ¿Por quiénes está acorralada la ciencia?
Hay muchos niveles de lectura para afirmar eso. Uno es el coyuntural, particularmente en mi país, que está en el horno, por un lado por cuestiones presupuestales, que son graves, y además por cuestiones culturales, que son más graves aun, que tienen que ver con el lugar que ocupa la ciencia en el Estado. Si perdemos eso estamos fritos. La plata, eventualmente, se puede recuperar, pero eso otro no se recupera. Ese es un nivel de por qué la ciencia está acorralada, y una de las vacunas contra esto es salir a contar la ciencia. Todos: los científicos, los divulgadores, los periodistas, si lo hacemos en conjunto funciona. Lo otro es que en tiempos tan veloces, tan de buscar el final del camino y no el recorrido, la ciencia sale perdiendo. Saliendo de la coyuntura de nuestros países, que cayeron también en esto, es un fenómeno mundial. La ciencia es un camino, es una mirada sobre el mundo, una búsqueda del conocimiento. Bien planteado, es inevitable que en el medio de ese camino aparezcan resultados, innovaciones y aplicaciones. Esa es la historia de la ciencia. Pero si uno quiere poner el carro adelante del caballo, es decir, vamos a aplicar, vamos a innovar, vamos a encontrar productos y a hacer patentes, no vas a hacer nada. El otro camino es más largo, pero probadamente exitoso. Me parece que el mundo está haciendo un experimento a gran escala de poner el carro por delante. Por otro lado, está el aspecto local: si nosotros no investigamos nuestras realidades, nuestras sociedades, nuestros problemas, no los va a investigar nadie. ¿Quién va a estudiar el mal de Chagas o la contaminación de nuestras cuencas? Las tenemos que investigar nosotros para entenderlas y después tratar de aportar algo. Marcelino Cereijido, un científico argentino que vive hace muchos años en México, dice que los políticos de todo el mundo, cualquiera sea el color, afirman que van a apoyar a la ciencia, y a veces incluso dicen que apoyarán a la ciencia cuando solucionen sus problemas graves de pobreza, educación, etcétera. Pero es al revés, tenemos que apoyarnos en la ciencia justamente para solucionar esos problemas graves, entenderlos con ojos de científico para que de ahí puedan aparecer las soluciones.
Contrariamente a lo que pensaba la iglesia cuando comenzó el Iluminismo, la gente, lejos de perder la fe, hoy cree en muchas cosas. ¿También está acorralada la ciencia por la seudociencia?
El relativismo científico, la posverdad, la pseudociencia, me preocupan. Pero lo encuentro lógico, porque las pseudociencias proponen explicaciones mucho más cómodas. Es cómodo pensar que hay algo sobrenatural; en cambio, romperte el seso para entender ese fenómeno natural es mucho más difícil. Es imposible sacarse de encima las soluciones mágicas; el asunto es que han crecido a nivel de ponerse en igualdad de condiciones y que hablemos de dos campanas de cualquier cosa. Tenemos las dos campanas sobre las vacunas, y no son dos campanas: una no tiene asidero. La mirada científica es un poco más amplia que la mirada no científica, y acepta cambiar de opinión en el camino, acepta evidencias que te tuercen las hipótesis. Todo lo que viene dado, lo dogmático, lo mágico, no acepta ese cambio y es más cómodo. “Yo creo en el poder curativo de las piedras y no me vengas a decir que no porque el otro día me regalaron tal piedra y me siento mucho mejor”. Nuestro cerebro funciona creyendo que hay causas donde hay correlaciones, que las casualidades no existen sino que hay causalidades, y de eso se alimentan todos los chantas de todos los colores, incluyendo a algunos científicos chantas, y por eso es tan difícil pelearles a las seudociencias.
¿Cómo surgió hacer la colección de libros Ciencia que ladra?
Empezó como una locura académica, una colección de la Universidad de Quilmes, con la idea de hacer libros en formato literario que se leyeran como un cuento o una novela, pero que fueran escritos por expertos para que el rigor estuviera asegurado. Empezamos con tres o cuatro títulos que se movieron muy bien, había un nicho que evidentemente estaba insatisfecho. Incluso logramos algunos títulos que tenían varios niveles de lectura, que podían ser leídos por un pibe en la escuela, porque el maestro o maestra le sugiere acompañar un tema con el texto, o por adolescentes y adultos. Nació así y después la empezó a editar Siglo XXI, una editorial comercial, sí, pero que cuida mucho sus productos. Desde entonces la colección creció muchísimo y llegó a lugares que no nos esperábamos, como al aula, otros países, incluso algunos títulos fueron traducidos. El año que viene vamos a cumplir unos 100 títulos, lo que para América Latina es mucho.
Si bien te dedicaste a la divulgación, nunca abandonaste la investigación. Te dedicás a la cronobiología, ¿qué estudiás en particular?
Hace años que trabajo en cronobiología porque me fascina el tema del tiempo desde todo punto de vista: humanístico, artístico, físico y, obviamente, biológico, el tiempo desde el lado de adentro. Me interesan mucho los ritmos circadianos, que están cerca de las 24 horas, y los trabajamos tanto en animales de laboratorio clásicos, como los ratones, menos clásicos, como el gusano C. Elegans, y con humanos. En el camino aparecen aplicaciones que tienen que ver con qué pasa con las personas que trabajan en turnos rotativos o de noche, que pasa con el horario de inicio de secundaria, que en nuestros países es a las 7.30, cuando los pibes están absolutamente dormidos, qué pasa con los accidentes de trabajo, qué pasa con la administración de un fármaco a distintas horas, ya que tienen efecto diferente. Tratamos de tener una mirada general sobre estos temas, nos especializamos en algunas preguntas más chiquitas, pero no dejamos que nada del tiempo nos sea ajeno.
Supongo, entonces, que el Noble de Fisiología o Medicina de 2017 a tres investigadores por sus trabajos sobre ritmos circadianos fue como un espaldarazo para vos y todos los que estudian esos temas.
Sin dudas fue maravilloso, porque puso a la disciplina en boca de todos. De hecho, la semana anterior a que salieran los premios Nobel, uno de los tres ganadores, Michael Rosbash, estuvo en Argentina como invitado a un congreso de neurociencias. El tipo dio su charla y yo había sido invitado para dar la charla de cierre del congreso. En la fiesta de cierre del congreso, Rosbash se me acerca y me pregunta si puede hablar conmigo. Me lleva a un rincón apartado y me dice: “Te conozco desde hace muchos años, me gusta mucho lo que hacés, respeto mucho tu ciencia... ¿pero por qué diste esa charla, que era una porquería en la que no dijiste nada y te fuiste por las ramas?”. A la semana ganó el premio, así que puedo de decir que me bardeó un Nobel.
Estás en Uruguay porque viniste a la presentación de una tesis de Adriana Migliaro sobre ritmos circadianos en peces eléctricos, de la que fuiste codirector junto con la uruguaya Ana Silva. ¿Estás relacionado académicamente con Uruguay o es esta la primera vez?
Me he relacionado a lo largo de los años con Ana Silva y otra gente que se ha interesado en los ritmos biológicos o el sueño. Esta tesis es la interacción que más ha tenido que ver con la investigación en estos temas, pero tengo una relación más académica, he venido a dar cursos y a participar en congresos, y también he tenido relación con el Centro de Investigación Básica en Psicología.
¿Cómo ves nuestra ciencia en comparación con lo que pasa en tu país?
Nos encanta pelearnos para ver quién está peor. Creo que en este tiempo ganamos los argentinos, hemos hecho muchos méritos. Hay una relación maravillosa de amor/odio entre nuestros países, en la que nosotros los amamos y ustedes, con bastante razón en el caso de los porteños, nos odian. Nosotros admiramos muy profundamente a la sociedad uruguaya y en particular a la ciencia uruguaya. Es chiquita, sí, y a los uruguayos les encanta decir de que acá todo es chiquito. La palabra ‘chiquito’ debe ser de las más usadas en el diccionario uruguayo. Es, sí, un país chico y con una población limitada, pero no sé si dan cuenta que lo que logran es impresionante. Vos vas a cualquier departamento de cualquier universidad grande del mundo y un uruguayo hay, y a veces un argentino también, y le está yendo bárbaro porque fue formado en una universidad pública, porque tuvo buenos grupos acá, porque en Uruguay volvió gente después de la dictadura que se quedó –en Argentina no todos se quedaron– y entonces se nota que hay escuelas de muchos años. No sólo envidiamos la rambla de Montevideo –que se las envidiamos muchísimo–, sino que envidiamos esa sensación de comunidad científica que tal vez se deba a la escala, que en Argentina un poco se ha perdido y estaría bueno recuperar.
En el libro mencionás que en una encuesta realizada en Argentina la población piensa que el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) es una institución en la que se investiga y no un organismo de políticas e instrumentos para la ciencia.
70% de la gente no te puede nombrar una institución científica, ni siquiera te nombran a la universidad, y eso es muy grave. Yo sospecho que en Uruguay, al menos en Montevideo, la gente sabe que en la Universidad de la República se investiga. En Argentina no. ¿Cuál es el termómetro de la percepción pública de la ciencia? El taxista. Es un buen termómetro porque va variando. Hace 20 años los que hacíamos ciencia éramos mártires para los taxistas. Te decían: “Ah, hacés ciencia... qué bajón, hablemos de otra cosa”, porque no tenías laburo, cobrabas dos mangos. En los últimos años empezó a haber una concepción más utilitarista de los científicos, lo que está muy bien: te dicen que escucharon que tal o cual ganó un premio o descubrió una vacuna. Ahora, poco a poco, estamos volviendo a ser mártires.