José Edelstein, docente e investigador de la Universidad de Compostela, España, pasó por Montevideo para dar la conferencia “Como dos extraños: mecánica cuántica y relatividad general” en los coloquios de física de Facultad de Ingeniería. Aprovechando su estadía, dio múltiples entrevistas y también una charla en la diaria media lab sobre el libro Einstein para perplejos, que escribió junto con su colega Andrés Gomberoff. Pese a que en la física cuántica rige el principio de incertidumbre, la meticulosa agenda programada por su colega uruguayo, Martín Monteiro, permitió calcular la posición y la velocidad de su fugaz estadía para pactar un encuentro para conversar con él sobre Einstein, la ciencia, la vida, el Universo, cuerdas, lazos y todo lo demás.
En el libro afirman que Albert Einstein fue el físico más famoso del siglo XX, pero que a pesar de eso, la gente aún hoy no conoce sus ideas ni cómo han cambiado la forma de concebir el mundo que nos rodea. Como físico teórico, ¿cuál es tu interés en que se entienda a Einstein? ¿Por qué no abandonás la esperanza de que la gente lo entienda?
No es que yo sea benévolo con la humanidad, es egoísmo puro. A mí me encanta, y por eso quiero que todo el mundo lo disfrute como lo disfruto yo. Cuando escuchás música que te gusta, no vas y le decís a otra persona con delicadeza “mirá, me gustaría hacerte escuchar algo”, sino que con entusiasmo le decís que está buenísimo y que lo escuche cuanto antes. Creo que tanto Andrés Gomberoff como yo compartimos ese entusiasmo y queremos compartirlo con los demás. El universo que nos legó Einstein es uno en el cual hay una especie de malla invisible, que es el espacio-tiempo, que se curva y que puede vibrar, cosa que pudimos comprobar y detectar desde la Tierra, que el tiempo se dilata cerca de los cuerpos. Si todo el mundo va a ver Interestelar [Christopher Nolan, 2014] y sale muy feliz, ¿cómo puede ser que no les guste cuando uno les explica un poco los fenómenos que están detrás de la película? Pero las ideas de Einstein se apartan un poco del universo cotidiano, y eso las hace difíciles. Por ejemplo, si vos vinieras de un planeta que está orbitando un agujero negro y yo viviera en la Tierra, si volvieras dentro de 20 años serías un minuto más viejo mientras que yo sería 20 años más viejo. Ahí nos daríamos cuenta de las enormes consecuencias de lo que planteaba Einstein. Pero como los efectos de sus ideas son mínimos a nuestra escala, de hecho son casi imperceptibles, lo que plantea es abstracto. Debido a que somos grandes comparados con el átomo, lentos comparados con la luz y vivimos en un planeta que es liviano comparado con lo que podría ser un agujero negro, no experimentamos en la vida cotidiana los efectos de la relatividad, o en el caso de ser más chicos, de la física cuántica. Si fuéramos más rápidos o más chicos experimentaríamos una realidad muy distinta y que es fabulosa, intrigante, elegante y bella.
Sin embargo, a partir de esas cosas que sos difíciles de experimentar, las ideas de Einstein construyeron una cosmogonía, una forma de explicar el mundo en el que vivimos, que van desde la idea del Big Bang a la expansión del universo y que permiten un marco para pensar si es o no infinito.
Es así, y me parece que todo el mundo se pregunta esas cosas y que en principio quiere saber las respuestas. Luego, que las respuestas sean más complicadas, que todo el mundo quisiera una respuesta más simple que pueda ser contada en medio minuto, es otro problema. Lo bonito, creo yo, es que esta respuesta más compleja que ofrece la ciencia es mucha más hermosa que la de afirmar la existencia de un creador que hizo todo en un instante pasando una varita mágica. Yo agradezco que no haya un creador, porque sería una gran decepción que todo se hubiera creado con un pase mágico, no tendría ninguna gracia.
Esto me lleva a un tema que está muy presente en el libro. Como físico teórico hablás mucho de la belleza, de la elegancia de las leyes y ecuaciones propuestas por Einstein. Eso queda muy patente en el capítulo que trata sobre la relación un poco tensa entre Einstein y Paul Dirac.
Si Einstein fue el primer físico teórico del siglo XX, Dirac fue la exacerbación de la física teórica. Y uno encuentra citas en las que Dirac prácticamente dice que entre la verdad y la belleza hay que elegir la belleza. Si bien se puede ver a Einstein como un antecesor necesario para que exista un Dirac, a él eso le parecía horroroso. En el fondo Einstein era una persona extremadamente conservadora; creía en la física experimental, solamente que se le ocurrían experimentos que no podían llevarse a cabo en su momento.
Esa idea de la belleza de la física teórica atraviesa todo el libro. ¿Te conmueve esa belleza?
Por supuesto, por eso el libro tiene un toque emocional en casi todos sus textos. Cuando uno empieza a ser consciente de que no hay un creador, de que un montón de situaciones fortuitas tuvieron que darse para que exista un planeta habitable en el que la vida haya podido gestarse y podamos existir nosotros, y que al mismo tiempo esas cositas que tuvieron que ocurrir son increíblemente simples, que sólo tenía que ocurrir algo muy simple para que los átomos no quieran estar solos y quieran formar moléculas y las moléculas luego quieran formar moléculas más largas hasta andar todo el camino que lleva hasta la vida, es emocionante y conmovedor. La gente se pregunta cómo puede ser que tengamos ojos, unos órganos tan precisos, justo enfrente para que podamos ver, como si hubiera sucedido el famoso diseño inteligente, pero es evidente que este diseño inteligente no puede ser, porque, como dice Richard Dawkins, tenemos la fuente del placer y las cloacas demasiado cerca. Lo increíble es que la naturaleza se las ingenie para, con principios relativamente sencillos, empezar a hacer inexorable toda la cadena de acontecimientos que viene después. Creo que cuando leemos el final de una buena novela de detectives y uno descubre que desde el paso uno hasta el último el autor no te engañó y todo encaja inexorablemente, nos quedamos sin aliento, es algo sublime que nos pone la piel de gallina. Lo mismo pasa en la ciencia. Todos los descubrimientos son misterios que personas, en una búsqueda a ciegas en la que hay errores, fracasos, frustraciones y todos los elementos de la tragedia humana, a veces llegan a la meta y, cuando lo hacen, resulta que cuando uno reconstruye todo, era inexorable el camino, y eso es tan apasionante, tan bello y tan sublime como leer una buena novela de detectives.
Son muchos los científicos, incluso varios premios Nobel, que insisten en que no hay que ser un genio para dedicarse a la ciencia, y que ese es un prejuicio que cercena la carrera científica de muchísimos jóvenes que sienten que, como no son brillantes, no sirven para hacer ciencia. Pese a que en el libro se muestran los errores y equivocaciones de Einstein, cuando él llega a esas ideas que cambiaron el mundo lo hace por pura genialidad. ¿No hay un conflicto entre predicar la ciencia y al mismo tiempo mostrar la obra de un genio que, como tal, es prácticamente inigualable?
Somos conscientes de eso y en parte intentamos contrarrestarlo. Por un lado, con el ejemplo personal. Uno podría preguntarse por qué dos sudacas escribimos un libro sobre Einstein cuando hay tantos buenos escritores anglosajones que escriben sobre ciencia. Más allá de que lo escribimos porque es lo que queremos hacer, también queremos demostrar que no hace falta ser Neil deGrasse Tyson o nacer en Nueva York o Berlín para poder hacer estas cosas, que es algo que puede hacer tu vecino. Es cierto que Einstein es mostrado como un genio, incluso esa imagen que él mismo construyó de viejo, con el pelo desgreñado y de distraído, que casi coincide con el científico loco, es un modelo que aleja mucho. Intentamos apartarnos de eso, pero el libro trata de un personaje real, por lo que no queremos mentir. De todos modos, nuestro intento fue humanizar al personaje mostrando también sus aspectos falibles, e incluso mostrando algo que al menos yo nunca había leído y que en el libro está muy presente: hay valores que se suelen asociar con algo positivo, por ejemplo la inteligencia, pero tratamos de mostrar que con la inteligencia no alcanza. Einstein, al mismo tiempo de ser muy perseverante, era muy testarudo, muy terco y con una confianza en sí mismo rayana en lo absurdo. Era una persona que tenía una idea y que la llevaba hasta el final, y cuando se equivocaba, se metía hasta las cejas, no paraba antes. Eso es lo que le permitió llegar hasta donde llegó. Si una persona con 26 años piensa que el tiempo es relativo y que está mal la física de Isaac Newton, seguramente se lo guarda y mejor que no se entere nadie, porque van a pensar que está fuera de sus cabales. Me asombra que Einstein haya dicho que Newton estaba equivocado, que propusiera la solución y que cuando le preguntaran por la prueba, dijera que no se puede demostrar pero que es así. Es un delirio, y contado así no está tan claro que la inteligencia sea algo positivo en una persona. Sin embargo es necesario, y no es sorprendente que mucho de los grandes científicos de esta estatura, como Paul Dirac, Roger Penrose o Michael Atiyah, quizá el matemático vivo más grande que hay, tienen esta actitud y desarrollan una confianza ciega en sí mismos que hace que les parezca que lo que piensan tiene que estar bien por más que todos los demás tengan dudas. Eso no es un valor positivo a priori, sin embargo creo es necesario para poder ser una de estas personas. Ahora, es cierto que Einstein fue una figura muy individual, muy única y no políticamente correcto. En una era en la que la ciencia es colectiva, estamos ensalzando a una figura que es muy individual, pero Einstein es asombroso y eso es lo que contamos. La gente que descubrió las ondas gravitacionales hace poco lo hizo mediante un esfuerzo coral de más de 1.000 personas, y está muy bien ensalzar el esfuerzo colectivo. En el ámbito de la física teórica –que inauguró Einstein, porque creo que antes de él estrictamente no existían los físicos teóricos– el genio solitario en la torre de marfil sigue siendo una moneda relativamente corriente. Los grandes físicos actuales en la temática heredera de Einstein, como podría ser Edward Witten, Juan Maldacena o Gerardus ’t Hooft, son todas personas que suelen publicar solas.
Hay una cosa que no está en el libro pero que sí contaste en la charla que diste en la diaria, y es el hecho de que Einstein registró varias patentes de inventos con las cuales no hizo dinero ni fama, mientras que con sus especulaciones más teóricas, como el comportamiento de la luz, el espacio-tiempo o la relatividad, llegó a la cima de la ciencia. Hoy, en un mundo en el que hay una gran presión por la ciencia aplicada, este sería un ejemplo a tener en cuenta.
Creo que es un grave error esta tendencia de creer que hay que financiar sólo la física aplicada. Ahora, tampoco soy un talibán. Por ejemplo, en Uruguay, si tenés una problemática concreta y esperás que la resuelvan los alemanes, los ingleses o los yanquis, que no la tienen, como el mal de Chagas, podés esperar sentado. Como dicen en Galicia, hay que tener sentidinho, ser ponderado. Cualquier consideración extrema va a traer injusticias, pero desde luego la idea de que la investigación básica no genera valor agregado, que es la que sostienen desde el lado economicista, es totalmente errónea. Es cierto que la investigación básica muchas veces no genera valor agregado, pero cuando lo hace es inconmensurable. Podríamos poner miles de ejemplos: el de la industria del disco de vinilo cuando surgió la posibilidad de grabar música como información leída por un láser, o la fotografía digital. El cambio no se produjo cuando la gente que hacía fotografía óptica se puso a investigar cómo dejar de hacer fotografía óptica para pasar a la digital. Todos los cambios tecnológicos grandes vienen de afuera, lo que es lógico, porque si vos vendés bananas y te va muy bien, vas a seguir vendiendo bananas. Hay un conservadurismo dentro de los departamentos de I+D [investigación y desarrollo] de cualquier empresa tecnológica propio de la racionalidad de la empresa, porque si le va bien no va a embarcarse en una aventura muy loca para cambiar el paradigma de justamente eso que hace que le vaya bien. En cambio, en la actualidad, como los experimentos son cada vez más complejos y cada vez más grandes, tanto que algunos involucran a miles de personas, tenemos que resolver problemas técnicos tremendos para poder llegar a ellos, como lo que se necesitó para el hacer el colisionador de hadrones. Hubo que construir 28 kilómetros de un anillo en el que la temperatura esté a 2° sobre el 0 absoluto. Si en algún momento la temperatura pasa los 4°, los imanes dejan de funcionar y las partículas que van dando la vuelta chocan contra la pared, y ese choque es algo así como el de 20 camiones cargados, lo que destruiría completamente el túnel del colisionador. Los físicos tienen la motivación de, por ejemplo, descubrir el Bosón de Higgs, y a la persona corriente puede que eso no le importe, pero los físicos a los que sí les interesa descubrir esa partícula construyen un aparato increíble que implica un montón de tecnología que luego sí le interesa a todo el mundo, como el teléfono celular. Muchas de las tecnologías de nuestra vida cotidiana son subproductos relativamente triviales de proyectos muchos más complejos.
En el mundo de la física teórica hay una pugna por ver qué teoría se ajusta más para unificar la gravedad con la física cuántica: si la teoría de cuerdas o la teoría de lazos. En Montevideo tenemos a Rodolfo Gambini, físico que aporta a la teoría de lazos. ¿Vos te inclinás por alguna?
En los últimos años, de la mano de internet y de los blogs, ha aparecido una especie de enemistad entre las dos comunidades, una suerte de Boca-River, pero la verdad que los barrabravas de ese Boca-River son pocos. A Rodolfo Gambini lo conozco desde hace muchos años y le tengo un respeto enorme, y además con el argentino Jorge Pullin, que es colaborador de él, tuvieron una iniciativa que me parece fantástica, que es la creación de la conferencia Quantum Gravity in the Southern Cone [Gravedad Cuántica en el Cono Sur], que es la única conferencia regular en el mundo en la que conviven cuerdistas con gente de lazos. Ellos invitan a científicos como Abhay Ashtekar, que es la figura más sobresaliente en cuanto a la gravedad cuántica de lazos, donde obviamente también se destacan Gambini y Pullin, y de la teoría de cuerdas viene por ejemplo Juan Maldacena o gente como el recientemente fallecido Joseph Polchinski, y se discute civilizadamente. De todas formas, creo que las dos comunidades viven un poco a espaldas una de la otra, hay muy poca interacción. Pero los que sobresalen son los hooligans, que son uno o dos por bando, pero que hacen mucho ruido en las redes y generan la impresión de que hay algún tipo de problema. Nadie sabe cuál es la teoría cuántica de la gravedad. Si me apuraras ahora mismo, diría que no es ni la una ni la otra, ni ninguna de las otras 15 que hay y que tienen menos popularidad. La razón por la que yo trabajo más en teoría de cuerdas que en loop quantum gravity no es tanto porque crea que va a resolver la gravedad cuántica, sino porque la teoría de cuerdas es, usando una frase que escuché hace muy poco, un fabuloso invernadero en el cual germinan ideas a lo loco. A mi gusto, y es una opinión personal, la teoría de cuerdas es tan amplia y tan rica que permite que cada tanto surjan emergentes inesperados. Es como una especie de gran programa de exploración, que permite que aparezca, por ejemplo, la correspondencia de Maldacena. Ese trabajo de Maldacena, que es el más citado de la historia de la física de altas energías, superando ya por muchos miles al del modelo estándar de partículas, creo que es el resultado más espectacular en física teórica en los últimos 20 años. Muchas ideas de este tipo han salido de la teoría de cuerdas, como la de la supersimetría, que hasta ahora no se ha encontrado en la naturaleza y que puede que sea totalmente falsa. La teoría de cuerdas te ofrece una especie de laboratorio. Estamos en un terreno en el que nadie sabe la respuesta final, si es que hay respuesta final.
En tu charla en la diaria decías que esa respuesta final nunca va a ser final.
Eso creo yo, pero luego gente como Stephen Hawking o Steven Weinberg sí creen –o creían– en la teoría final. En mi modesta opinión, creer en la teoría final es una forma sofisticada de creer en Dios. Nosotros somos seres que evolucionamos de un ancestro común con nuestro gato o, si queremos ser más drásticos, con una cucaracha. Creo que no cabe duda de que la cucaracha tiene algunos límites cognitivos, que hay cosas que la cucaracha no va a hacer. Si uno juega con un gato y un puntero láser, el gato va a seguir el puntito de luz tratando de atraparlo y nunca se va a enterar de que el puntito viene de tu mano debido a un dispositivo que lo está generando. El gato no puede pegar ese salto cognitivo, su estructura cerebral no le permite encontrar ese tipo de regularidades como hacemos nosotros. Nosotros tenemos habilidades cognitivas mayores que las del gato, pero no son infinitas, porque estamos en un cuerpo finito que viene de una cadena evolutiva similar. Por tanto, al lado del gato nos sentimos Gardel, pero, poniéndonos un poco borgeanos, no nos cuesta imaginar un ser conjetural al lado del cual seamos gatos, o cucarachas. ¿Cómo puede ser que justo se dé la increíble fortuna de que hayamos desarrollado un lenguaje, tanto el que usamos para comunicarnos como la matemática, que sean perfectos para explicar el universo en su totalidad? Creo que la probabilidad de que eso sea cierto es cero, a menos que creamos que alguien intencionadamente nos dio las potencialidades para comprender el universo, que es lo que yo creo que de algún modo es lo que está detrás de la cabeza de quienes piensan que hay una teoría final. Yo no creo que eso sea así, e insisto en que es importante no confundir la realidad con nuestras teorías de la realidad, porque uno está poniendo un marco, la está recortando. Está bien que aspiremos a comprender todo el universo, pero si lo hacemos como decía Eduardo Galeano sobre la utopía: un horizonte hacia el cual hay que ir pero al que sabés que nunca vas a llegar, que se va ir moviendo a medida que avanzás. Acá pasa lo mismo: como mínimo, va a tener un comportamiento asintótico, nunca vamos a llegar porque es inabarcable, estamos moldeando con hipótesis simples algo que en principio no lo es.
Acabás de hablar de Galeano, de ser Gardel al lado de un gato, de Borges. En el libro hablás de los Beatles y del Einstein violinista. En tu charla citaste poesías del físico uruguayo Enrique Loedel Palumbo. ¿Cómo se da en vos ese encuentro en ciencia y arte? ¿Tiene que ver con esa belleza que encontrás en las fórmulas que elaboramos para entender el universo?
Creo que todas las categorías que inventamos los seres humanos obedecen a la pereza mental. Llamamos a algo “arte” o “ciencia” para hacernos la vida más fácil, y eso no está mal, siempre y cuando uno no use esa división para sacarse cosas de encima y decirse que ya no se tiene que ocupar de la otra mitad. Esa cosa de decir “si soy abogado no quiero saber si el cuerpo humano tiene pulmones, porque eso es cosa de los médicos”. El conocimiento no tiene costuras, no tiene límites que digan hasta dónde llega el arte y hasta dónde la ciencia. Hay muchísimos casos en los que artistas han tenido intuiciones maravillosas y anticipatorias. La más espectacular para mí es la de Edgar Allan Poe, que, como cuento en el libro, se dio cuenta de que el universo tenía un origen 80 años antes de que Georges Lemaître fuera el primer científico en hacerlo. Colaboro mucho con artistas y creo que la forma en que ellos razonan a la hora de crear es muy parecida a la nuestra. Hay una búsqueda de una verdad, en el caso de ellos no fáctica pero sí expresiva, de belleza y elegancia, y unas técnicas para alcanzarlas. En ciencia pasa lo mismo, hay un sentido de la verdad y unas técnicas para poder resolverla, que en la física implican el lenguaje matemático, o, si uno es experimental, técnicas diversas que pueden ser más o menos complejas, pero la parte de creatividad o innovación no difiere mucho de lo que hace un artista. Uno busca entonces construir vasos comunicantes, expresión que tomé de Jorge Drexler cuando dijo unas palabras en la presentación de nuestro libro anterior en Madrid. Tanto a Andrés [Gomberoff] como a mí nos gusta la música, nos gusta la literatura, el cine, y, casi diría que por una cuestión de militancia o resistencia, no podríamos aceptar un mundo en el que la gente no sepa quién es Paul Dirac. Es nada menos que el segundo físico más grande del siglo XX. Es como si tomáramos a Pablo Picasso como el gran pintor del siglo pasado y no saber quién era Salvador Dalí. Cualquier persona sería objeto de bullying si en una reunión dijera que no sabe quién es Dalí, sin embargo, uno se encuentra con gente que hasta parece que se enorgullece de no saber quién es Paul Dirac, porque dice que de ciencia no sabe nada. Por supuesto que la gente tiene derecho a no hacer nada con su vida, pero me parece raro ese desprecio hacia la ciencia cuando, por ejemplo, si tienen una enfermedad, aspiran a ser atendidos en un hospital con lo último que la ciencia médica pueda ofrecerles. Teniendo en cuenta que los que hacemos ciencia –y no lo digo tanto por mí– a veces pasamos enormes dificultades consecuencia del desinterés público y los recortes presupuestales, a uno le gustaría sentir un poco más que la gente comprende el valor de la ciencia, que la defienda y luche por ella. Por ejemplo, el gobierno actual de Argentina tiene un enorme desprecio por la ciencia. El gobierno de Argentina, entre otras cosas en las que no me quiero meter, considera que Argentina fue puesta en la Tierra para exportar soja, vacas, jugar al fútbol y vivir bien. ¿Y la tecnología? ¿Y si nos enfermamos? Nos vamos a Houston a que nos curen, si podemos pagarlo. Eso es de una crueldad tal que no alcanzo a comprender cómo puede haber gobernantes con esa postura.