Ir al cine es una experiencia extraordinaria. Las luces se apagan, nuestro mundo desaparece y, por un rato, vivimos otras realidades, absorbemos otras historias que tocan alguna fibra de nuestro estado mental: ya sea miedo, alegría, emoción, entusiasmo, reflexión o simple placer estético, nadie queda indiferente al ver una película. El cine es a la vez cultura, espectáculo, arte y medio de comunicación.

La semana pasada se concretó la mudanza de Cinemateca Uruguaya, una institución que desde hace más de 60 años promueve el desarrollo de la cultura cinematográfica en el país, proyectando un sinfín de películas de todas partes del mundo. Conscientes de que el alcance del cine es mayor que la sala, Cinemateca se ha preocupado también por entablar y resaltar la interacción del cine con otras ramas de la cultura, como la música, las artes visuales y la ciencia. Ejemplo de esto último fue un ciclo realizado en 2016 en conjunto con la Semana del Conocimiento del Cerebro, en el que se proyectaron películas que contenían un trasfondo neurocientífico interesante. Allí el foco estaba en las películas y su contenido, pero en aquel ciclo se escapó otro elemento; una interacción previa y manifiesta entre las neurociencias y el cine: el cerebro de los espectadores. Acompañando el cambio de sede, podemos usar esa excusa para recuperar el espíritu de aquel ciclo y preguntarnos qué nos va a pasar cuando vayamos a Bartolomé Mitre y Reconquista a ver una película; qué le pasa al cerebro cuando vamos al cine.

Los orígenes

Es fácil intuir que el cine y el cerebro se llevan bien. No sólo en el procesamiento de la información que llega desde las retinas, la integración con la banda sonora y la comprensión de los diálogos; nos damos cuenta de que el cerebro se manifiesta de muchas otras formas mientras miramos una película. Nos metemos en la trama, realizamos razonamientos y deducciones para intentar descubrir al asesino antes que Denzel Washington en El coleccionista de huesos (Philip Noyce, 1999); nos alegramos cuando Tom Hanks y Meg Rayan reciben un correo electrónico; nos tensionamos con anticipación al ver la sombra de ese cuchillo en la cortina del baño; quedamos atónitos frente a la revelación inesperada de El secreto de sus ojos (Juan José Campanella, 2009); empatizamos y nos identificamos con distintos personajes. Incluso nos damos cuenta de que a veces el cerebro tiene que hacer un esfuercito extra –O sea que Leonardo DiCaprio está en el sueño, del sueño dentro del sueño anterior, y cada minuto ahí... Lápiz y papel, rápido–.

Sin embargo, al inicio esta relación tuvo sus pequeños roces. El cinematógrafo, considerado el primer aparato de cine como tal (diferenciándolo de sus precursores, desde el taumatropo hasta la linterna mágica, el zoótropo, el praxinoscopio y el kinetoscopio), fue creado en 1894 por los hermanos Louis y Auguste Lumière en su fábrica de placas fotográficas en Lyon, Francia. Los Lumière realizaron varios cortometrajes en los que se mostraban diversos elementos en movimiento, como los obreros saliendo de la fábrica familiar, u olas rompiendo en la orilla del mar. No había nada extraordinario en los temas ni en las escenas registradas, pero la sola proyección de imágenes en movimiento visibles para más de un espectador era de por sí toda una maravilla y una gran novedad, por lo que los hermanos Lumière decidieron mostrar su invento al público. La primera proyección se llevó a cabo el 28 de diciembre de 1895 en el salón Indio del Gran Café del Boulevard de los Capuchinos, y el programa contó con diez brevísimas películas.

Una de ellas fue Llegada del tren a la estación, en la que se muestra un tren avanzando hacia el espectador. Es conocida la anécdota de que los espectadores se sobresaltaban y asustaban al ver esa película. La toma es un poco de costado, desde el borde del andén, con el tren llegando, no muy rápido tampoco. Pero esa película generaba un pequeño conflicto en el cerebro de los espectadores. Por un lado, sabían que estaban en un café, lejos de las vías del tren, y que detrás de las imágenes había una pared. Pero las imágenes en movimiento de esa forma eran nuevas para esos cerebros adultos, y lo que veían era un tren que se hacía cada vez más grande. Sus cerebros sí conocían los trenes, y también que no es bueno quedarse quieto cuando se te viene uno encima. El conflicto entre el aprendizaje reciente de dónde estaban, mantenerse sentados, y la señal de alarma frente a un posible peligro generaba confusión, nerviosismo y sobresaltos sin necesidad de golpes de efecto o música de tensión.

Pero por suerte nuestros cerebros se adaptan rápido, y aunque los Lumière no creían que su invento fuera a tener mayor éxito que una moda pasajera, vinieron otros, como Georges Mèliés, DW Griffith, Charles Chaplin y muchos más, que reconocieron y ampliaron el potencial del cine. Con el tiempo se desarrolló una batería de herramientas y recursos cinematográficos que permitieron contar historias cada vez más complejas y generar distintas respuestas en los espectadores. Estas técnicas pueden ser realmente efectivas en dirigir la atención y, en cierta manera, controlar el estado mental del público a lo largo de la película, incluso llegando al punto de lograr que nos emocionemos frente a la pérdida de una pelota de vóleibol –No, Wilson, no, ¡Wilsoooon!–. Entonces, si una película puede dirigir y controlar nuestros estados mentales y emociones, ¿significa que puede controlar nuestro cerebro? ¿Es lo mismo cualquier película o depende de la pericia del director?

El cerebro en la butaca

Para estudiar la actividad del cerebro mientras se mira una película, el neurobiólogo Uri Hasson, de la Universidad de Nueva York, y sus colaboradores, entre los que se encuentran académicos del cine, psicología y neurociencias, hicieron uso de la resonancia magnética funcional. Esta técnica permite medir la actividad de las distintas regiones cerebrales mientras se hace una tarea determinada. A grandes rasgos, se obtienen imágenes que marcan un aumento en los niveles de oxígeno o flujo sanguíneo; si una región del cerebro está más activa, va a necesitar más oxígeno y nutrientes, por lo que allí la señal será mayor. Esta y otras técnicas de imagenología revolucionaron las neurociencias de finales de los 90, ya que permiten estudiar qué pasa adentro de nuestras cabezas de una forma segura y no invasiva.

Los autores buscaron analizar y comparar qué regiones cerebrales se activaban en qué momento entre distintos espectadores. Una película es un estímulo complejo, y todos tenemos cerebros distintos, por lo que se centraron en ver qué tan similar era el patrón de actividad cerebral entre sí mientras miraban la película. Para eso les hicieron una resonancia a diferentes voluntarios mientras veían los primeros 30 minutos de El bueno, el malo y el feo (1966), un clásico del director italiano Sergio Leone protagonizado por Clint Eastwood y Eli Wallach. Los voluntarios se acostaban en el resonador, la película se proyectaba en una pantalla detrás de sus cabezas, y los voluntarios podían verla gracias a un espejo montado a la altura de sus ojos. Salvo que miraran la película, no se les dio ninguna otra indicación especial.

A pesar de la tarea poco controlada y de lo complejo del estímulo, la actividad cerebral de los voluntarios fue muy similar entre ellos. Esto significa que en varias regiones del cerebro la actividad aumentó y disminuyó siguiendo un curso temporal parejo en todos los espectadores. Esta fuerte correlación estuvo presente en áreas visuales, auditivas y críticas para el lenguaje, como era esperable, pero también se vio en regiones implicadas en la emoción y en áreas multisensoriales. En otras palabras, la película ejerció un control considerable sobre las respuestas del cerebro de los espectadores.

Pero, al fin y al cabo, todos estaban viendo lo mismo. Es posible que el solo hecho de exponerse a la misma secuencia de eventos desencadene un patrón de actividad similar. Si esto fuera el caso, cualquier video generaría una alta correlación entre los cerebros de los espectadores, independientemente de su contenido o el estilo de dirección. Para poner esta posibilidad a prueba, les presentaron a los voluntarios un video de diez minutos de un evento en el Washington Square Park de Nueva York. El video estaba filmado desde un lugar fijo, sin editar, dejando que la gente del parque entrara y saliera de la toma libremente. El video mostraba, en resumen, un evento de la vida real sin ningún elemento de estructura cinematográfica. Este video generó una correlación mucho menor que El bueno, el malo, y el feo en los cerebros de los participantes. Hubo correlación en algunas áreas visuales, auditivas y de reconocimiento de objetos, pero nada más. Para controlar la actividad cerebral de los espectadores no basta con una reproducción mecánica de la realidad; hace falta, en la mayoría de los casos, una construcción intencional de la secuencia de la película a través de medios estéticos cuidados.

Para todos los gustos

Por suerte, no hay un solo tipo de película. Hasson y su equipo pusieron a prueba su método como forma de evaluar y analizar diferentes aspectos del cine, géneros y estilos cinematográficos. Estudiar varias películas permite también disecar los elementos que facilitan la sincronización de las respuestas de los espectadores a nivel cerebral, teniendo siempre en mente la diversidad del cine. Mientras que algunas películas buscan un efecto particular en los espectadores y tener el máximo de control sobre su respuesta mental y emocional (el estilo clásico de Hollywood), hay otras que prefieren mantener una mayor ambigüedad en la imagen y permitir varias interpretaciones.

Ampliando el abanico, compararon la sincronización de respuestas de la película de Leone y el video del parque, con un episodio de Alfred Hitchcock Presenta (Bang! Estás muerto, 1961, dirigido por Alfred Hitchcock) y un episodio de Curb your Enthusiasm (2000), de Larry David, comedia desestructurada como pocas, grabada con cámaras portátiles y con la mayoría de los diálogos improvisados. Como era esperado, el episodio de Hitchcock fue el que generó el mayor nivel de similaridad en las respuestas, confirmando una vez más a Hitchcock como el maestro del suspenso y la manipulación de los espectadores. El episodio de Larry David generó una mayor sincronización que el video del parque, pero mucho menor que el western de Leone.

Sin duda, nuestros cerebros son vulnerables a ser manipulados por las técnicas cinematográficas. Sin embargo, es importante aclarar que el nivel de sincronización de actividad cerebral no evalúa ni se relaciona con el valor estético, artístico o político de las películas. No nos dice si una película es buena, sólo qué tan efectiva es para generar una respuesta controlada en la mente de los espectadores.

La técnica puede tener usos interesantes a distintos niveles. Puede servirles a los cineastas para evaluar si alguna escena de particular importancia logra el nivel de compenetración necesario o si hace falta más edición; y también puede servirles a las ciencias cognitivas para estudiar diferencias entre la respuesta de grupos de individuos frente a la misma película (grupos definidos por diferencias de edad, por ejemplo).

Estos estudios forman parte de un esfuerzo más amplio, que busca las conexiones entre la neurociencia y el arte, combinación compleja y hermosa como pocas, con mucho por delante. Pero por ahora, ¿qué podemos sacar de todo esto? Bueno, la ciencia nos dice que, si de verdad quieren estar conectados con esa persona especial, sentirse en sincronía hasta con sus pensamientos, no pierdan más tiempo e invítenla al cine.