El físico y divulgador científico Ernesto Blanco acaba de editar el libro “Los Rolling Stones y la ciencia” en la colección Ciencia que ladra de la argentina Siglo Veintiuno Editores. Aquí lo reseñamos no sólo desde la sección habitual de ciencia, sino también desde el corazón perdidamente rollinga del periodista musical Ignacio Martínez.

No es la primera vez que Ernesto Blanco incursiona en la mezcla de música y ciencia: en 2015 el experto en biomecánica y docente de la Facultad de Ciencias editó en la misma colección, dirigida por el científico y también divulgador argentino Diego Golombek, el libro Los Beatles y la ciencia. Sin embargo, si extendemos el margen de lo sonoro fuera del rock y la música popular, Blanco ha trabajado desde la ciencia investigando, entre otras cosas, de qué manera el sonido nos ayuda a entender la comunicación de los perezosos gigantes –mamíferos de la megafauna americana que se extinguieron hace unos 10.000 años– o cómo el infrasonido les permitía camuflarse a los dinosaurios carnívoros.

En su nuevo libro, el divulgador que condujo y guionó los programas televisivos Superhéroes de la física y Paleodetectives combina datos de la vida de los músicos ingleses, sonidos de sus instrumentos, fragmentos de sus letras y hasta detalles de su anatomía para hacer lo que más le gusta: demostrar que la ciencia es una actividad fascinante para intentar explicar parte del mundo que nos rodea. Pero como en cada actividad que Blanco ha emprendido para divulgar la ciencia, lo hace de una forma para nada dogmática o absolutista: la ciencia es más lo que sucede cuando se busca una respuesta que la respuesta a la que uno pueda llegar; importa tanto lo que pueda explicar sobre la preferencia de los hombres por tener parejas menores que ellos a medida que aumenta su edad como la defensa de que cada uno viva la vida más plena posible sin andarse fijando en qué indican las grandes estadísticas (en el libro cuenta, por ejemplo, que hay una cierta relación entre la mortalidad de las mujeres y la edad de sus parejas estables hombres menores que ellas).

Mientras uno lee el libro se topa con detalles curiosos y entretelones de la vida de los Stones que seguramente un fanático perdido de la banda ya sepa de antemano, pero que para aquellos que no somos adeptos a leer biografías de bandas aportan sin generar hastío. Esos detalles curiosos, como por ejemplo la búsqueda y elección de determinado sonido de guitarra de Keith Richards para el fraseo de la popular canción “Satisfaction”, son el punto de partida para que la curiosa mirada de Blanco traiga la física del sonido al primer plano y comprendamos no sólo que la distorsión elegida por Richards fue una solución económica para que se aproximara al sonido de vientos que la canción no pudo tener, sino además que, lejos de implicar más volumen, la inquietud y el placer –o para algunas personas molestia– que genera la distorsión poco tiene que ver con la potencia del sonido emitido.

Así como Blanco usa la ciencia para entender cómo vivían animales que ya no existen a partir de los pocos restos fósiles que se extraen de las entrañas de la Tierra –por ejemplo calculando la fuerza de mordida del roedor más grande de todos los tiempos, nuestro Josephoartigasia monesi, o la fuerza con la que podían patear las aves del terror– o cómo la utiliza para tratar de imaginar cómo podrían ser factibles los poderes de los superhéroes partiendo de la escasa información que hay en una viñeta de cómic –el vuelo de Superman sin evidencia de propulsión por combustión o batido de brazos u otra forma de generar sustentación sería posible si canalizara de alguna forma partículas que no dejan trazos por no interactuar casi con la materia, como los neutrinos–, uno de los momentos más brillantes del libro es cuando el autor se pregunta cuánta corriente habrá recibido el cuerpo de Keith Richards cuando cayó inconsciente fulminado por una descarga eléctrica que además fundió tres cuerdas de su guitarra y emitió un destello azulado en 1965. Como un Sherlock Holmes científico, Blanco calcula tomando las pocas pistas de las que dispone –como la temperatura a la que se puede fundir una cuerda de guitarra y el resplandor azulado observado– cuánta electricidad recibió el músico. Al finalizar su explicación nos topamos con la esencia de nuestro divulgador: “El corolario de nuestras hipótesis es que no debemos preocuparnos por no tener una respuesta perfecta a lo ocurrido en una situación para la que no existe una documentación precisa: a veces la ciencia se trata de considerar alternativas consistentes con las leyes conocidas y no tanto con dar respuestas únicas”.

Si la música calma a las fieras, ¿por qué cuando Brian Jones les pasó unas canciones suyas a unos monos de Marruecos se asustaron y salieron chillando? ¿Por qué tendemos a polarizar nuestras posturas y a hacer falsas oposiciones, como Beatles o Stones? ¿Tiene algún sustento afirmar que un músico popular debería tomar algún recaudo para evitar formar parte del “club de los 27”? ¿Qué podemos encontrar si viajamos a 2.000 años luz de casa? ¿Cómo entran el historiador Felipe Fernández-Armesto, los escritores Amin Maalouf o Julio Cortázar y el compatriota Carlos Vaz Ferreira en un libro sobre ciencia y rock británico? Todas estas interrogantes y muchas otras se despejan con el mismo placer que se siente cuando una suave brisa estival corre las nubes y el firmamento nocturno nos regala sus guiñadas estelares.

Como su anterior libro sobre los Beatles, el libro de Blanco sobre los Rolling Stones es una lectura ágil, amena y luminosa que demuestra que la ciencia, como el arte, la filosofía y la política, es una herramienta útil, entretenida y fascinante para abordar cualquier actividad humana. Los Rolling Stones y la ciencia se devora con placer, incluso por una persona que ante la pregunta “¿los Beatles o los Rolling?” conteste “ayer, hoy y siempre, los Kinks”.

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