Una visión ampliamente aceptada del reino animal, incluyendo a los humanos, es que está conformado por individuos agresivos, egoístas y competitivos, que sólo buscan su propio beneficio. Se suele sostener que nuestra naturaleza animal cruel nos impulsa a cometer los peores horrores hacia nuestros congéneres. La afirmación es, sin embargo, una injusticia con los animales y con la humanidad, puesto que somos mucho más empáticos y cooperativos de lo que se sostiene. La empatía estaría ya presente en muchos animales y sería uno de los pilares constitutivos y precursores de la moralidad humana.
Animales empáticos
Hasta hace unas pocas décadas, hablar de moralidad y empatía en animales no humanos era tabú. Sin embargo, ya en los años 50 y 60 del siglo pasado los psicólogos experimentales habían observado que tanto las ratas como los monos dejaban de apretar una palanca para obtener comida, incluso estando hambrientos, si eso causaba dolor a un compañero. Un sacrificio semejante guardaba relación con el vínculo emocional previo, porque la conducta de no dañar al compañero era más pronunciada entre conocidos que entre desconocidos.
La empatía puede definirse como la habilidad para compartir y comprender los sentimientos del otro. Tiene un aspecto corporal, que permite identificarnos con las emociones de los demás, y otro cognitivo, necesario para entender el punto de vista del otro. Si estamos con una persona que está triste, adoptaremos una expresión similar y, mucho antes de que nos demos cuenta, nos sentiremos tristes. Si, por el contrario, nuestro interlocutor está contento, nos sentiremos alegres. No hay nada más contagioso que la risa para transmitir alegría. Este fenómeno se conoce como contagio emocional y nos permite no sólo imitar expresiones, posturas y movimientos, sino también sintonizar nuestras emociones con las de otros.
Una expresión más compleja de la empatía es ponernos en el lugar del otro y actuar de acuerdo a sus necesidades. Reconocemos, por ejemplo, las necesidades del vecino cuando no le arranca el auto, imaginamos lo que eso significa y, casi sin pensarlo, estaremos empujando su auto. La decisión de ayudar a otros no necesariamente requiere una evaluación racional. ¿Quién se tiraría al río para salvar a alguien que se está ahogando guiado meramente por una evaluación racional? La fuerza motivadora de este comportamiento está siempre basada en las emociones. Sin embargo, a veces estas son insuficientes. Ayudar a otros requiere, a menudo, una combinación entre impulsos emocionales y deliberaciones cognitivas.
Los trabajos fascinantes de Frans de Waal, un primatólogo holandés que ha dedicado su vida al estudio de la moral animal, muestran que los primates desarrollan formas complejas de empatía. Por ejemplo, luego de una pelea, los chimpancés se dan la mano y se abrazan y los bonobos inician contactos sexuales. De manera más formal en los chimpancés o más sensual en los bonobos, el principio es el mismo: luego de una pelea hay que reconciliarse y restaurar una relación que ha sido dañada.
Incluso sin estar involucrados en la pelea, los chimpancés se acercan y brindan consuelo al perdedor. Esta conducta no tiene un beneficio evidente para el que realiza la acción ni puede estar destinada a hacer las paces, porque está dirigida a la víctima y no al agresor. La motivación aquí es que el individuo agredido se sienta bien. Cuando los humanos lo hacemos no dudamos en calificarla de bondad o compasión.
Ayuda a tu prójimo
Además de reconciliarse y consolarse, los chimpancés se preocupan por el bienestar de otros congéneres. En un experimento, De Waal colocó a dos chimpancés, uno al lado del otro. Sólo uno podía elegir una ficha, extrayéndola de un balde con fichas de dos colores diferentes. Si elegía la ficha roja, sólo él recibía comida. Esa era la ficha egoísta. Pero si elegía la verde, la prosocial, recibían comida los dos. El chimpancé prefería ayudar al compañero eligiendo la ficha verde, a pesar de que con ambas recibía la misma comida.
Para probar el comportamiento prosocial y las motivaciones empáticas de la rata, Ben-Ami Bartal y su grupo de investigadores de la Universidad de Chicago colocaron a una rata libre en una superficie abierta que contenía una caja transparente donde otra rata estaba encerrada. La primera rata aprendió, en poco tiempo, a abrir la puerta de la caja para liberar a su compañera. Los autores del experimento concluyeron en que las ratas se comportan de manera prosocial en respuesta a la angustia de un congénere.
¿Y los niños?
La psicoanalista Carolyne Zahn-Waxler observó que los niños de poco más de un año consolaban a otros miembros de la familia que fingían sentir tristeza, dolor o angustia. El contagio emocional y las expresiones de consolación emergen a una edad temprana y son tan naturales para los niños como dar los primeros pasos. Pero una consecuencia inesperada del estudio fue que el perro de la casa parecía tan preocupado como los niños. Ante la tristeza de un miembro de la familia, giraba a su alrededor o ponía la cabeza en su regazo.
Paul Bloom, psicólogo de la Universidad de Yale en Connecticut, observó que los niños pequeños ayudaban a otras personas que estaban en problemas. Bebés de sólo seis a diez meses de edad preferían el dibujo de un triángulo verde que ayudaba a un círculo rojo a subir una montaña antes que el de un cuadrado azul que lo empujaba hacia abajo. Los niños de apenas un año hacían incluso justicia por mano propia: no dudaban en golpear en la cabeza a un muñeco que se llevaba la pelota y se iba corriendo en lugar de pasársela a otro muñeco.
Los niños tienen un sentido aparentemente innato del bien y del mal y hacen distinciones valorativas, incluso sin una deliberación consciente. Venimos al mundo ya equipados con cierta capacidad para apreciar las acciones e intenciones de los demás, una condición esencial para navegar en el complejo mundo social. Somos capaces de evaluar rápidamente quién es nuestro amigo y quién no lo es meramente sobre la base del comportamiento, de las características de los otros y de nuestra propia experiencia.
Los cimientos de nuestra moralidad
El cuidado parental sería la forma prototípica de la empatía y el cimiento fundacional de todos los demás comportamientos de cooperación. Los recién nacidos, con su fragilidad e indefensión, son grandes seductores. Atraen la atención y los cuidados de los padres y de otros miembros del grupo.
Eso también ocurre en el caso de la rata. Las crías nacen muy poco desarrolladas, no tienen abiertos sus ojos ni sus conductos auditivos, no regulan su temperatura corporal y casi no pueden moverse por sí solas. Aunque habitualmente sea la madre la que asuma la mayor responsabilidad maternal, tanto los machos como las hembras no preñadas y los juveniles se muestran muy atraídos por las crías. Luego de unos pocos días de contacto, las acarrean al nido, las lamen y se acuestan sobre ellas tal como lo haría la propia madre.
La idea de que los recién nacidos atraen los cuidados de todos los miembros del grupo ha sido estudiada y defendida por dos mujeres. La antropóloga estadounidense Sarah Hardy sostiene que “se necesita un pueblo” para criar a un hijo. La sociabilidad humana se fundaría, precisamente, en la necesidad de cooperar para criar a los hijos. La filósofa canadiense Patricia Churchland propone que la moralidad humana se basa en esa tendencia a cuidar a los recién nacidos. Habría una continuidad entre cuidar nuestro cuerpo, a nuestros hijos y a los más cercanos.
Nuestros cerebros están hechos para borrar la línea divisoria entre nosotros y los demás. Los circuitos neuronales que controlan las funciones de nuestro cuerpo se activan también para regular las de otros. Nuestros hijos son, literalmente, una parte de nosotros mismos, y los cuidamos y protegemos sin pensar demasiado, como si fueran una pierna o un brazo propio. Pero, además, tener a nuestros hijos representados en nuestro cerebro nos permite identificar y dar respuestas adecuadas y rápidas a sus señales y demandas, incluso en el extenso período durante el cual las necesidades del bebé son enormes y la comunicación es esencialmente no verbal.
Empatía con unos... antipatía con otros
La empatía está inevitablemente sesgada hacia los más próximos y puede jugarnos malas pasadas a la hora de tomar decisiones justas para todos. Precisamente Paul Bloom, que estudió experimentalmente la empatía en los bebés, en su reciente libro Contra la empatía. Argumentos para una compasión racional, da ejemplos de consecuencias negativas para la sociedad de nuestras tendencias empáticas. Por ejemplo, solemos ser más empáticos con nuestros hijos que con los ajenos, con los amigos que con los extraños, con los que viven cerca que con los que están lejos, etcétera. La linterna de la empatía tiene un foco estrecho que ilumina sólo a ciertas personas, las más cercanas, dejándonos ciegos ante el sufrimiento y necesidades de otras más lejanas.
Pensemos en el incidente de hace unos pocos días en Toledo. De acuerdo a la información de la prensa, vecinos de esa localidad persiguieron a dos asaltantes que robaron un comercio, los llevaron a una cañada, sumergieron a uno de cabeza en reiteradas ocasiones y luego les dieron una golpiza. El incidente fue filmado y difundido en las redes sociales. Esta conducta de horda no fue llevada a cabo por psicópatas ni se originó por impulsos sádicos de los vecinos. Quizás una mejor explicación sea que los vecinos sintieron una solidaridad empática con el comerciante y extrema hostilidad, que bloqueó todo control emocional y moral, hacia los asaltantes. No nos sorprendamos entonces si la empatía incita, a veces, a la violencia.
A pesar de que la empatía pueda impulsarnos hacia actos violentos y reprobables, no somos necesariamente esclavos de esos sentimientos. Una deliberación moral, en cada caso, quizás permita evitar las consecuencias negativas de nuestras tendencias empáticas hacia algunos en desmedro de otros. La cognición suele colocarse como antípoda de la emoción, pero, en la vida real, razón y emoción no son excluyentes.
Un final feliz
Aunque la moralidad adquiera nuevos rasgos en los seres humanos, lo cierto es que evolucionó a partir de la vida colectiva en los mamíferos y en particular en los primates. Nace de la necesidad de contar con el apoyo del grupo para poder criar a los hijos, y para eso hay que promover la cooperación y la armonía con los otros miembros de la comunidad. No es una imposición meramente racional y abstracta, sino que emerge desde profundas raíces animales, relacionadas con los lazos entre congéneres. Se ancla en estructuras relativamente antiguas de nuestro cerebro que se conservaron evolutivamente para el establecimiento de vínculos sociales. Comprender la importancia de la empatía y sus orígenes evolutivos podría ayudarnos a construir una sociedad más justa basada en una visión más adecuada de la naturaleza humana.
Anabella Ferreira es doctora en Ciencias Biológicas. Es docente e investigadora del Instituto de Biología, sección Fisiología y Nutrición, de la Facultad de Ciencias, y se especializa en afectividad, comportamiento maternal y neuroética.