La semana pasada me comuniqué por internet con Mark Hubbe, antropólogo brasileño actualmente radicado en Estados Unidos, con la finalidad de continuar con la preparación de una ponencia que daremos en conjunto en unos meses. Sin embargo, y sin sorpresa, la temática de la conversación enseguida se desvió hacia la amargura con la que él, al igual que infinidad de investigadores, había vivido la destrucción del Museo Nacional de Río de Janeiro el domingo anterior. Mark se formó como investigador en la Universidad de San Pablo, orientado por Walter Neves, autoridad reconocida en el análisis morfológico de esqueletos humanos que dedicó miles de horas a la observación, medición y análisis de cráneos prehistóricos. Muchos de esos cráneos se encontraban en el Museo Nacional, siendo el más antiguo de ellos el de una mujer descubierta en 1975 y bautizada como Luzia.

Luzia (cuyo nombre técnico es el anodino código Lapa Vermelha IV) era parte de un conjunto de restos humanos recuperados en la región de Lagoa Santa, a 40 kilómetros de Belo Horizonte, en el estado brasileño de Minas Gerais. Los sitios arqueológicos de Lagoa Santa han sido excavados desde mediados del siglo XIX, cuando sus cavernas fueron exploradas por el naturalista danés Peter Lund. Debido a la presencia de restos de grandes mamíferos del Pleistoceno en las cavernas, se planteó que los restos humanos allí hallados también serían de gran antigüedad. Desde entonces, los restos de las decenas de individuos recuperados en Lagoa Santa contribuyeron en forma permanente –y a veces heterodoxa– al debate sobre el origen de las poblaciones humanas americanas.

¿De dónde venimos?

Las poblaciones indígenas americanas descienden de grupos asiáticos que ingresaron a nuestro continente desde Siberia a la actual Alaska en el Pleistoceno, al final de la última glaciación. Si bien no hay total acuerdo en cuanto a la antigüedad de este ingreso, en las últimas décadas se ha ido asentando la idea de que se produjo hace no menos de 15.000 años. Sin embargo, los esqueletos de antigüedades mayores a 10.000 años son muy escasos: con el desarrollo de diversas técnicas de datación absoluta se constató la gran antigüedad de muchos de los restos de Lagoa Santa, y los de Luzia resultaron ser los más antiguos. De hecho, hoy se sabe que se encontraban entre los restos humanos más antiguos de América; el cuerpo de Luzia habría sido depositado en el suelo de la caverna de Lapa Vermelha en algún momento entre hace 12.700 y 16.000 años.

El aspecto de Luzia, de acuerdo a la batería de análisis morfológicos que le hizo Neves y a la reconstrucción facial que se exhibía en el museo, se asemejaba poco a las características de los indígenas americanos, que a su vez se parecen a las poblaciones asiáticas que les dieron origen. Al comparar a Luzia y al resto de Lagoa Santa con otras poblaciones en el resto del mundo, la similitud hallada no es con poblaciones del este asiático, sino con poblaciones africanas y australianas. Es importante aclarar que ninguna población es homogénea y que si bien tenemos una tendencia a definir aspectos “típicos” (mal llamados “razas”) de personas nacidas en distintos lugares del mundo, nadie tiene una perfecta coincidencia con todos los aspectos típicos de su población de origen. Luzia podría, por lo tanto, ser un caso de apartamiento del “promedio” americano. Sin embargo, la similitud (estadística) de muchos de los cráneos más antiguos de América, incluyendo a Luzia y gran parte de los restos de Lagoa Santa, con poblaciones africanas y australianas no puede, según Neves y muchos de sus colegas, explicarse por simple excepción estadística.

Las teorías exigen pruebas

Buscando una explicación causal más allá de la simple variabilidad natural, Neves y Héctor Pucciarelli, de la Universidad de La Plata, elaboraron un modelo que postula que el continente americano debió haber sido poblado por dos componentes, u oleadas, poblacionales. La primera, ocurrida hace 14.000 o más años, habría ingresado desde Siberia (por medio de lo que a finales del Pleistoceno emergía de las aguas formando una masa de tierra llamada Beringia); la segunda, ocurrida pocos milenios después, habría seguido una ruta similar.

La diferencia entre las dos oleadas poblacionales habría sido las características físicas de sus integrantes: en el primer contingente aún no habría ocurrido la diferenciación intercontinental de las poblaciones que hoy se observa, por lo que retendría muchas características de su remoto origen africano. En el segundo, por el contrario, habrían ingresado poblaciones asiáticas ya diferenciadas de las europeas, australianas y africanas, lo cual explicaría la afinidad observada entre los nativos de América y las poblaciones del este asiático. El modelo postula, además, que los pobladores americanos descendientes de la primera oleada (llamados “paleoamericanos”) habrían sido reemplazados por grupos portadores de las características físicas actuales.

El modelo está lejos de gozar de consenso dentro de la comunidad bioantropológica. Se plantea como alternativa que las diferencias halladas entre la morfología paleoamericana y la que caracteriza a los indígenas modernos de América son parte de una variabilidad presente al momento del poblamiento original del continente, o que se deben a una diversificación ocurrida durante los milenios siguientes a su ingreso. Los análisis de ADN de los pocos restos americanos antiguos en los que esto ha sido posible no arrojan una composición genética diferente a otros más recientes, lo que resta apoyo genético a la idea de dos componentes biológicos. Hasta el momento, los restos humanos de Lagoa Santa no han permitido obtener ADN analizable, pero en vista de los espectaculares avances en el campo en la última década, la posibilidad de realizar estos análisis no está descartada. Excepto, claro está, por Luzia, que se encontraba bajo el cuidado del Museo Nacional junto con una veintena de esqueletos de Lagoa Santa.

Tragedias como la del Museo Nacional de Río de Janeiro son un nada sutil recordatorio de que los museos no son depósitos de trastos viejos, sino de colecciones invaluables. Estas colecciones son fuente constante de nuevos conocimientos y nuevas miradas y, para ello, deben ser conservadas y protegidas. Al margen de la tremenda tragedia del Museo Nacional, estas tragedias ocurren en forma mínima día tras día, en forma de carencia de infraestructura edilicia y presupuesto para conservación, mantenimiento y prevención de daños (siendo el incendio solo uno de ellos). La mujer más antigua de América sucumbió a las llamas de una negligencia que bordea lo criminal, recordándonos, además, que es el Estado el que debe garantizar, más allá de las idas y venidas de los caprichos de intereses privados, la conservación de las colecciones museísticas para saberes, tecnologías y perspectivas del futuro.

Gonzalo Figueiro es integrante del Departamento de Antropología Biológica Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República.

Bibliografía imprescindible: Pedro Da-Gloria, Walter A Neves y Mark Hubbe (orgs), 2016. Lagoa Santa: história das pesquisas arqueológicas e paleontológicas. San Pablo: Annablume Arqueológica.