La novela que estoy leyendo (La medición del mundo, de Daniel Kehlmann, una bagatela conseguida en la última Feria del Libro que trata sobre el encuentro entre el matemático Carl Gauss y el naturalista Alexander von Humboldt) pone en la boca de Georg Forster, que viajó en las expediciones de James Cook, una frase contundente: a muchos investigadores les apetece viajar hacia lo desconocido, pero luego lo lamentan. Al preguntarle Humboldt por qué habrían de lamentar recorrer el mundo, Forster contesta lacónicamente: porque han visto demasiado y nunca logran regresar. El pasaje del libro vuelve con fuerte vividez cuando converso con Victoria Vidal y Martín Pacheco, dos de los 16 estudiantes de grado de Facultad de Ciencias que acaban de regresar de la Antártida, donde formaron parte de la tercera Escuela de Verano de Iniciación a la Investigación Antártica (EVIIA). “Recién estábamos llegando y ya queríamos volver”, confirma Pacheco mientras en el rostro de ambos el continente blanco aún provoca una sonrisa de satisfacción. Vidal asiente y agrega: “Ir a la Antártida es una motivación intelectual. Te quedan un montón de interrogantes, la experiencia no queda ahí”. El director de la EVIIA, el ex decano Juan Cristina, adelanta con su cara feliz que sus alumnos cumplieron con creces sus expectativas.
Los hechos sostienen que 16 estudiantes de la Facultad de Ciencias estuvieron en la Base Científica Antártica Artigas, ubicada en la isla Rey Jorge, entre el 11 y el 21 de enero junto con los docentes Gonzalo Moratorio (coordinador del grupo de Biología Molecular), Gabriela Eguren (coordinadora del Grupo de Ecosistemas), Rodrigo Ponce de León (coordinador del Grupo de Invertebrados Polares) y Ana Silva (coordinadora, junto con Bettina Tassino, del Grupo de Ritmos Circadianos). Sin embargo, dijera Forster, da la sensación de que parte de ellos aún permanece en la Antártida. O que la Antártida aún permanece en ellos.
La EVIIA, creada por la Facultad de Ciencias y apoyada por el Instituto Antártico Uruguayo, tiene por objetivo que los alumnos de grado realicen allí trabajos de campo y laboratorio, además de hacer seminarios y estar en contacto con investigadores de otras bases antárticas. “Estudiar en la Antártida fue fantástico. Estando allá me enteré de que tenemos la única escuela de grado del mundo que tiene la posibilidad de ir a la Antártida”, dice Vidal, y es cierto: de todos los países con presencia en la Antártida, sólo este pequeño, con escasos tres millones de habitantes, ofrece a los estudiantes de grado la posibilidad de hacer investigación en el continente de la cooperación científica. “Como dijo Clemente Estable, con ciencia grande no hay país pequeño. Es muy importante que la ciencia uruguaya crezca, por eso invitamos a que los jóvenes se acerquen a la facultad, porque siempre va a haber alguien encantado de recibirlos y evacuar sus dudas”, acota Pacheco.
No me molestes, mosquito
Victoria Vidal, a quien sólo le queda la entrega de la tesis para culminar su cuarto año de carrera, formó parte del grupo que estudió los invertebrados polares. “Teníamos dos ejes de trabajo. Por un lado investigamos bioinvasores, realizando un monitoreo de Trichocera maculipennis, un mosquito, y por otro lado, invertebrados marinos”, cuenta con entusiasmo. “El mosquito invasor estaba registrado en la base uruguaya y sus cercanías. Hicimos muestreos en distintos puntos, algunos cerca de los tanques rusos, que están un poco más alejados de nuestra base, y encontramos dos adultos de Trichocera. A priori ese sería un resultado sorprendente, porque esperábamos encontrarlo más cerca de las bases y lo encontramos lejos de lo que sería el impacto de las bases propiamente dicho”.
En la Antártida no había mosquitos. Como muchas invasiones biológicas, también en esta el principal responsable es el humano. A modo de consuelo, en este caso los culpables de la introducción del Trichocera maculipennis no fueron los humanos uruguayos, ya que se trata de un díptero oriundo de Europa y Asia que no está presente en nuestro país. Marta Potocka, científica polaca que ha estudiado el avance de esta especie en la Antártida, sostiene que, tras diez años de su primer registro en ese continente, “su rápido despliegue a través de la isla, a pesar de barreras geográficas como los glaciares, indica una adaptación exitosa a las condiciones del medioambiente y sugiere que se trata de una especie invasiva”, al tiempo que indica que la primera base colonizada por esta especie, en 2006, fue la Base Artigas. Sobre el posible origen de esta invasión, la polaca señala que “la forma más probable de introducción a la Antártida podría ser el transporte de vegetales crudos almacenados en barcos que provienen de Europa o Asia”.
“Lo que me sorprendió del hallazgo del grupo es que el mosquito fue hallado en un sector alejado de las bases, lo que demuestra cómo estos animales se van adaptando al ambiente antártico”, dice Juan Cristina. De todas maneras, más allá de la mala noticia de que el mosquito se sigue adaptando a la isla Rey Jorge, su presencia no fue una molestia para los alumnos de la EVIIA: “Este mosquito sólo se alimenta en su fase de larva. Por lo general era encontrado en las cámaras sépticas de las bases”, dice Vidal, así que no hizo falta que nuestros jóvenes investigadores llevaran repelente al continente blanco. Más allá de que no nos piquen, Vidal señala que hay que hacer esfuerzos para erradicar a la especie invasora, y en ese sentido los monitoreos aportan información relevante.
Además de estudiar al mosquito invasor, su grupo también estudió a los invertbrados marinos: “En cuanto a las macroalgas hicimos muestreos y encontramos más o menos lo que esperábamos”, dice Vidal, pero a no confundirse: encontrarse con lo esperado no deja de sorprender. “Son muy locas las adaptaciones que tienen para tolerar altas radiaciones ultravioletas, el frío y la energía de la playa, para lo que tienen agarres sumamente fuertes”.
Derretidos y florecidos
Martín Pacheco, que está cursando su pasantía de grado, formó parte del grupo que estudió los ecosistemas antárticos. “Nuestro objetivo era estudiar dos cuencas de aguas continentales, que tienen su origen en en el deshielo, y ver cómo la cuenca y la distribución de la vegetación afecta a la distribución de los nutrientes en esos cursos de agua”, explica. “Elegimos la cuenca del lago Uruguay, que es de donde toma agua nuestra base, y luego otro sistema de lagos y conexiones que están al lado del glaciar Collins, el más próximo a la base”.
La importancia de estos estudios se pone de manifiesto cuando Pachecho explica que “la zona en la que se encuentra nuestra base está al norte de la península Antártica, en una de las zonas con mayor influencia del cambio climático. Eso hace que la variabilidad sea mayor”. Desde lo académico explica que “desde 1970 hay datos de desglaciación en esa isla y es muy importante correlacionar eso con el régimen de flujo de nutrientes”. Sin embargo, una cosa es lo que uno sabe y otra verlo en persona: “Nos sorprendió bastante ver cómo, al comparar con fotos de las EVIIA de 2014 y 2016, el glaciar estaba mucho más retraído” dice.
El descongelamiento provoca la formación de ríos efímeros que erosionan el terreno y liberan minerales que quedan disponibles para la organismos. “Los resultados los vamos a tener luego de hacer los análisis en los laboratorios”, dice Martín, que cuenta que en su caso, a sugerencia de la docente Gabriela Eguren, trajeron muestras para analizar en los laboratorios de la facultad y así poder “aprovechar más las salidas de campo”. Pacheco adelanta que “sería esperable que al haber más deshielo y, por ende, más nutrientes, también se dé una mayor biomasa de algas, fitoplancton y hasta zooplancton”. Más allá de lo que diga el laboratorio, la experiencia cuenta por sí misma: “Vimos efectivamente tapices de algas debajo de los cursos de agua. Uno no esperaría ver eso en la Antártida, pero había bastante crecimiento de fitoplancton y perifiton, que son las algas que crecen en el fondo, probablemente por la mayor disponibilidad de nutrientes”.
La experiencia de Pacheco en la Antártida trasciende incluso lo que estuvo investigando en concreto con su grupo o con lo que le iban contando sus compañeros de otras áreas. “Muchas veces escuchamos que la isla Rey Jorge estaba agotada para la investigación, pero luego de estar ahí creemos que no es así, hay mucho que no se sabe”, dice, y uno ve en la cara del director de la EVIIA la mueca de la satisfacción.
En tercera persona
Además de lo que estudiaron en sus respectivos grupos, Martín y Victoria se enriquecieron de las investigaciones de los otros alumnos dela EVIIA. “Estando en la Antártida los vínculos se hacen más fuertes, tanto con los docentes como con los compañeros” dice Pacheco, que cuando le pregunto sobre el avance del grupo que estudia cronobiología destaca que dieron inicio de un proyecto a largo plazo en el que estudiarán el cronotipo de los miembros permanentes de la base durante todo un año. “La Antártida es un laboratorio natural para hacer esos estudios sobre cómo afecta el fotoperíodo, la cantidad de horas luz, a la melatonina, que es la hormona del sueño fisiológico” acota Vidal. Bettina Tassino, que coordina el grupo junto a Ana Silva, explica que van a contrastar las mediciones realizadas en el solsticio de verano, en el que hay 22 horas de luz, con estudios a realizarse en junio, en el solsticio de invierno, cuando la relación luz oscuridad se invierte. “Vamos a contar con la colaboración de Claudia Bueno, que es la médica de la base, que va a ser nuestra socia en el experimento”. Para Tassino esto es una novedad: “Es la primera vez que un miembro de la dotación permanente se involucra y es socio de un experimento, y eso está buenísimo porque junta los dos mundos”.
Por otro lado, el grupo de microbiología y virología, estudió virus que tienen importancia a nivel animal y de salud humana. Cristina toma la posta -es virólogo tanto de profesión como de vocación- y explica que estudiaron la influenza o el virus de la enfermedad Newcastle, lo que es importante porque en le verano el circuito de algunas aves de Sudamérica se entrelaza con el de las aves antárticas. “Eso puede influenciar la epidemiología que tenemos, porque los tipos de gripe que circulan en la Antártida no son los que están circulando en nuestro continente, y un salto de especies podría llegar a ser un problema” explica, y para ello trabajaron con métodos no invasivos -recopilando fecas de pingüinos y skuas, y analizando en el laboratorio de biología molecular que instalaron con el profesor Gonzalo Maratorio, la presencia de virus. “Afortunadamente no encontramos presencia de ninguno de los virus importantes” resume y destaca que al instalar el laboratorio de biología molecular se trajeron varios aprendizajes “no sólo para los estudiantes, sino para todos nuestros colegas”.
¿Juventud apática?
El discurso de que a los jóvenes no les interesa nada, que son indiferentes o que sólo están para vivir su vida en las redes, colisiona estrepitosamente, como un camión atiborrado de ganado contra un muro de dinamita, con el entusiasmo por la ciencia de Victoria y Martín, que en pleno mes de vacaciones y receso, eligieron irse a investigar a un lugar gélido mientras muchos otros jóvenes prefieren irse a las cálidas costas rochenses. Vidal es categórica: “Para todos los que fuimos, estar allá fue un sueño cumplido”. Pacheco secunda: “Nadie pensó que estar allá fuera una especie de castigo o sacrificio, fue un premio para todos. De hecho, no queríamos volver”.
Nada más lejano a la apatía que lo que hicieron estos investigadores. “Muchos de los que fuimos se interesaron por divulgar la experiencia, por hacer que otras generaciones, de escolares, liceales o incluso de la facultad supieran de esto”, dice Victoria. Martín reflexiona: “Dicen que a los jóvenes no les interesa la educación, pero no es así. Pasa por encontrar lo que a uno le apasiona hacer”. Como ya habíamos conversado con Cristina cuando era decano, la cuestión tal vez pase más por que el sistema, pensado para otra época, busque nuevas formas de motivar a los estudiantes en vez de pensar que simplemente no les interesa estudiar.
Cristina cuenta que llevaron a la base antártica unos 350 kilos de instrumental científico y que los experimentos estuvieron en manos de jóvenes de entre 22 y 24 años, “lo que refleja la confianza que les tenemos y demuestra por sí solo lo que sucede cuando hacemos las cosas bien en la educación”. Alcanza escuchar a Victoria y Martín hablar de su experiencia antártica para convencerse de que la EVIIA es, sin dudas, una excelente forma de hacer que jóvenes investigadores se motiven aun respecto del gratificante pero arduo camino de dedicarse a generar conocimiento interrogando el mundo que los rodea.